LA EDAD DE LA INOCENCIA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Cuando se ha alcanzado la edad adulta y uno se pregunta si ha sido feliz, casi siempre contamos desde la infancia; en mi caso puedo decir que fue la época más dichosa y colmada que recuerdo; tal vez por la ausencia de obligaciones, por ser la edad de la inocencia, gozar del cobijo de una familia feliz o, simplemente, porque era una etapa en la que uno no se cuestionaba las cosas, solo las disfrutaba.

Aprendí sin que nadie me enseñara, a contemplar la luz del día, el azul intenso del firmamento, o el cielo estrellado por la noche; nadie guió mis pasos en una dirección concreta, pero gustaba perderme por los caminos, inhalar el perfume de la tierra, contemplar el verdor de los campos de cereal o el sonido del silencio interrumpido por el silbido del viento, por la estela de un tractor que pasaba o el chiflo del pastor que conducía las ovejas.

Fui dueña absoluta del rio que discurría lento y orgulloso, y a veces bajaba por la ladera solitaria a acompañarle, observando su agua “a la vez quieta y en marcha” como decía el gran Gerardo Diego; gocé de los álamos de su orilla, de la carretera abierta a los pueblos cercanos; disfruté del sol aunque me quemara la cara, del canto de las chicharras que custodiaban mis atardeceres, del bisbiseo de las mujeres rezando el rosario, de observar los crepúsculos sentada en lo alto de la villa mientras el sol se ponía para recibir el manto de la noche…

Las normas eran sencillas y no las cuestionaba porque las comprendía perfectamente: era preciso estudiar en la escuela, ayudar en las tareas de casa, respetar a los mayores y obedecer a los padres. También había lugar para el juego con las amigas: el castro o rayuela, la cinta, el escondite, la comba, el pilla-pilla, las muñecas recortables…

Sin embargo, por encima de todo eso, existía una obligación sagrada relacionada con la iglesia; dos actos centraron la vida de mi infancia: uno era el mes de mayo, que llamaban “mes de María”. Después de la escuela, había que hacer ramos de flores silvestres y llevarlos al templo para decorar el altar. Era un acto que el cura dotaba de gran solemnidad, en el que destacaba la presencia de las mujeres, ya fuera en la bancada destinada a las féminas, justo detrás de las niñas, o bien en los numerosos reclinatorios que bordeaban los altares laterales. En ese acto se cantaba la salve, en la que sobresalían las voces femeninas más notables del pueblo; y todas las mujeres iban veladas: unas llevaban mantillas o velos finos, las ancianas y viudas gasas tupidas, y las niñas que ya habían recibido la Primera Comunión, un velo pequeño.

La segunda obligación ligada a la iglesia y a mi infancia, era recitar un verso el día de la Primera Comunión; y se alababa el que fuera más largo y la niña o niño que lo recitara mejor. Fueron innumerables las pruebas ensayando aquellas estrofas que, desgraciadamente, hoy ya no recuerdo. Me encaramaba en lo alto de la mesa camilla, y ante la escrutadora mirada de mis padres, que me instruían en el arte de la declamación, me exhortaban a que acentuara la palabra con unos movimientos que, con el envaramiento propio de una niña vergonzosa de ser el centro de atención, no era capaz de hacer.

Y así, con el poema en mi cabeza noche y día, llegó el momento de la Comunión, deseado y temido al mismo tiempo y, cuando me tocó subir al púlpito, desgrané los versos aferrada a aquella baranda que era mi salvavidas y de la que solo me apartaba cuando me lo indicaba la severa mirada de mi madre observando desde su banco. No veía a los feligreses, no veía a los otros niños, ni tenía nada en la mente, pero los versos surgían de mis labios sin un solo error, como si fuera otra persona quien los recitaba. Cuando terminé, se produjo un instante de silencio que me pareció eterno y luego todo el mundo rompió en un aplauso sacándome de mi ensoñación.

Una vez terminó la ceremonia, todas las familias salimos a la explanada del templo y ya, por fin, respiré aliviada y pude hablar animadamente con mis quintos –niños y niñas- que, engalanados para la ocasión, nos sentíamos un tanto incómodos con aquellas ropas que no podíamos manchar ni tampoco jugar so pena de una buena reprimenda.

Después, cada familia fue a celebrarlo a sus respectivas casas, ya que esa era la forma de hacerlo; porque entonces nadie disponía de recursos para ir a un restaurante de la ciudad. Recuerdo que mi madre había estado haciendo desde días antes de mi comunión: bizcochos, pastas, brazos de gitano, bollos… y un surtido de pastelería que toda la familia consumió sentados en una mesa larga que mis padres dispusieron en la habitación principal para que cupieran todos los invitados, con un enorme tablero cubierto con el mejor mantel, y sillas que incluso tuvieron que prestarnos los abuelos, que vivían en la misma calle que nosotros.

Tuve la suerte de tener un aya que me acompañaba a casa de las tías mayores que no podían acudir a casa, a casa de la maestra y del cura. A todos les había preparado mi madre unos dulces y yo les daba un recordatorio recibiendo, a cambio, algunas monedas como regalo. También conservo como recuerdo unas instantáneas de algún fotógrafo que inmortalizó el momento y, de paso, consiguió un buen negocio ya que todos los padres se veían en la obligación de comprar aquellas fotos. Hoy son para mí un pequeño tesoro, aunque carezcan de nitidez, estén ya ajadas por el tiempo y muestren un pueblo pobre, sin asfaltar, con las caras de mis abuelos surcadas de profundas arrugas, pero todos esbozando una tímida sonrisa, sin pestañear “mirando al pajarito”. Hermosos recuerdos de una infancia plácida y tranquila.
Mª Soledad Martín Turiño