EL PUEBLO, LA IGLESIA Y LOS PRIVILEGIOS
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Recuerdo algunas costumbres de mi pueblo que le conferían una seña especial de identidad ya que, la forma de vida en la ciudad, chocaba con costumbres ancestrales que, sobre todo las personas mayores, cuidaban de mantener por respeto a sus antepasados, o tal vez por la fuerza de la costumbre, y eran prácticas mantenidas, que no solían cuestionarse ni mucho menos caer en desuso o abolirlas.
Me sorprendía la fidelidad de personas mayores, en época de nuestras abuelas, apenas un par de generaciones atrás, como muchas mujeres vestían el luto de una manera drástica llevando prendas de manga larga, velos y tupidas gasas para ocultar cabeza y parte del rostro, así como densas medias negras aún en los más tórridos veranos; enlazando en ocasiones la muerte de varios familiares, lo que las obligaba a llevar duelo durante espacios de tiempo muy prolongados. Los hombres, sin embargo, portaban un brazalete o un botón negro en la solapa y dejaban de ir al café, evitando así su única distracción tras durísimas jornadas de trabajo en el campo.
Eran tiempos en que prevalecía el poder omnímodo de la iglesia, tiempos de férreas creencias, tradiciones incuestionables y seguidas a rajatabla por todos; una época de respeto, obediencia e incluso miedo porque educaban en el temor a Dios, el pecado y el castigo. La instrucción nacía en las escuelas y continuaba en los confesionarios, donde el cura de turno inquiría a niños sobre pecados que desconocían, ya que eran almas vírgenes aún no contaminadas, y les castigaban con arduas penitencias y sacrificios impropios de cumplir por aquellos infantes inocentes que corrían cuando veían una sotana para besar la mano de un cura, a veces displicente, que se la alargaba para la reverencia sin mirarles siquiera.
Nos pintaron un cuadro en el que se priorizaba a un dios omnipotente, de luengas barbas blancas, sentado en un trono central, castigador impenitente de aquellos que incumplían las normas sagradas y divinas; un infierno donde entraban las almas impías que se retorcían de dolor abrasados por las llamas, un purgatorio o espacio intermedio pendiente de la purificación absoluta y un limbo –que clausuró el papa Juan Pablo II- lugar donde irían las almas de quienes mueren sin el bautismo antes de tener uso de razón.
La iglesia dominaba muchos de los actos cotidianos, cuyas normas eran indiscutibles: cuando nacía una niña, era obligado anteponer el María al nombre que se hubiera elegido, so pena de no bautizarla; este es un hecho constatable en muchos pueblos zamoranos. Las bulas, nulidades matrimoniales e indulgencias eran diferentes privilegios que la iglesia concedía a la carta y dependiendo de las necesidades, ya que tales favores eran correspondidos con generosidad por quienes recibían dichas ayudas.
Las prerrogativas que ha ostentado ancestralmente la iglesia, apoyados por reyes y gobernantes que asumieron el catolicismo como religión oficial, se han mantenido hasta la actualidad, pese a los esfuerzos de la opinión pública y algunos órganos institucionales que pretenden derogar algunas, como por ejemplo: la exención de pagar impuestos, el disponer de una casilla en la declaración de la renta para el sostenimiento de la iglesia, y la no inmatriculación de los bienes eclesiásticos; aunque este hecho ha empezado a realizarse, se hace con su sola certificación y sin aportar títulos escritos de propiedad; un listado que, como en todas las actuaciones relacionadas con la iglesia, es totalmente falto de transparencia.
En estos momentos que anteceden a la fiesta del Día de los Santos y los Difuntos, mi mente se acerca a ese pueblo pequeño que en estos días volverá a crecer debido a los hijos del pueblo que regresan para embellecer las sepulturas de los familiares que reposan en el camposanto a la salida del pueblo. Allí, limpian, adecentan y pulen las sepulturas, adornándolas después con flores, compitiendo por quien llena de ramos y coronas las tumbas; se musitará alguna oración al finalizar los trabajos, quizá una fugaz lágrima resbale por el rostro y luego, cada cual regresará a su vida dejando que el viento disperse flores y lazos por todo el cementerio en la adecuada soledad de quienes allí moran. Ya se lamentó Bécquer en su rima LXXIII expresando una triste realidad en ocho palabras: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!
Me sorprendía la fidelidad de personas mayores, en época de nuestras abuelas, apenas un par de generaciones atrás, como muchas mujeres vestían el luto de una manera drástica llevando prendas de manga larga, velos y tupidas gasas para ocultar cabeza y parte del rostro, así como densas medias negras aún en los más tórridos veranos; enlazando en ocasiones la muerte de varios familiares, lo que las obligaba a llevar duelo durante espacios de tiempo muy prolongados. Los hombres, sin embargo, portaban un brazalete o un botón negro en la solapa y dejaban de ir al café, evitando así su única distracción tras durísimas jornadas de trabajo en el campo.
Eran tiempos en que prevalecía el poder omnímodo de la iglesia, tiempos de férreas creencias, tradiciones incuestionables y seguidas a rajatabla por todos; una época de respeto, obediencia e incluso miedo porque educaban en el temor a Dios, el pecado y el castigo. La instrucción nacía en las escuelas y continuaba en los confesionarios, donde el cura de turno inquiría a niños sobre pecados que desconocían, ya que eran almas vírgenes aún no contaminadas, y les castigaban con arduas penitencias y sacrificios impropios de cumplir por aquellos infantes inocentes que corrían cuando veían una sotana para besar la mano de un cura, a veces displicente, que se la alargaba para la reverencia sin mirarles siquiera.
Nos pintaron un cuadro en el que se priorizaba a un dios omnipotente, de luengas barbas blancas, sentado en un trono central, castigador impenitente de aquellos que incumplían las normas sagradas y divinas; un infierno donde entraban las almas impías que se retorcían de dolor abrasados por las llamas, un purgatorio o espacio intermedio pendiente de la purificación absoluta y un limbo –que clausuró el papa Juan Pablo II- lugar donde irían las almas de quienes mueren sin el bautismo antes de tener uso de razón.
La iglesia dominaba muchos de los actos cotidianos, cuyas normas eran indiscutibles: cuando nacía una niña, era obligado anteponer el María al nombre que se hubiera elegido, so pena de no bautizarla; este es un hecho constatable en muchos pueblos zamoranos. Las bulas, nulidades matrimoniales e indulgencias eran diferentes privilegios que la iglesia concedía a la carta y dependiendo de las necesidades, ya que tales favores eran correspondidos con generosidad por quienes recibían dichas ayudas.
Las prerrogativas que ha ostentado ancestralmente la iglesia, apoyados por reyes y gobernantes que asumieron el catolicismo como religión oficial, se han mantenido hasta la actualidad, pese a los esfuerzos de la opinión pública y algunos órganos institucionales que pretenden derogar algunas, como por ejemplo: la exención de pagar impuestos, el disponer de una casilla en la declaración de la renta para el sostenimiento de la iglesia, y la no inmatriculación de los bienes eclesiásticos; aunque este hecho ha empezado a realizarse, se hace con su sola certificación y sin aportar títulos escritos de propiedad; un listado que, como en todas las actuaciones relacionadas con la iglesia, es totalmente falto de transparencia.
En estos momentos que anteceden a la fiesta del Día de los Santos y los Difuntos, mi mente se acerca a ese pueblo pequeño que en estos días volverá a crecer debido a los hijos del pueblo que regresan para embellecer las sepulturas de los familiares que reposan en el camposanto a la salida del pueblo. Allí, limpian, adecentan y pulen las sepulturas, adornándolas después con flores, compitiendo por quien llena de ramos y coronas las tumbas; se musitará alguna oración al finalizar los trabajos, quizá una fugaz lágrima resbale por el rostro y luego, cada cual regresará a su vida dejando que el viento disperse flores y lazos por todo el cementerio en la adecuada soledad de quienes allí moran. Ya se lamentó Bécquer en su rima LXXIII expresando una triste realidad en ocho palabras: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!
Mª Soledad Martín Turiño