EL DUELO DE LAS CARRANCAS
Relato con origen : Muelas del Pan
I
Yo vivía en una aldea cercana a la frontera portuguesa. Eran los años de la postguerra civil española. Pongamos allá por el año 1949. Eran aquellas fechas en que las mujeres iban cada día a la misa y al rosario de la tarde tapadas con mantones negros y no paraban cuando saludaban porque estaba mal visto.
Mi padre tenía un perro llamado León, mezcla de perro lobo y pastor alemán. Era un perro noble, tan noble que una hermana mía y yo nos montábamos sobre él como si fuera un borrico. Era un perro que nos cuidaba y también se le podía dejar en el campo al cuidado del ganado. Se podía dejar la casa abierta y él no se marchaba. Bastaba una orden de mi padre que le indicara que se quedara allí para guardar. Nadie se atrevía a entrar en la casa mientras estuviera el León, pues hasta nueva orden este se hacía responsable de todo, incluso de los niños si los padres se ausentaban.
La casa, llamada por nosotros “La Casa de Abajo”, tenía su entrada por unas puertas carreteras que daban al corral pasando una tenada previa. A la derecha de la tenada estaba el gallinero y, ya en el corral, también a la derecha, estaba el estercolero. Había un cobertizo junto a él que servía de leñera. Más adelante estaba la entrada de la casa. Antes de entrar, y a la izquierda, estaba el acceso a las cuadras y a una pocilga donde paría y se criaba la marrana. Las cuadras constaban de tres o cuatro pesebres, lo justo para una pareja de vacas y alguna burra o caballo. La leñera a que nos hemos referido también servía de pajar.
La casa constaba de dos habitaciones, la cocina y un horno para amasar pan en la planta inferior. En la parte superior estaba el granero, un par de cuartos más que podían servir de habitación en caso de necesidad y un par de ventanucos que permitían dejar entrar la luz. También había un molino de mano que servía para moler trigo con cuya harina se podía hacer pan en aquellos tiempos en que el estraperlo y la codicia de La Fiscalía se lo llevaban todo.
II
Mi padre tenía un amigo que se llamaba Lobo y que tenía dos perros cuyos nombres no recuerdo, pero que también eran perros nobles. Eran de una raza tipo “dogo” y de muy mal cariz, pero no se metían con nadie. Este amigo de mi padre era mi padrino, el padrino más rumboso que haya habido en la aldea. Recuerdo que mi “colación” era la más elegante y rica del lugar. No solamente me daba la “culebra” de dulce más grande. Me regalaba una botella de anís de cerámica con la figura de la Torre del Oro, un montón de golosinas más y un serillo lleno de cosas. Además metía un sobre con dinero en el que dejaba varios billetes de a duro, que en aquella época representaban un capital. En fin, que mi padrino era rumboso. Tenía mi padrino una cafetería, y digo cafetería porque tenía máquina de café. Un futbolín, en el cual yo jugaba gratis, un montón de sillas y mesas y un señor mostrador. Aquello estaba siempre atiborrado de gente y el negocio le iba viento en popa. Eran los años finales de la construcción de los “Saltos del Duero”. Por aquellas fechas había en la aldea hasta catorce cantinas y un montón de otro tipo de establecimientos.
III
He querido presentar a mi padre y a mi padrino para que os hagáis una idea de cómo eran y como vivían, si bien este último aspecto no viene mucho al caso. Como he dicho ambos eran muy amigos, tal amistad perdura hoy a través de los descendientes de ambos. Los hijos de mi padrino y yo seguimos siendo amigos.
Pero mi padre, que se llamaba Pepe, y mi padrino que lo llamaban lobo, tenían una mala costumbre, quizás por falta de otros divertimientos, y que era enzarzar y hacer apuestas entre peleas de sus perros.
Como ya he dicho mi perro León era mansote, pero fiel hasta la médula. Probablemente los perros de mi padrino también, pues nunca me ladraron cuando entraba en el corral de la casa de mi padrino y se dejaban acariciar. Incluso recuerdo ver a los dogos y a León tumbados juntos al sol sin meterse unos con otros, pero….
los amos los encismaban y los hacían pelear. Generalmente la pelea consistía en que luchasen los dos dogos contra el León, a pelo, pero cuando la cosa se ponía seria los separaban. Siempre ganaba el León a los dos.
Pues bien, un día hicieron otra apuesta, esta vez peregrina. La apuesta consistía en que León tenía que luchar a cuerpo limpio y los dogos con carrancas, ese collar de púas que se les pone a los perros para evitar que les ataquen por el cuello.
El lugar de la pelea siempre el mismo: subiendo las escalerillas del estanco en la plazoleta que llamaban del Tío Aureliano junto al Bar Filomena, señora ésta que siempre le faltaba tiempo para obsequiarme con unas galletas de coco, pues me apreciaba mucho y éramos vecinos a tan solo unos metros de distancia frente al pajar del Tío Tomasín donde solíamos jugar los chicos.
Siempre que había pelea de perros todos los niños, al estar tan cerca, dejábamos nuestros juegos y nos poníamos a mirar.
IV
Aquel día yo pasé un mal rato, pues comenzada la pelea vi en inferioridad de condiciones al León. Los dogos se le tiraban al cuello, pero él no podía hacer lo mismo a causa de las carrancas de los otros. Era evidente que esta vez llevaba las de perder. Como no podía ir al cuello mordía donde podía y hería a los otros. Dada la ventaja de dogos al León lo iban despellejando y todo eran desgarraduras. Pero él se defendía. La gente que contemplaba la pelea pedía a los dueños que aquel duelo desigual cesara. Pero la apuesta estaba ahí y cada cual estaba dispuesto hasta perder sus perros o ganar. León sangraba. Los dogos también, pero menos.
Sin embargo la inteligencia del León se impuso. Comprendió que tenía que atacar por el vientre y así lo hizo.
Todos los niños que allí estábamos nos pusimos de la parte de León y admirábamos su valentía.
En una de estas, y en un descuido de uno de los dogos, el León se fue a por el otro y le dio una dentellada en el vientre a consecuencia de la cual le asomaron los intestinos. Aquí ya fue necesario parar la pelea, porque se trataba de que alguno de los contendientes se rindiera, no que muriera, pero llegados aquí la pelea se acabó y ambos propietarios comentaron: “hemos llegado demasiado lejos”.
Fue necesario llamar a Don Trini que era el veterinario del pueblo y oriundo de un pueblo cercano llamado Montamarta. Éste trajo su maletín y cosió, como pudo la piel del dogo herido el cual tardó cerca de un mes en poder andar de nuevo. El otro dogo padecía heridas más bien leves. El León sangraba por todo su cuello. Bueno, pues acabada la pelea y sin ganador concreto, aunque es evidente que fue el León, cada dueño se llevó sus perros a la casa para curarles.
Al León, una vez en el corral, mi madre le lavó las heridas después de haber calentado un caldero de agua colgado de las llares de la cocina. Pasaron pocos días y ya estaba curado.
V
Mi padre y mi padrino, después de lo visto, se comprometieron a no volver a las andadas, pues comprendieron que habían hecho una animalada y estaban muy arrepentidos.
Los perros una vez curados, volvieron a sus costumbres que era juntarse los tres en la Plazoleta del Tío Aureliano a tomar el sol junto a las piedras de un horno derruido. De vez en cuando la señora Filomena les lanzaba un trozo de pan duro y, cual hermanos en la pobreza, lo compartían amistosamente, comido el cual, jugueteaban entre sí.
Yo vivía en una aldea cercana a la frontera portuguesa. Eran los años de la postguerra civil española. Pongamos allá por el año 1949. Eran aquellas fechas en que las mujeres iban cada día a la misa y al rosario de la tarde tapadas con mantones negros y no paraban cuando saludaban porque estaba mal visto.
Mi padre tenía un perro llamado León, mezcla de perro lobo y pastor alemán. Era un perro noble, tan noble que una hermana mía y yo nos montábamos sobre él como si fuera un borrico. Era un perro que nos cuidaba y también se le podía dejar en el campo al cuidado del ganado. Se podía dejar la casa abierta y él no se marchaba. Bastaba una orden de mi padre que le indicara que se quedara allí para guardar. Nadie se atrevía a entrar en la casa mientras estuviera el León, pues hasta nueva orden este se hacía responsable de todo, incluso de los niños si los padres se ausentaban.
La casa, llamada por nosotros “La Casa de Abajo”, tenía su entrada por unas puertas carreteras que daban al corral pasando una tenada previa. A la derecha de la tenada estaba el gallinero y, ya en el corral, también a la derecha, estaba el estercolero. Había un cobertizo junto a él que servía de leñera. Más adelante estaba la entrada de la casa. Antes de entrar, y a la izquierda, estaba el acceso a las cuadras y a una pocilga donde paría y se criaba la marrana. Las cuadras constaban de tres o cuatro pesebres, lo justo para una pareja de vacas y alguna burra o caballo. La leñera a que nos hemos referido también servía de pajar.
La casa constaba de dos habitaciones, la cocina y un horno para amasar pan en la planta inferior. En la parte superior estaba el granero, un par de cuartos más que podían servir de habitación en caso de necesidad y un par de ventanucos que permitían dejar entrar la luz. También había un molino de mano que servía para moler trigo con cuya harina se podía hacer pan en aquellos tiempos en que el estraperlo y la codicia de La Fiscalía se lo llevaban todo.
II
Mi padre tenía un amigo que se llamaba Lobo y que tenía dos perros cuyos nombres no recuerdo, pero que también eran perros nobles. Eran de una raza tipo “dogo” y de muy mal cariz, pero no se metían con nadie. Este amigo de mi padre era mi padrino, el padrino más rumboso que haya habido en la aldea. Recuerdo que mi “colación” era la más elegante y rica del lugar. No solamente me daba la “culebra” de dulce más grande. Me regalaba una botella de anís de cerámica con la figura de la Torre del Oro, un montón de golosinas más y un serillo lleno de cosas. Además metía un sobre con dinero en el que dejaba varios billetes de a duro, que en aquella época representaban un capital. En fin, que mi padrino era rumboso. Tenía mi padrino una cafetería, y digo cafetería porque tenía máquina de café. Un futbolín, en el cual yo jugaba gratis, un montón de sillas y mesas y un señor mostrador. Aquello estaba siempre atiborrado de gente y el negocio le iba viento en popa. Eran los años finales de la construcción de los “Saltos del Duero”. Por aquellas fechas había en la aldea hasta catorce cantinas y un montón de otro tipo de establecimientos.
III
He querido presentar a mi padre y a mi padrino para que os hagáis una idea de cómo eran y como vivían, si bien este último aspecto no viene mucho al caso. Como he dicho ambos eran muy amigos, tal amistad perdura hoy a través de los descendientes de ambos. Los hijos de mi padrino y yo seguimos siendo amigos.
Pero mi padre, que se llamaba Pepe, y mi padrino que lo llamaban lobo, tenían una mala costumbre, quizás por falta de otros divertimientos, y que era enzarzar y hacer apuestas entre peleas de sus perros.
Como ya he dicho mi perro León era mansote, pero fiel hasta la médula. Probablemente los perros de mi padrino también, pues nunca me ladraron cuando entraba en el corral de la casa de mi padrino y se dejaban acariciar. Incluso recuerdo ver a los dogos y a León tumbados juntos al sol sin meterse unos con otros, pero….
los amos los encismaban y los hacían pelear. Generalmente la pelea consistía en que luchasen los dos dogos contra el León, a pelo, pero cuando la cosa se ponía seria los separaban. Siempre ganaba el León a los dos.
Pues bien, un día hicieron otra apuesta, esta vez peregrina. La apuesta consistía en que León tenía que luchar a cuerpo limpio y los dogos con carrancas, ese collar de púas que se les pone a los perros para evitar que les ataquen por el cuello.
El lugar de la pelea siempre el mismo: subiendo las escalerillas del estanco en la plazoleta que llamaban del Tío Aureliano junto al Bar Filomena, señora ésta que siempre le faltaba tiempo para obsequiarme con unas galletas de coco, pues me apreciaba mucho y éramos vecinos a tan solo unos metros de distancia frente al pajar del Tío Tomasín donde solíamos jugar los chicos.
Siempre que había pelea de perros todos los niños, al estar tan cerca, dejábamos nuestros juegos y nos poníamos a mirar.
IV
Aquel día yo pasé un mal rato, pues comenzada la pelea vi en inferioridad de condiciones al León. Los dogos se le tiraban al cuello, pero él no podía hacer lo mismo a causa de las carrancas de los otros. Era evidente que esta vez llevaba las de perder. Como no podía ir al cuello mordía donde podía y hería a los otros. Dada la ventaja de dogos al León lo iban despellejando y todo eran desgarraduras. Pero él se defendía. La gente que contemplaba la pelea pedía a los dueños que aquel duelo desigual cesara. Pero la apuesta estaba ahí y cada cual estaba dispuesto hasta perder sus perros o ganar. León sangraba. Los dogos también, pero menos.
Sin embargo la inteligencia del León se impuso. Comprendió que tenía que atacar por el vientre y así lo hizo.
Todos los niños que allí estábamos nos pusimos de la parte de León y admirábamos su valentía.
En una de estas, y en un descuido de uno de los dogos, el León se fue a por el otro y le dio una dentellada en el vientre a consecuencia de la cual le asomaron los intestinos. Aquí ya fue necesario parar la pelea, porque se trataba de que alguno de los contendientes se rindiera, no que muriera, pero llegados aquí la pelea se acabó y ambos propietarios comentaron: “hemos llegado demasiado lejos”.
Fue necesario llamar a Don Trini que era el veterinario del pueblo y oriundo de un pueblo cercano llamado Montamarta. Éste trajo su maletín y cosió, como pudo la piel del dogo herido el cual tardó cerca de un mes en poder andar de nuevo. El otro dogo padecía heridas más bien leves. El León sangraba por todo su cuello. Bueno, pues acabada la pelea y sin ganador concreto, aunque es evidente que fue el León, cada dueño se llevó sus perros a la casa para curarles.
Al León, una vez en el corral, mi madre le lavó las heridas después de haber calentado un caldero de agua colgado de las llares de la cocina. Pasaron pocos días y ya estaba curado.
V
Mi padre y mi padrino, después de lo visto, se comprometieron a no volver a las andadas, pues comprendieron que habían hecho una animalada y estaban muy arrepentidos.
Los perros una vez curados, volvieron a sus costumbres que era juntarse los tres en la Plazoleta del Tío Aureliano a tomar el sol junto a las piedras de un horno derruido. De vez en cuando la señora Filomena les lanzaba un trozo de pan duro y, cual hermanos en la pobreza, lo compartían amistosamente, comido el cual, jugueteaban entre sí.
Estulano