EVOCANDO A MI PUEBLO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Mi pueblo cada vez se está quedando más pequeño y no solo porque es uno de los muchos que padecen una despoblación galopante, ni tampoco porque la mayoría de casas estén cerradas o haya solares donde antes se levantaban los hogares de mis vecinos; mi pueblo ha empequeñecido tal vez porque antes lo veía con ojos pueriles y todo me parecía más grande y, sin embargo, ahora casi en el umbral de la senectud, mis ojos ven las cosas en su justo tamaño, sin las ampulosidades con que el recuerdo o la nostalgia embellecen las cosas, con una realidad casi obscena.
Mi pueblo huele de una forma especial, eso no ha podido cambiarlo el tiempo, porque tiene un aroma característico: a vida, a leña, a heno, a cereal, a ganado; un olor peculiar que lo distingue de la ciudad y que le hace único. Sus habitantes no lo perciben, quizá porque se han acostumbrado a vivir con él, pero cuando llego a Castronuevo, aspiro a pleno pulmón para llenarme de esa emanación especial exhalando el aire contaminado que traigo de la ciudad.
Para mi desgracia, no frecuento mucho el pueblo porque ya no tengo más que un tío y un primo a los que no me atrevo a molestar con una visita prolongada y, sin embargo, disfrutamos de los breves momentos en que me acerco a verlos. Ellos son ya mi única familia allí, pero llevan la sangre de mis antepasados, tienen su misma forma de mirar, de hablar, de comportarse… por eso les escucho con atención, captando la singularidad de sus expresiones, de sus gestos y de su manera de ver la vida.
En ocasiones, cuando la nostalgia me puede, doy largos paseos recorriendo mentalmente las calles, subo a la villa, voy hasta al río, me acerco al cementerio… ¡es curioso la cantidad de pequeños detalles que me regala el subconsciente!, porque percibo la dureza de los terruños sin sembrar, el zumbido del tendido eléctrico cuando bajo la pendiente en dirección al río, las briznas de plantitas que crecen asilvestradas junto a la carretera, como defendiendo su dominio frente al asfalto que las contiene… y percibo, asimismo, la curiosidad de la gente que vigila tras las cortinas preguntándose quién será esa forastera o qué dirección llevará.
Mi pueblo es sinónimo de paz, de silencio, de quietud, de armonía… esas cualidades que sosiegan el alma y tanto se necesitan en algunos momentos, sobre todo cuando la vida muestra su faz más descarnada y flaquean las fuerzas para seguir soportando el peso de los días; entonces, recurrir a esa bonanza me reconforta siquiera momentáneamente, porque después la fuerza inexorable de las circunstancias no permite más que un ocasional descanso antes de reanudar la partida y seguir jugando las cartas que nos han tocado.
Mi pueblo huele de una forma especial, eso no ha podido cambiarlo el tiempo, porque tiene un aroma característico: a vida, a leña, a heno, a cereal, a ganado; un olor peculiar que lo distingue de la ciudad y que le hace único. Sus habitantes no lo perciben, quizá porque se han acostumbrado a vivir con él, pero cuando llego a Castronuevo, aspiro a pleno pulmón para llenarme de esa emanación especial exhalando el aire contaminado que traigo de la ciudad.
Para mi desgracia, no frecuento mucho el pueblo porque ya no tengo más que un tío y un primo a los que no me atrevo a molestar con una visita prolongada y, sin embargo, disfrutamos de los breves momentos en que me acerco a verlos. Ellos son ya mi única familia allí, pero llevan la sangre de mis antepasados, tienen su misma forma de mirar, de hablar, de comportarse… por eso les escucho con atención, captando la singularidad de sus expresiones, de sus gestos y de su manera de ver la vida.
En ocasiones, cuando la nostalgia me puede, doy largos paseos recorriendo mentalmente las calles, subo a la villa, voy hasta al río, me acerco al cementerio… ¡es curioso la cantidad de pequeños detalles que me regala el subconsciente!, porque percibo la dureza de los terruños sin sembrar, el zumbido del tendido eléctrico cuando bajo la pendiente en dirección al río, las briznas de plantitas que crecen asilvestradas junto a la carretera, como defendiendo su dominio frente al asfalto que las contiene… y percibo, asimismo, la curiosidad de la gente que vigila tras las cortinas preguntándose quién será esa forastera o qué dirección llevará.
Mi pueblo es sinónimo de paz, de silencio, de quietud, de armonía… esas cualidades que sosiegan el alma y tanto se necesitan en algunos momentos, sobre todo cuando la vida muestra su faz más descarnada y flaquean las fuerzas para seguir soportando el peso de los días; entonces, recurrir a esa bonanza me reconforta siquiera momentáneamente, porque después la fuerza inexorable de las circunstancias no permite más que un ocasional descanso antes de reanudar la partida y seguir jugando las cartas que nos han tocado.
Mª Soledad Martín Turiño