LAS VISITAS

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Este término, que parece haber quedado desfasado, tenía una gran importancia en mi pueblo. Recuerdo que, durante mi estancia de niña y adolescente en Castronuevo, me gustaba observar todo aquello que acontecía, hasta el más mínimo detalle. Una de las normas de cortesía más frecuentes era el hacer visitas.

Cuando mi abuela enviudó y se quedó sola en aquella enorme casa, ya con una edad avanzada, en cuanto se levantaba, solía abrir la parte superior de la puerta de entrada como señal de que se encontraba bien. Si, por olvido u otra circunstancia, la puerta permanecía cerrada, siempre había alguna buena vecina que tocaba al llamador para interesarse por si algo ocurría. Era una forma de sentirse acompañada, de evitar la sensación de soledad que en la actualidad tanto prolifera, sobre todo entre las personas mayores.

Otra atención que prácticamente ha desaparecido, eran las visitas. Todas las tardes mi tía-abuela llegaba para hacer compañía a mi abuela. Ambas eran cuñadas y mi difunto abuelo era el vínculo que las unía. Aunque no tuvieron nunca una relación especialmente buena, se mostraban, sin embargo, cordiales. Tecla, que así se llamaba, era una mujer menuda, vestida siempre de negro, de pocas palabras, con un moño tirante recogido en la nuca y con pocos dientes que parecían bailarle en la boca cuando hablaba. Cada día se repetía la misma escena: llamaba a la puerta, entraba en casa y se sentaba en una de las butacas de mimbre alrededor de la mesa camilla; yo solía estar en medio y, como ninguna de las dos hablaba, solía iniciar cualquier conversación para romper aquel silencio incómodo que a ellas parecía no molestar. De vez en cuando, una y otra prorrumpían en sonoros suspiros y, al cabo de un par de horas, Tecla se levantaba y se despedía hasta el día siguiente que repetirían el mismo cuadro.

Había algunas vecinas que eran del agrado de mi abuela y a menudo visitaban su casa, y entonces se hablaba de todo, de los chismes que corrían por el pueblo, de la cotidianidad, y de cualquier tema con el que distraerse con un rato de charla.

Visitar a las personas mayores de la familia, sobre todo si estaban impedidas, fue una obligación que mi madre nos inculcó desde pequeñas; así que los domingos, después de asistir a la misa mayor, íbamos a ver a dos tías que vivían con sus hijos solteros; en ambos casos se trataba de madres un tanto impositivas y egoístas que fueron el centro de la vida de sus hijos, que anularon sus respectivas vidas privadas para quedarse al cuidado de ellas. Esas visitas me resultaban gratas porque siempre nos enseñaban la casa, el jardín, la bodega y en las dos viviendas nos ofrecían dulces, alguna copita de anís para los mayores y Quina Santa Catalina para los niños.

En la época de mi infancia, marcada por la dictadura, la falta de libertad, las medias palabras y la existencia de un mundo paralelo al que los niños no teníamos acceso, era frecuente visitar a las mujeres que habían tenido un hijo. La parturienta permanecía en casa sin salir durante la cuarentena, muchas veces en la cama y cuidada con caldos de gallina para acelerar su recuperación y fomentar una buena lactancia.

Recuerdo que, cuando se las visitaba, era frecuente hacerles un regalo que consistía en un bote de melocotón en almíbar u otra exquisitez destinada a ocasiones especiales. Nos enseñaban el bebé, del que solo se veía la cabecita, ya que el cuerpo estaba fajado y envuelto en una toquilla. Si había niños, hablaban en un lenguaje que se convertía en enigmático e incomprensible. Una vez, escuché que a una recién parida le habían hecho la cesárea; pude observar la preocupación en los rostros de aquellas mujeres mayores; así que, al salir de la visita, pregunté qué era aquello de la cesárea. Todavía me acuerdo del apuro de mi madre para responder con una evasiva en la que no insistí; cuando llegué a casa, me fui directa al diccionario y busqué su significado que, además venía acompañado de un dibujo explícito que, de golpe y sin proponérmelo, me sacó de dudas.

Aquellas visitas, para las que nos vestíamos con especial mimo, porque éramos inspeccionados sin pudor alguno al llegar a las casas de los visitados, me enseñaron lo importante que resulta estrechar lazos entre la gente, ya sean parientes, vecinos o amigos. Las echo de menos en esta sociedad actual tan deshumanizada, sobre todo en las grandes ciudades, y añoro aquellos días en que las horas transcurrían con la certera ilusión de que alguien llamaría a la puerta para “echar un parlao”, o simplemente para acompañar a quienes, ya fuera por edad, o por estado de salud, no podían salir de casa.
Mª Soledad Martín Turiño