LA GANADERÍA EN MI PUEBLO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Andaba yo haciendo la lista de la compra, porque a estas alturas de la vida, si no es a través de inventarios la mente olvida, cuando recordé que no había leche; inmediatamente, mi mente me trasladó a aquel otro escenario: el de mi infancia y adolescencia al que acudo involuntariamente en multitud de ocasiones, y volví a escuchar a mi abuela que me entregaba la lechera y me decía que fuera a por leche a casa de unas vecinas. Me sentía tan importante con aquel recado que gozaba cada paso que daba hasta llegar allí. Eran más que vecinas, familia; nos llevábamos bien y la puerta siempre estaba abierta.
Ya desde el exterior se percibía cierto olor a suero. Yo entraba hasta el corral donde una enorme vacada en fila esperaba ser ordeñada por las manos diestras de aquellas dos mujeres que, sentadas en un taburete bajo, exprimían las ubres hasta que la leche llenaba los cubos. Me gustaba verlas trabajar, aún no se había inventado el ordeño automático y esa tarea resultaba particularmente dura porque eran muchas vacas y pocas manos. cuando terminaban, me llenaban la lechera que, una vez de vuelta a casa, mi abuela hervía enseguida para evitar cualquier bacteria y que luego pudiéramos tomar la leche sin temor alguno.
En aquella época, la agricultura junto con la ganadería, era la forma de ganarse la vida en los pueblos de Zamora, y el ganado resultaba fundamental, ya fuera al aire libre pastoreando ovejas y cabras, o en las propias casas, con los animales domésticos de corral, los cerdos de cría, las gallinas, los conejos o las vacas, cuya leche se dejaba a la orilla de la carretera para que la recogieran enormes camiones cisterna. Era un oficio muy sacrificado, no solo porque dar de comer a tanta ganadería era ya duro de por sí, sino también porque era preciso limpiar a diario los corrales, gallineros y pocilgas de los excrementos que dejaban los animales.
Los padres y abuelos que tuvieron esta dedicación, podrían dar fe del poco tiempo libre que les quedaba una vez terminadas estas obligaciones. Era una época dura, de la que nadie se quejaba, tal vez porque no conocían otra forma de vida y estaban acostumbrados a aquello.
Recuerdo que mi abuelo, ya mayor, tenía una cabritilla a la que ordeñaba todas las tardes en casa. La hacía subir los altos peldaños desde la cuadra hasta la cocina y allí, delante de los nietos que mirábamos embobados, le iba apretando con extrema suavidad la ubre mientras la acariciaba y le decía susurrando: “chívina, chívina”; y el pobre animal ni se movía hasta que, una vez lleno el cuenco de leche, mi abuelo le daba un golpecito suave y la encaminaba, de nuevo, a la cuadra.
Mis recuerdos están asociados a la casa de mi infancia, donde viví con mis padres y hermana, y a la de los abuelos donde pasábamos las vacaciones de verano, una vez que tuvimos que irnos del pueblo en busca de un futuro mejor; en nuestro caso, fue un pueblo cerca de Bilbao, pero eso… es otra historia.
Bajar al corral fue siempre una de mis distracciones favoritas cuando era niña; recorría cada escondite, había unas cuantas gallinas sueltas que vivían de los restos que encontraban procedentes de la casa: mondas, restos de comida, agua que caía de la pila provocando pequeñas charcos… para mí era un descubrimiento importante y divertido encontrar los huevos que ponían diseminados por diferentes lugares: detrás del trillo, debajo de la pila, entre las ramas de la leña…Yo los recogía con sumo cuidado y se los llevaba a mi madre en una cesta diciendo con orgullo la cantidad que encontraba cada día. Me gustaba asomarme al gallinero, que estaba impoluto, las paredes encaladas, los palos, los comederos… todo en un blanco inmaculado. El gallinero disponía de varias ventanas sin cristales, cubiertos de mallas, para que la ventilación estuviera garantizada. Recuerdo el revuelo que se armaba cuando entraba y las asustaba, las gallinas volaban, corrían y se encaramaban a todas partes buscando el refugio y la tranquilidad que les había perturbado.
Los conejos no me gustaban especialmente, me parecían sosos, simples, metidos en sus conejeras, moviendo los dientes constantemente; así que me asomaba, los veía un momento y marchaba corriendo al corral donde me esperaba todo un mundo mágico, con lugares recónditos. En una gigantesca rueda de tractor pintada de blanco, mi abuela había plantado gladiolos y crisantemos para llevar al cementerio el Día de los Santos; detrás de un trillo enorme descubrí un nido de pajaritos que se había guarecido allí, a salvo; cada mañana iba a visitarlos y pude disfrutar de todo el proceso desde la incubación de los huevos, hasta el nacimiento de los polluelos. Recuerdo también dos enormes gallos que mi madre sacaba de vez en cuando al corral; los estaba cebando para regalar al médico y a la maestra; eran muy fieros y no me atrevía a salir cuando estaban por allí porque atacaban; eran magníficos, con unas plumas preciosas y formaban una hermosa estampa, pero me alegré cuando desaparecieron.
Los animales eran todo un mundo que convivía con nosotros; había también un espléndido gato de angora blanco que era el orgullo de mi madre, pero entre bromas y veras, los mozos del pueblo siempre le decían que aquel gato haría un buen guiso y, desde entonces nunca más se supo del pobre minino. Y no puedo olvidar a Lucero, un pequeño y vivaz perro negro, de pelo rizado que mi padre llevaba siempre consigo; no era cazador, pero sí un buen compañero que, en un descuido se salió de la tierra que estaba trabajando mi padre y llegó hasta la carretera con tan mala suerte que un coche pasaba en ese momento y lo atropelló. Era la primera vez que vi llorar a mi padre cuando llegó a casa con Lucero en brazos, ya sin vida.
Esos son una parte de mis recuerdos, un puñado de vida maravillosa que siempre formará parte de mí, y que va asociada al ganado, a los animales que he mencionado y que formaban parte de nuestra casa, las mulas que ayudaban a labrar las tierras, las chicharras y luciérnagas que acompañaban con su canto y su luz los anocheceres estivales, las culebras de agua del rio y los mil y un insectos que campaban en sus orillas… todos acompañaron mi infancia.
Ya desde el exterior se percibía cierto olor a suero. Yo entraba hasta el corral donde una enorme vacada en fila esperaba ser ordeñada por las manos diestras de aquellas dos mujeres que, sentadas en un taburete bajo, exprimían las ubres hasta que la leche llenaba los cubos. Me gustaba verlas trabajar, aún no se había inventado el ordeño automático y esa tarea resultaba particularmente dura porque eran muchas vacas y pocas manos. cuando terminaban, me llenaban la lechera que, una vez de vuelta a casa, mi abuela hervía enseguida para evitar cualquier bacteria y que luego pudiéramos tomar la leche sin temor alguno.
En aquella época, la agricultura junto con la ganadería, era la forma de ganarse la vida en los pueblos de Zamora, y el ganado resultaba fundamental, ya fuera al aire libre pastoreando ovejas y cabras, o en las propias casas, con los animales domésticos de corral, los cerdos de cría, las gallinas, los conejos o las vacas, cuya leche se dejaba a la orilla de la carretera para que la recogieran enormes camiones cisterna. Era un oficio muy sacrificado, no solo porque dar de comer a tanta ganadería era ya duro de por sí, sino también porque era preciso limpiar a diario los corrales, gallineros y pocilgas de los excrementos que dejaban los animales.
Los padres y abuelos que tuvieron esta dedicación, podrían dar fe del poco tiempo libre que les quedaba una vez terminadas estas obligaciones. Era una época dura, de la que nadie se quejaba, tal vez porque no conocían otra forma de vida y estaban acostumbrados a aquello.
Recuerdo que mi abuelo, ya mayor, tenía una cabritilla a la que ordeñaba todas las tardes en casa. La hacía subir los altos peldaños desde la cuadra hasta la cocina y allí, delante de los nietos que mirábamos embobados, le iba apretando con extrema suavidad la ubre mientras la acariciaba y le decía susurrando: “chívina, chívina”; y el pobre animal ni se movía hasta que, una vez lleno el cuenco de leche, mi abuelo le daba un golpecito suave y la encaminaba, de nuevo, a la cuadra.
Mis recuerdos están asociados a la casa de mi infancia, donde viví con mis padres y hermana, y a la de los abuelos donde pasábamos las vacaciones de verano, una vez que tuvimos que irnos del pueblo en busca de un futuro mejor; en nuestro caso, fue un pueblo cerca de Bilbao, pero eso… es otra historia.
Bajar al corral fue siempre una de mis distracciones favoritas cuando era niña; recorría cada escondite, había unas cuantas gallinas sueltas que vivían de los restos que encontraban procedentes de la casa: mondas, restos de comida, agua que caía de la pila provocando pequeñas charcos… para mí era un descubrimiento importante y divertido encontrar los huevos que ponían diseminados por diferentes lugares: detrás del trillo, debajo de la pila, entre las ramas de la leña…Yo los recogía con sumo cuidado y se los llevaba a mi madre en una cesta diciendo con orgullo la cantidad que encontraba cada día. Me gustaba asomarme al gallinero, que estaba impoluto, las paredes encaladas, los palos, los comederos… todo en un blanco inmaculado. El gallinero disponía de varias ventanas sin cristales, cubiertos de mallas, para que la ventilación estuviera garantizada. Recuerdo el revuelo que se armaba cuando entraba y las asustaba, las gallinas volaban, corrían y se encaramaban a todas partes buscando el refugio y la tranquilidad que les había perturbado.
Los conejos no me gustaban especialmente, me parecían sosos, simples, metidos en sus conejeras, moviendo los dientes constantemente; así que me asomaba, los veía un momento y marchaba corriendo al corral donde me esperaba todo un mundo mágico, con lugares recónditos. En una gigantesca rueda de tractor pintada de blanco, mi abuela había plantado gladiolos y crisantemos para llevar al cementerio el Día de los Santos; detrás de un trillo enorme descubrí un nido de pajaritos que se había guarecido allí, a salvo; cada mañana iba a visitarlos y pude disfrutar de todo el proceso desde la incubación de los huevos, hasta el nacimiento de los polluelos. Recuerdo también dos enormes gallos que mi madre sacaba de vez en cuando al corral; los estaba cebando para regalar al médico y a la maestra; eran muy fieros y no me atrevía a salir cuando estaban por allí porque atacaban; eran magníficos, con unas plumas preciosas y formaban una hermosa estampa, pero me alegré cuando desaparecieron.
Los animales eran todo un mundo que convivía con nosotros; había también un espléndido gato de angora blanco que era el orgullo de mi madre, pero entre bromas y veras, los mozos del pueblo siempre le decían que aquel gato haría un buen guiso y, desde entonces nunca más se supo del pobre minino. Y no puedo olvidar a Lucero, un pequeño y vivaz perro negro, de pelo rizado que mi padre llevaba siempre consigo; no era cazador, pero sí un buen compañero que, en un descuido se salió de la tierra que estaba trabajando mi padre y llegó hasta la carretera con tan mala suerte que un coche pasaba en ese momento y lo atropelló. Era la primera vez que vi llorar a mi padre cuando llegó a casa con Lucero en brazos, ya sin vida.
Esos son una parte de mis recuerdos, un puñado de vida maravillosa que siempre formará parte de mí, y que va asociada al ganado, a los animales que he mencionado y que formaban parte de nuestra casa, las mulas que ayudaban a labrar las tierras, las chicharras y luciérnagas que acompañaban con su canto y su luz los anocheceres estivales, las culebras de agua del rio y los mil y un insectos que campaban en sus orillas… todos acompañaron mi infancia.
Mª Soledad Martín Turiño