Peculiaridades de Castronuevo
Cada vez que regreso a este pedazo de tierra que fue el hogar de mis primeros años, vuelvo a percibir el olor del pueblo que se hace patente desde el momento en que bajo del coche, cierro los ojos y ensancho mis pulmones para llenarme de este aroma incomparable. Siempre es el mismo rito, y lo hago de manera pausada, sintiéndome en comunión con mis ancestros, con los antepasados que vivieron aquí y pisaron este mismo suelo. De este modo regreso con los míos, vuelvo a ser parte de su historia que no termina en mí, porque sé que la perpetuaré en mis hijos.
Hoy quisiera detenerme en describir algo más sobre las tradiciones y sus gentes. ¿Cómo son las personas con las que me criado? ¿Cuáles son sus costumbres?
- El carácter: Mi pueblo es pequeño, de casas humildes, un pueblo más construido a la manera tradicional, que parece surgir de entre los surcos y camuflarse en la llanura. El carácter de sus gentes es parco en gestos y maneras que no comulgan con la grandilocuencia o la verborrea. Es, también, una vana estela de lo que fuera un día, orgullo de la comarca y dotado de todos los servicios que un pueblo castellano entonces pudiera necesitar; sin embargo, sus gentes son contradictorias: por un lado, son personas nobles, su palabra vale más que un papel escrito, se ayudan entre ellos de tal manera que en el pueblo nadie pasa necesidad por muy pobre que sea porque siempre recibe un poco de leche del ganadero, verduras de una huerta y no les falta un trozo de pan. Sin embargo, poseen una vena contraria y no pocas veces son cicateros, de sentimientos ruines, guardan en la manga con cierta apostura la carta que justifica el rencor a ultranza. Si fallas a estas gentes estás perdido porque no olvidarán el agravio por mísero que fuera, evitarán el saludo, eludirán la palabra, y te castigarán ante los demás, condenándote al ostracismo y a la soledad.
Son personas que cargan un pesado fardo producto de años –quien sabe si incluso de siglos- de soportar orgullos ajenos, de domeñar su razón sin contemplaciones, de bajar la cabeza… y ese sentimiento de rabia lo llevan en la sangre. Les han marcado a fuego los caciques de antaño, y luego los señoritos imprimiendo distancia con sus aparceros, los estudiantes de la ciudad con los labradores del campo, los que ejercían de ricos y los pobres; siempre ha habido clases muy marcadas y esa inferioridad notoria del hombre de campo que retrató magistralmente Delibes aún hoy sigue vigente.
Pero son, también, hombres recios, criados en la cultura del trabajo con esfuerzo, sin más motivación porque de nadie aprendieron otra cosa; son recelosos, conformistas, renuentes a los cambios y miran con desconfianza todo lo que suponga una novedad hasta que se habitúan a ella. Recuerdo que cuando llegó al pueblo el primer tractor con cabina, fue todo un acontecimiento. El eslogan era: “póngase el traje y antes de ir a misa labre su campo” para publicitar que tenía una cabina aislada del polvo, con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno. Mi abuelo, fiel a sus ideas, cuando vio todos estos progresos juntos en un tractor que solo utilizó de pasajero cuando iba con su hijo, ya que en sus tiempos se valían tan solo del arado y la yunta de bueyes primero y de mulas después, al verlo dijo con un tono sombrío y algo cínico:
• "Ahora ya nadie trabaja. Usar estas máquinas es como no hacer nada”.
Una particularidad muy propia de estas nobles gentes es su manera de entender la enfermedad. Para el castellano estar enfermo se contempla como una debilidad que no va con ellos; se consideran recios, fuertes, vigorosos, y el hecho de que les mengüe la salud solo se justifica si ya son viejos; por lo que no resulta infrecuente que eludan el tema hasta convertirlo en tabú, escondan sus males y únicamente se lamenten de puertas para adentro de casa con sus familiares cercanos.
Hay otra singularidad relativa a la forma de ser castellana, que se evidencia más en los hombres; me refiero a las manifestaciones externas de afecto. Resulta curioso comprobar que las mujeres lo expresan abiertamente mediante abrazos, besos sonoros y acercamiento físico, mientras los hombres mantienen un sentimiento de pudor que les impide pronunciarse con ese aperturismo; todo lo expresan con los ojos o con un fuerte y sentido apretón si dan la mano. A propósito de esto, recuerdo que mi padre solía criticar por sistema casi todo. Cuando le pregunté por qué no sacaba alguna vez el aspecto positivo de las cosas, siendo ya muy mayor me dijo que él no había recibido por parte de su padre ninguna muestra de afecto ante un trabajo bien hecho, que había que revalorizarlo una y otra vez y aun así era normal no recoger un signo de aprobación, y noté con tristeza que aquella actitud había marcado sus pasos hasta el punto de reproducir el comportamiento con sus hijas.
- Las gentes: La singularidad de las gentes del agro se manifiesta muy a primera vista. Todos, en alguna ocasión, hemos hecho el típico comentario: "ese es de pueblo" refiriéndonos tanto al aspecto externo de alguien, como a su comportamiento pacato y un tanto ingenuo.
El atuendo diferente, menos moderno, pero mucho más práctico para combatir los rigores de un invierno justiciero, apuesta por pellizas, trajes de pana, gruesas camisas de algodón, botas altas o zapatos de goma para los hombres, y toquillas, mantos, abrigos, tupidas medias negras, manguitos o guantes y pañuelos en la cabeza para las mujeres.
El verano feroz de Castilla, seco y duro, se combate en los pueblos haciendo vida en las casas que, a menudo, están construidas con gruesos muros que sirven para aislar y proteger. Sin embargo, en los hombres, que suelen ser menos caseros a causa de su trabajo en los campos, es fácil ver una indumentaria muy parecida todo el año. Me llamaba la atención este detalle y, siendo niña, solía preguntarle a mi abuelo como era posible que no se remangara la camisa o vistiera un pantalón menos grueso con el calor que hacía. Su respuesta no era menos curiosa, pues decía que "la ropa tanto aislaba del frío como del calor".
El pañuelo negro en la cabeza de las mujeres era otro tipismo muy acendrado sobre todo en las señoras mayores. Esta costumbre tenía sus variantes según la estación: en verano era una gasa fina y en invierno una más tupida. El tocado femenino era utilizado en señal de respeto, como una forma de distinguir a quien había perdido a un ser querido y, por tanto, una muestra más de luto o, simplemente por cuestión de edad: las mujeres mayores iban, muy frecuentemente, veladas.
Me viene a la mente, a tenor de lo que estoy recordando, el aspecto de estas mujeres. En Castronuevo, sobre todo en épocas pasadas, las mujeres apenas se cuidaban. Los rudos trabajos, ya fueran en el campo, o en la casa: atendiendo el ganado, la familia y los quehaceres domésticos en su totalidad, dejaban poco tiempo y menos ganas de ocuparse del aspecto físico. Los sabañones de las manos y las famosas "cabritillas" de las piernas eran recuerdos que dejaban los crudos inviernos, y las arrugas en el rostro, junto con la perpetua morenez que quemaba la piel constituían los recuerdos del verano y así, los rigores climatológicos de una tierra extrema, además del duro trabajo exponían a la mujer a una vejez prematura.
Por otro lado, el lenguaje, los gestos y las formas de expresión castellanas, concretamente entre las mujeres mayores, dan ejemplo de una vida resignada y muy alejada de afeites y modernismos. Por fortuna, el paso del tiempo, las nuevas tecnologías y un mayor conocimiento han modificado ligeramente este aspecto. Las jóvenes de ahora intentan integrarse en los avances que la sociedad impone: conducen automóviles, van con frecuencia a la ciudad, se visten de manera más moderna... y poco a poco van cambiando los hábitos de sus madres.
- El luto: Castronuevo, como cualquier pueblo de Zamora, ha estado muy apegado a las tradiciones, y el luto ha sido una de las más arraigadas. Cuando una casa había perdido un ser querido, la vida se formulaba hacia el interior. Los hombres dejaban de ir al bar, se acababan los paseos o salidas y la única excepción era ir a misa, que solía ser la primera, la de hora más temprana por ser la menos frecuentada.
En las mujeres el luto se exteriorizaba de una forma mucho más severa que en los hombres. Estos solo llevaban una reseña identificativa en la ropa: un botón negro en la solapa de la chaqueta o un brazalete de tela negra en una manga durante un tiempo. Obviamente estos símbolos no constituían gran sacrificio, ya que eran ligeros y poco reseñables. Sin embargo, las mujeres tanto en verano como en invierno llevaban manga larga, medias negras y la cabeza cubierta, ya fuera con un liviano velo, con una tupida gasa o con un pañuelo. No dejaré de recalcar la crudeza de los veranos castellanos, donde el termómetro alcanza unas temperaturas muy altas, y la incomodidad de estas mujeres inexorablemente así ataviadas.
En ocasiones y dependiendo del grado de parentesco del finado, los duelos duraban uno o dos años, y no era excepcional quien enlazaba un luto con otro, ni tampoco ver a mujeres que ya se resignaban a vestir de negro de por vida por haber perdido a un hijo, sacrificando su atuendo para siempre.
Pero el luto, además de la manifestación externa descrita, tenía también otras connotaciones que incidían en la vida de las mujeres de manera particular. Si una mujer tenía novio, reducía sus paseos o salidas a pequeños tramos por los alrededores de su casa, procuraba no ser vista, caminaba por calles poco transitadas, se abstenía de conversar con la gente, cerraba sus ventanas como símbolo de duelo (incluso en tiempos pasados, tengo constancia de que se cubrían los espejos para mostrar aún mayor dolor). Las relaciones sociales disminuían hasta casi desaparecer y únicamente se mantenía el mínimo trato que las circunstancias naturales permitían.
Por supuesto era normal que celebraciones como bodas, bautizos etc. que eran los actos sociales más comunes en un pueblo, no asistiera la persona que estaba de luto. La señal de que el duelo finalizaba se hacía de forma progresiva. La mujer pasaba de vestir de "luto riguroso" a vestir de "alivio", esto es, empezar la utilizar tímidas prendas de color: morados, grises, blancos... que poco a poco iban combinando con otros para dejar atrás definitivamente el color negro en la ropa.
Con la terminación del período de luto se finalizaba también el encierro y se volvía a ver a la mujer por el pueblo como lo había hecho antes. Me acuerdo de más de un caso de jóvenes que frustraron sus matrimonios a causa de lutos casi perpetuos y se condenaron a ser solteras, en muchas ocasiones dedicadas al cuidado de padres o hermanos y encerradas en una resignada soledad. Cuando pienso en esas mujeres que lo dieron todo a cambio de nada, no dejo de experimentar una rabiosa irritación por no haberse rebelado, porque sabían que nadie se acordaría de ellas y porque ese enorme sacrificio las obligaba a una existencia resignada y sin valor.
- La soltería: En los pueblos, quizá debido a la dificultad de entablar relaciones con personas distintas a las conocidas, hay un número singular de solteros. También en este apartado, el género juega un papel importante: mientras los hombres podían ir a la capital los fines de semana a cultivar su tiempo de ocio conociendo a gente nueva, para las mujeres resultaba mucho más difícil, habida cuenta de que en un tiempo no era factible salir solas del recinto del pueblo, la carencia de medios de transporte o el qué dirán eran ejemplos añadidos de dichas dificultades. Por tanto, no resultaba extraño que las mujeres se emparejaran con hombres del lugar, a menudo parientes, o como mucho con conocidos de pueblos aledaños que se acercaban a participar de las fiestas más sonadas: las Águedas o la fiesta del día 15 de agosto.
Sin embargo, había otro motivo que, en tiempos, fue determinante para continuar con la soltería, y que era la responsabilidad de cuidar a los padres ancianos o impedidos que vivían en casa. El concepto de responsabilidad y compromiso excedía, en ocasiones, la propia voluntad de los hijos que se resignaban, así, a una soltería autoimpuesta. Tal es el caso de varios hermanos solteros que continúan residiendo, ahora mayores, en la casa familiar.
- La curiosidad: Una característica intrínseca de los pueblos castellanos es la curiosidad innata de sus habitantes por todo lo que signifique un giro en la rutina diaria. Pese a que conozcan a los vecinos del pueblo, cualquier modificación en la práctica cotidiana por vana que sea les provoca una intensa novedad que solo les dejará satisfechos si descubren el motivo: un vecino que regresa al pueblo, el forastero que llega un día, un coche desconocido que aparca... toda alteración supone una indagación añadida en unas gentes ociosas –muchas de ellas personas mayores- que ven en este cambio motivo de charla durante varias horas.
Recuerdo que me hacía mucha gracia el pequeño interrogatorio al que me sometían los vecinos cuando visitaba el pueblo; preguntas que eran sistemáticamente las mismas en todos ellos y que, por reiteradas y conocidas, me resultaban muy divertidas; observaciones que hacían a la vez que escudriñaban sin ningún pudor: cara, gestos, ropas.... haciendo un repaso ocular sin miramiento alguno. Estos son algunos ejemplos:
• ¿cuándo has venido
• ¿cuándo marchas?,
• ¿te quedarás mucho?,
• ¿Y tú de quién eres?
Los comentarios del tipo:
• ¡Estás más gorda! o
• ¡Estás más delgada!
eran afirmaciones que, indefectiblemente, se hacían sin calibrar las consecuencias que de ello se derivaran, en una época donde la corpulencia y robustez eran sinónimo de salud. En este sentido, me viene a la mente lo mucho que sufrió mi hermana con aquellas observaciones, ya que pasó una época en la que su delgadez, motivada por un proceso patológico, era sistemáticamente motivo de chanzas, lo que hizo que aborreciera ir al pueblo para evitar, de este modo, que la gente se metiera con ella.
- Las apariencias: El concepto del "qué dirán" tan arraigado en la cultura colectiva de los pueblos, es otra característica de las gentes castellanas que ha sido retratado magistralmente por distintos autores a lo largo del tiempo.
A veces, detrás de las apariencias se esconde lo falso, lo erróneo, la trampa. Puede que, tal vez en una época, a los habitantes de los pueblos castellanos se les engañara fácilmente, pero había también muchas personas que no eran tan ingenuas y no se dejaban conquistar por un falso oropel. Me viene a la memoria una situación que, sistemáticamente, se repetía cada verano. Cuando muchas familias regresaban al pueblo para pasar el verano con la familia, siempre había alguien que hacía ostentación de su recién adquirida buena fortuna en la capital, y lo demostraba de diversas formas, aunque solo fuera un estudiado postureo que a algunos producía un cierto pesar de que la gente se olvidara con tanta facilidad de sus orígenes por el mero hecho de haber cambiado de ciudad o, circunstancialmente, de fortuna.
Saber de dónde viene uno y tener presente los orígenes ha sido para mí un lema a no dejar de lado, aunque a veces, en determinados entornos, resultara difícil. Esa fue una promesa que me hice a mí misma un día en que mantuve una sincera charla con un vecino del pueblo que no había tenido la oportunidad de salir fuera a estudiar y, como otros, se había quedado en Castronuevo. Nunca olvidaré su sentimiento de inferioridad comparándose con los demás: "los señoritos" que volvíamos al pueblo con estudios y otro barniz, mientras él seguía siendo el "pueblerino" –decía-.
El concepto del qué dirán, de manifestar determinadas emociones de cara a la galería, de ocultar lo negativo, de negar una enfermedad y de vivir, en definitiva, una vida de envoltura, de cara a lo que esperaban los demás, se convirtió en una seña de identidad de los pueblos castellanos durante mucho tiempo; y ligado a las apariencias, está la curiosidad innata de las tierras castellanos por todo lo que signifique cambio en la rutina diaria: un vecino que regresa al pueblo, el forastero que aparece un día, un coche desconocido que aparca... toda alteración, por pequeña que sea, supone una interferencia añadida en unas gentes ociosas –muchas de ellas personas mayores- que ven en esta variación motivo de charla durante varias horas.
Lo externo, el embalaje con que se presenta una persona o cosa es vital para el concepto que los demás asuman de ella. Durante mucho tiempo en los pueblos era tradición que los hombres vistiesen únicamente traje los domingos para ir a misa; era una forma de distinguir el día festivo y respetar el descanso para acudir a la iglesia, o bien para ir ocasionalmente a la capital. Sin embargo, determinadas personas lo utilizaban a diario para demostrar un estatus elevado y diferenciarse de los demás; así el médico, el alcalde, el practicante o el cacique (amo o señorito de turno) era normal que vistieran con traje y que suscitaran en los demás un sentimiento de respeto. Aparentar, sin embargo, en cualquiera de sus manifestaciones no es un hecho concreto de una zona y de un tiempo; en la actualidad se vive del aspecto, se cuida con esmero el exterior y se engaña con una apariencia que ahora llevamos todos y que no nos distingue de los demás. Los jóvenes visten prácticamente igual, las tendencias de la moda hacen que sigamos unos parámetros que, en cierta forma, nos permiten vivir engañados con unos disfraces que a veces nada tienen que ver con nosotros mismos.
Mª Soledad Martín Turiño
Hoy quisiera detenerme en describir algo más sobre las tradiciones y sus gentes. ¿Cómo son las personas con las que me criado? ¿Cuáles son sus costumbres?
- El carácter: Mi pueblo es pequeño, de casas humildes, un pueblo más construido a la manera tradicional, que parece surgir de entre los surcos y camuflarse en la llanura. El carácter de sus gentes es parco en gestos y maneras que no comulgan con la grandilocuencia o la verborrea. Es, también, una vana estela de lo que fuera un día, orgullo de la comarca y dotado de todos los servicios que un pueblo castellano entonces pudiera necesitar; sin embargo, sus gentes son contradictorias: por un lado, son personas nobles, su palabra vale más que un papel escrito, se ayudan entre ellos de tal manera que en el pueblo nadie pasa necesidad por muy pobre que sea porque siempre recibe un poco de leche del ganadero, verduras de una huerta y no les falta un trozo de pan. Sin embargo, poseen una vena contraria y no pocas veces son cicateros, de sentimientos ruines, guardan en la manga con cierta apostura la carta que justifica el rencor a ultranza. Si fallas a estas gentes estás perdido porque no olvidarán el agravio por mísero que fuera, evitarán el saludo, eludirán la palabra, y te castigarán ante los demás, condenándote al ostracismo y a la soledad.
Son personas que cargan un pesado fardo producto de años –quien sabe si incluso de siglos- de soportar orgullos ajenos, de domeñar su razón sin contemplaciones, de bajar la cabeza… y ese sentimiento de rabia lo llevan en la sangre. Les han marcado a fuego los caciques de antaño, y luego los señoritos imprimiendo distancia con sus aparceros, los estudiantes de la ciudad con los labradores del campo, los que ejercían de ricos y los pobres; siempre ha habido clases muy marcadas y esa inferioridad notoria del hombre de campo que retrató magistralmente Delibes aún hoy sigue vigente.
Pero son, también, hombres recios, criados en la cultura del trabajo con esfuerzo, sin más motivación porque de nadie aprendieron otra cosa; son recelosos, conformistas, renuentes a los cambios y miran con desconfianza todo lo que suponga una novedad hasta que se habitúan a ella. Recuerdo que cuando llegó al pueblo el primer tractor con cabina, fue todo un acontecimiento. El eslogan era: “póngase el traje y antes de ir a misa labre su campo” para publicitar que tenía una cabina aislada del polvo, con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno. Mi abuelo, fiel a sus ideas, cuando vio todos estos progresos juntos en un tractor que solo utilizó de pasajero cuando iba con su hijo, ya que en sus tiempos se valían tan solo del arado y la yunta de bueyes primero y de mulas después, al verlo dijo con un tono sombrío y algo cínico:
• "Ahora ya nadie trabaja. Usar estas máquinas es como no hacer nada”.
Una particularidad muy propia de estas nobles gentes es su manera de entender la enfermedad. Para el castellano estar enfermo se contempla como una debilidad que no va con ellos; se consideran recios, fuertes, vigorosos, y el hecho de que les mengüe la salud solo se justifica si ya son viejos; por lo que no resulta infrecuente que eludan el tema hasta convertirlo en tabú, escondan sus males y únicamente se lamenten de puertas para adentro de casa con sus familiares cercanos.
Hay otra singularidad relativa a la forma de ser castellana, que se evidencia más en los hombres; me refiero a las manifestaciones externas de afecto. Resulta curioso comprobar que las mujeres lo expresan abiertamente mediante abrazos, besos sonoros y acercamiento físico, mientras los hombres mantienen un sentimiento de pudor que les impide pronunciarse con ese aperturismo; todo lo expresan con los ojos o con un fuerte y sentido apretón si dan la mano. A propósito de esto, recuerdo que mi padre solía criticar por sistema casi todo. Cuando le pregunté por qué no sacaba alguna vez el aspecto positivo de las cosas, siendo ya muy mayor me dijo que él no había recibido por parte de su padre ninguna muestra de afecto ante un trabajo bien hecho, que había que revalorizarlo una y otra vez y aun así era normal no recoger un signo de aprobación, y noté con tristeza que aquella actitud había marcado sus pasos hasta el punto de reproducir el comportamiento con sus hijas.
- Las gentes: La singularidad de las gentes del agro se manifiesta muy a primera vista. Todos, en alguna ocasión, hemos hecho el típico comentario: "ese es de pueblo" refiriéndonos tanto al aspecto externo de alguien, como a su comportamiento pacato y un tanto ingenuo.
El atuendo diferente, menos moderno, pero mucho más práctico para combatir los rigores de un invierno justiciero, apuesta por pellizas, trajes de pana, gruesas camisas de algodón, botas altas o zapatos de goma para los hombres, y toquillas, mantos, abrigos, tupidas medias negras, manguitos o guantes y pañuelos en la cabeza para las mujeres.
El verano feroz de Castilla, seco y duro, se combate en los pueblos haciendo vida en las casas que, a menudo, están construidas con gruesos muros que sirven para aislar y proteger. Sin embargo, en los hombres, que suelen ser menos caseros a causa de su trabajo en los campos, es fácil ver una indumentaria muy parecida todo el año. Me llamaba la atención este detalle y, siendo niña, solía preguntarle a mi abuelo como era posible que no se remangara la camisa o vistiera un pantalón menos grueso con el calor que hacía. Su respuesta no era menos curiosa, pues decía que "la ropa tanto aislaba del frío como del calor".
El pañuelo negro en la cabeza de las mujeres era otro tipismo muy acendrado sobre todo en las señoras mayores. Esta costumbre tenía sus variantes según la estación: en verano era una gasa fina y en invierno una más tupida. El tocado femenino era utilizado en señal de respeto, como una forma de distinguir a quien había perdido a un ser querido y, por tanto, una muestra más de luto o, simplemente por cuestión de edad: las mujeres mayores iban, muy frecuentemente, veladas.
Me viene a la mente, a tenor de lo que estoy recordando, el aspecto de estas mujeres. En Castronuevo, sobre todo en épocas pasadas, las mujeres apenas se cuidaban. Los rudos trabajos, ya fueran en el campo, o en la casa: atendiendo el ganado, la familia y los quehaceres domésticos en su totalidad, dejaban poco tiempo y menos ganas de ocuparse del aspecto físico. Los sabañones de las manos y las famosas "cabritillas" de las piernas eran recuerdos que dejaban los crudos inviernos, y las arrugas en el rostro, junto con la perpetua morenez que quemaba la piel constituían los recuerdos del verano y así, los rigores climatológicos de una tierra extrema, además del duro trabajo exponían a la mujer a una vejez prematura.
Por otro lado, el lenguaje, los gestos y las formas de expresión castellanas, concretamente entre las mujeres mayores, dan ejemplo de una vida resignada y muy alejada de afeites y modernismos. Por fortuna, el paso del tiempo, las nuevas tecnologías y un mayor conocimiento han modificado ligeramente este aspecto. Las jóvenes de ahora intentan integrarse en los avances que la sociedad impone: conducen automóviles, van con frecuencia a la ciudad, se visten de manera más moderna... y poco a poco van cambiando los hábitos de sus madres.
- El luto: Castronuevo, como cualquier pueblo de Zamora, ha estado muy apegado a las tradiciones, y el luto ha sido una de las más arraigadas. Cuando una casa había perdido un ser querido, la vida se formulaba hacia el interior. Los hombres dejaban de ir al bar, se acababan los paseos o salidas y la única excepción era ir a misa, que solía ser la primera, la de hora más temprana por ser la menos frecuentada.
En las mujeres el luto se exteriorizaba de una forma mucho más severa que en los hombres. Estos solo llevaban una reseña identificativa en la ropa: un botón negro en la solapa de la chaqueta o un brazalete de tela negra en una manga durante un tiempo. Obviamente estos símbolos no constituían gran sacrificio, ya que eran ligeros y poco reseñables. Sin embargo, las mujeres tanto en verano como en invierno llevaban manga larga, medias negras y la cabeza cubierta, ya fuera con un liviano velo, con una tupida gasa o con un pañuelo. No dejaré de recalcar la crudeza de los veranos castellanos, donde el termómetro alcanza unas temperaturas muy altas, y la incomodidad de estas mujeres inexorablemente así ataviadas.
En ocasiones y dependiendo del grado de parentesco del finado, los duelos duraban uno o dos años, y no era excepcional quien enlazaba un luto con otro, ni tampoco ver a mujeres que ya se resignaban a vestir de negro de por vida por haber perdido a un hijo, sacrificando su atuendo para siempre.
Pero el luto, además de la manifestación externa descrita, tenía también otras connotaciones que incidían en la vida de las mujeres de manera particular. Si una mujer tenía novio, reducía sus paseos o salidas a pequeños tramos por los alrededores de su casa, procuraba no ser vista, caminaba por calles poco transitadas, se abstenía de conversar con la gente, cerraba sus ventanas como símbolo de duelo (incluso en tiempos pasados, tengo constancia de que se cubrían los espejos para mostrar aún mayor dolor). Las relaciones sociales disminuían hasta casi desaparecer y únicamente se mantenía el mínimo trato que las circunstancias naturales permitían.
Por supuesto era normal que celebraciones como bodas, bautizos etc. que eran los actos sociales más comunes en un pueblo, no asistiera la persona que estaba de luto. La señal de que el duelo finalizaba se hacía de forma progresiva. La mujer pasaba de vestir de "luto riguroso" a vestir de "alivio", esto es, empezar la utilizar tímidas prendas de color: morados, grises, blancos... que poco a poco iban combinando con otros para dejar atrás definitivamente el color negro en la ropa.
Con la terminación del período de luto se finalizaba también el encierro y se volvía a ver a la mujer por el pueblo como lo había hecho antes. Me acuerdo de más de un caso de jóvenes que frustraron sus matrimonios a causa de lutos casi perpetuos y se condenaron a ser solteras, en muchas ocasiones dedicadas al cuidado de padres o hermanos y encerradas en una resignada soledad. Cuando pienso en esas mujeres que lo dieron todo a cambio de nada, no dejo de experimentar una rabiosa irritación por no haberse rebelado, porque sabían que nadie se acordaría de ellas y porque ese enorme sacrificio las obligaba a una existencia resignada y sin valor.
- La soltería: En los pueblos, quizá debido a la dificultad de entablar relaciones con personas distintas a las conocidas, hay un número singular de solteros. También en este apartado, el género juega un papel importante: mientras los hombres podían ir a la capital los fines de semana a cultivar su tiempo de ocio conociendo a gente nueva, para las mujeres resultaba mucho más difícil, habida cuenta de que en un tiempo no era factible salir solas del recinto del pueblo, la carencia de medios de transporte o el qué dirán eran ejemplos añadidos de dichas dificultades. Por tanto, no resultaba extraño que las mujeres se emparejaran con hombres del lugar, a menudo parientes, o como mucho con conocidos de pueblos aledaños que se acercaban a participar de las fiestas más sonadas: las Águedas o la fiesta del día 15 de agosto.
Sin embargo, había otro motivo que, en tiempos, fue determinante para continuar con la soltería, y que era la responsabilidad de cuidar a los padres ancianos o impedidos que vivían en casa. El concepto de responsabilidad y compromiso excedía, en ocasiones, la propia voluntad de los hijos que se resignaban, así, a una soltería autoimpuesta. Tal es el caso de varios hermanos solteros que continúan residiendo, ahora mayores, en la casa familiar.
- La curiosidad: Una característica intrínseca de los pueblos castellanos es la curiosidad innata de sus habitantes por todo lo que signifique un giro en la rutina diaria. Pese a que conozcan a los vecinos del pueblo, cualquier modificación en la práctica cotidiana por vana que sea les provoca una intensa novedad que solo les dejará satisfechos si descubren el motivo: un vecino que regresa al pueblo, el forastero que llega un día, un coche desconocido que aparca... toda alteración supone una indagación añadida en unas gentes ociosas –muchas de ellas personas mayores- que ven en este cambio motivo de charla durante varias horas.
Recuerdo que me hacía mucha gracia el pequeño interrogatorio al que me sometían los vecinos cuando visitaba el pueblo; preguntas que eran sistemáticamente las mismas en todos ellos y que, por reiteradas y conocidas, me resultaban muy divertidas; observaciones que hacían a la vez que escudriñaban sin ningún pudor: cara, gestos, ropas.... haciendo un repaso ocular sin miramiento alguno. Estos son algunos ejemplos:
• ¿cuándo has venido
• ¿cuándo marchas?,
• ¿te quedarás mucho?,
• ¿Y tú de quién eres?
Los comentarios del tipo:
• ¡Estás más gorda! o
• ¡Estás más delgada!
eran afirmaciones que, indefectiblemente, se hacían sin calibrar las consecuencias que de ello se derivaran, en una época donde la corpulencia y robustez eran sinónimo de salud. En este sentido, me viene a la mente lo mucho que sufrió mi hermana con aquellas observaciones, ya que pasó una época en la que su delgadez, motivada por un proceso patológico, era sistemáticamente motivo de chanzas, lo que hizo que aborreciera ir al pueblo para evitar, de este modo, que la gente se metiera con ella.
- Las apariencias: El concepto del "qué dirán" tan arraigado en la cultura colectiva de los pueblos, es otra característica de las gentes castellanas que ha sido retratado magistralmente por distintos autores a lo largo del tiempo.
A veces, detrás de las apariencias se esconde lo falso, lo erróneo, la trampa. Puede que, tal vez en una época, a los habitantes de los pueblos castellanos se les engañara fácilmente, pero había también muchas personas que no eran tan ingenuas y no se dejaban conquistar por un falso oropel. Me viene a la memoria una situación que, sistemáticamente, se repetía cada verano. Cuando muchas familias regresaban al pueblo para pasar el verano con la familia, siempre había alguien que hacía ostentación de su recién adquirida buena fortuna en la capital, y lo demostraba de diversas formas, aunque solo fuera un estudiado postureo que a algunos producía un cierto pesar de que la gente se olvidara con tanta facilidad de sus orígenes por el mero hecho de haber cambiado de ciudad o, circunstancialmente, de fortuna.
Saber de dónde viene uno y tener presente los orígenes ha sido para mí un lema a no dejar de lado, aunque a veces, en determinados entornos, resultara difícil. Esa fue una promesa que me hice a mí misma un día en que mantuve una sincera charla con un vecino del pueblo que no había tenido la oportunidad de salir fuera a estudiar y, como otros, se había quedado en Castronuevo. Nunca olvidaré su sentimiento de inferioridad comparándose con los demás: "los señoritos" que volvíamos al pueblo con estudios y otro barniz, mientras él seguía siendo el "pueblerino" –decía-.
El concepto del qué dirán, de manifestar determinadas emociones de cara a la galería, de ocultar lo negativo, de negar una enfermedad y de vivir, en definitiva, una vida de envoltura, de cara a lo que esperaban los demás, se convirtió en una seña de identidad de los pueblos castellanos durante mucho tiempo; y ligado a las apariencias, está la curiosidad innata de las tierras castellanos por todo lo que signifique cambio en la rutina diaria: un vecino que regresa al pueblo, el forastero que aparece un día, un coche desconocido que aparca... toda alteración, por pequeña que sea, supone una interferencia añadida en unas gentes ociosas –muchas de ellas personas mayores- que ven en esta variación motivo de charla durante varias horas.
Lo externo, el embalaje con que se presenta una persona o cosa es vital para el concepto que los demás asuman de ella. Durante mucho tiempo en los pueblos era tradición que los hombres vistiesen únicamente traje los domingos para ir a misa; era una forma de distinguir el día festivo y respetar el descanso para acudir a la iglesia, o bien para ir ocasionalmente a la capital. Sin embargo, determinadas personas lo utilizaban a diario para demostrar un estatus elevado y diferenciarse de los demás; así el médico, el alcalde, el practicante o el cacique (amo o señorito de turno) era normal que vistieran con traje y que suscitaran en los demás un sentimiento de respeto. Aparentar, sin embargo, en cualquiera de sus manifestaciones no es un hecho concreto de una zona y de un tiempo; en la actualidad se vive del aspecto, se cuida con esmero el exterior y se engaña con una apariencia que ahora llevamos todos y que no nos distingue de los demás. Los jóvenes visten prácticamente igual, las tendencias de la moda hacen que sigamos unos parámetros que, en cierta forma, nos permiten vivir engañados con unos disfraces que a veces nada tienen que ver con nosotros mismos.
Mª Soledad Martín Turiño
Refrán:
De tal palo, tal astilla.