TRAS LOS CRISTALES
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Hoy, con la que está cayendo en España, con esta situación de vacío gubernamental, políticos incapaces de llegar a un acuerdo, ciudadanos descontentos, desmoralizados y bastante hartos a quienes han empujado a nuevas elecciones que probablemente resuelvan poco, mientras los diputados sin trabajar siguen cobrando a fin de mes un sueldo que no se han ganado, tengo una saturación y un enfado tan monumental, que no voy a tratar más el tema porque ya corren ríos de tinta en los medios de comunicación de plumas mucho más autorizadas que la mía.
Hoy quiero que este disgusto político y esta melancolía otoñal me otorgue un respiro, así que miro los ojos enormemente azules de este gatito fiel que tengo por compañero y confidente, que escucha sin contradecirme, que me recibe con alborozo cuando llego a casa y me echa en falta cuando no estoy, y me despido de él para salir a la calle con la intención de disfrutar de un café tranquilo mientras leo el periódico en un rincón de mi cafetería favorita. Me gusta aparecer de vez en cuando por aquí porque me conocen y saben que detesto ser molestada, así que despliego el diario y evito de este modo que nadie pueda entrar en conversación porque es un momento muy íntimo para mí. Tras los cristales veo pasar a la muchedumbre cargados con bolsas ya que, a pesar de ser domingo, en esta ciudad tan llena de vida el comercio no descansa. Tomo notas y, sobre todo, observo a la gente que es mi mayor fuente de inspiración; veo que, a pesar de que algunos van juntos, la mayoría son personas solas que caminan deprisa, supongo que porque nos hemos acostumbrado a este ritmo frenético que no cede ni siquiera en los días de descanso, tanto jóvenes como mayores van con rapidez ya sea para sacar entradas en un espectáculo o para reencontrarse con alguien. Parece que no sabemos caminar despacio y quien lo hace solo resulta un estorbo para los demás que se tropiezan con su parsimonia y hasta les desconcierta.
Desde el café se contemplan también los edificios enormes del centro que lucen con más nitidez en un día como hoy ya que la luz es perfecta para no restarles ni un ápice de su belleza; son construcciones majestuosos por las que se reconoce la ciudad a primera vista. De atardecida, cuando empiece a apagarse el sol se encenderán los carteles luminosos y entonces aparecerán más vivos que nunca; es otro periodo para que la muchedumbre saboree la noche en Madrid, tiene un encanto especial, siempre hay personas por las calles, en los restaurantes, cafeterías, teatros, cines. A los jóvenes les gusta esta ciudad precisamente porque les ofrece todo el ocio que es posible desear, así como un sinfín de servicios: universidades, comercios, colegios mayores, museos, academias etc., esta ciudad que siempre fue amable con el visitante, hospitalaria y espléndida, me acogió hace ya muchos años y me siento cómoda en ella si no fuera por lo mucho que echo de menos a mi tierra.
Quienes hemos nacido en ciudades pequeñas nos sentimos un poco abrumados por esta enorme urbe y en el fondo acabamos habitando en el entorno más cercano de vivienda y trabajo que no deja de ser un pequeño gueto del que pocas veces salimos; por ello, en todas las épocas y más ahora en esta etapa pre otoñal, echo de menos mi pequeña Zamora, silenciosa, provinciana, quizás un poco olvidada -pero hoy no quiero hablar de ello- solo recuerdo ese Duero maravilloso del que emergen árboles que lo embellecen todavía más y esas calles estrechas jalonadas por edificios de piedra por los que han pesado y pasado tantos años, y me gusta cuando transito por allí reencontrarme con personas del pueblo que hace tiempo se mudaron a la capital para lograr una mejor calidad de vida. Me detengo a hablar con ellos, y todos caminamos despacio por las calles principales de Santa Clara y San Torcuato deleitando la vista en los edificios modernistas y las pequeñas tiendas cuyos escaparates nos obligan a parar para observar sus artículos.
También mi viejo y pequeño pueblo está enraizado en mi alma de tal manera que a veces la nostalgia que me provoca resulta devastadora. Sé que ahora, en los albores del frio, llegará el aire helado para curtir el rostro y se colará por entre las calles vacías, el viento silbará y la villa ya estará preparándose para recibir al invierno. En poco tiempo humearán las chimeneas de las pocas casas que aún mantienen la lumbre natural y no han sucumbido a la calefacción eléctrica o de gas.
Hoy, desde este lugar alejado, a salvo detrás de los cristales mientras ojeo las últimas páginas del diario, me dispongo a regresar a casa, no sin antes perderme un rato entre las calles del Retiro donde no corro el riesgo de sufrir el acoso de las prisas. Entre tanto seguiré soñando y trabajando por y para mi tierra zamorana hasta que llegue el día en que pueda pisar sus calles y disfrutar de sus gentes sin atadura alguna.
Hoy quiero que este disgusto político y esta melancolía otoñal me otorgue un respiro, así que miro los ojos enormemente azules de este gatito fiel que tengo por compañero y confidente, que escucha sin contradecirme, que me recibe con alborozo cuando llego a casa y me echa en falta cuando no estoy, y me despido de él para salir a la calle con la intención de disfrutar de un café tranquilo mientras leo el periódico en un rincón de mi cafetería favorita. Me gusta aparecer de vez en cuando por aquí porque me conocen y saben que detesto ser molestada, así que despliego el diario y evito de este modo que nadie pueda entrar en conversación porque es un momento muy íntimo para mí. Tras los cristales veo pasar a la muchedumbre cargados con bolsas ya que, a pesar de ser domingo, en esta ciudad tan llena de vida el comercio no descansa. Tomo notas y, sobre todo, observo a la gente que es mi mayor fuente de inspiración; veo que, a pesar de que algunos van juntos, la mayoría son personas solas que caminan deprisa, supongo que porque nos hemos acostumbrado a este ritmo frenético que no cede ni siquiera en los días de descanso, tanto jóvenes como mayores van con rapidez ya sea para sacar entradas en un espectáculo o para reencontrarse con alguien. Parece que no sabemos caminar despacio y quien lo hace solo resulta un estorbo para los demás que se tropiezan con su parsimonia y hasta les desconcierta.
Desde el café se contemplan también los edificios enormes del centro que lucen con más nitidez en un día como hoy ya que la luz es perfecta para no restarles ni un ápice de su belleza; son construcciones majestuosos por las que se reconoce la ciudad a primera vista. De atardecida, cuando empiece a apagarse el sol se encenderán los carteles luminosos y entonces aparecerán más vivos que nunca; es otro periodo para que la muchedumbre saboree la noche en Madrid, tiene un encanto especial, siempre hay personas por las calles, en los restaurantes, cafeterías, teatros, cines. A los jóvenes les gusta esta ciudad precisamente porque les ofrece todo el ocio que es posible desear, así como un sinfín de servicios: universidades, comercios, colegios mayores, museos, academias etc., esta ciudad que siempre fue amable con el visitante, hospitalaria y espléndida, me acogió hace ya muchos años y me siento cómoda en ella si no fuera por lo mucho que echo de menos a mi tierra.
Quienes hemos nacido en ciudades pequeñas nos sentimos un poco abrumados por esta enorme urbe y en el fondo acabamos habitando en el entorno más cercano de vivienda y trabajo que no deja de ser un pequeño gueto del que pocas veces salimos; por ello, en todas las épocas y más ahora en esta etapa pre otoñal, echo de menos mi pequeña Zamora, silenciosa, provinciana, quizás un poco olvidada -pero hoy no quiero hablar de ello- solo recuerdo ese Duero maravilloso del que emergen árboles que lo embellecen todavía más y esas calles estrechas jalonadas por edificios de piedra por los que han pesado y pasado tantos años, y me gusta cuando transito por allí reencontrarme con personas del pueblo que hace tiempo se mudaron a la capital para lograr una mejor calidad de vida. Me detengo a hablar con ellos, y todos caminamos despacio por las calles principales de Santa Clara y San Torcuato deleitando la vista en los edificios modernistas y las pequeñas tiendas cuyos escaparates nos obligan a parar para observar sus artículos.
También mi viejo y pequeño pueblo está enraizado en mi alma de tal manera que a veces la nostalgia que me provoca resulta devastadora. Sé que ahora, en los albores del frio, llegará el aire helado para curtir el rostro y se colará por entre las calles vacías, el viento silbará y la villa ya estará preparándose para recibir al invierno. En poco tiempo humearán las chimeneas de las pocas casas que aún mantienen la lumbre natural y no han sucumbido a la calefacción eléctrica o de gas.
Hoy, desde este lugar alejado, a salvo detrás de los cristales mientras ojeo las últimas páginas del diario, me dispongo a regresar a casa, no sin antes perderme un rato entre las calles del Retiro donde no corro el riesgo de sufrir el acoso de las prisas. Entre tanto seguiré soñando y trabajando por y para mi tierra zamorana hasta que llegue el día en que pueda pisar sus calles y disfrutar de sus gentes sin atadura alguna.
Mª Soledad Martín Turiño