UN DÍA DE CAZA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Tiempo de frío, de recuerdos que se hacen patentes en aquellas historias que un día escuchábamos sentados en círculo al anochecer, al amor de la lumbre del brasero o del hogar; niños con mente abierta imaginándose como protagonistas de aquellos relatos sencillos que se agigantaban con el recuerdo: el abuelo solía contar cómo salía de casa de amanecida, con el perro siguiéndole los pasos, escopeta en ristre, pisando la escarcha que hacía crujir sus pasos camino del monte o de una de las tierras, enfundado en la vieja pelliza, el rostro oculto con la gorra bien calada y la bufanda de lana tapando nariz y boca, que no se puede perder el respeto a los inviernos de esta Castilla nuestra.

Cuando ya se ha perdido de vista el pueblo, sigue con el paso firme camino adelante y, de pronto, una liebre sale corriendo de su madriguera; mi abuelo no lo duda y apunta decidido, se oye el trueno del disparo y la pieza cae sin remisión, mientras el perro corre a cogerla entre sus fauces y llevarle el triunfo al cazador que la cuelga de su canana a la vez que esboza una leve sonrisa pensando que cobrar la primera pieza tan pronto siempre es un buen presagio; y, efectivamente, no han transcurrido ni diez minutos cuando un grupo de perdices sale de entre las ramas de un arbolado. Se escucha el eco de varios disparos consecutivos que dejan retumbando en el aire un rumor agudo y el suelo sembrado de fundas de cartucho; de nuevo es el perro el que corre tras la huella de las andanadas y viene con tres hermosas piezas más a colgar de la cintura.

Mi abuelo está satisfecho; es pronto y duda si regresar, aunque la mañana ha resultado más que provechosa, pero el frio es gélido y le vendrá bien un trago de orujo que lleva en su petaca que servirá para calentarle por dentro hasta llegar a casa. De camino al pueblo se encuentra con varios vecinos a los que enseña orgulloso el botín recogiendo los halagos que le prodigan por haber cobrado tantas piezas en tan poco tiempo; mi abuelo, un hombre serio, sonríe para sus adentros como diciendo: “quien vale, vale”.

Llega a casa y enseguida nota el olor a café humeante que reposa en el hogar, espeso y fuerte como le gusta y que mi abuela le ha preparado. Se miran en silencio porque la fuerza de los años les permite comunicarse más con los ojos que con las palabras, y suelta los animales mientras se quita la pelliza empapada por el rocío de la mañana; después se sirve una generosa taza y saborea con placer el líquido que tanto le gusta, mientras se sienta un momento antes de bajar al pajar para desplumar las aves y limpiar la liebre que servirá de almuerzo para el domingo bien aderezada con unas patatas y cebollas de la huerta del señor Ignacio, amigo de casa desde siempre. Mi abuelo, a su vez, le llevará un par de perdices ya limpias porque existe una costumbre no escrita de ser generosos con los demás y compartir lo que se tiene; de este modo se constituye una fuerte red de vecindad y con ella la sensación de no estar solo y disponer del abrigo de los demás.

La caza en el pueblo es la distracción por excelencia de muchos de sus habitantes que gustan de salir muy temprano para poner a punto sus escopetas y, de paso si hay suerte, llevar algo de comida a casa. A la mayoría de ellos les gusta ir solos, sin distracciones, con sus perros como únicos y fieles compañeros, porque defienden la caza como un rito solitario, aunque regresen a casa con el zurrón vacío después de una aciaga jornada de caza. Ya lo decía Delibes: “Lo que un cazador es capaz de hacer por una perdiz no puede imaginarlo más que otro cazador”

Sus viejos perros son el complemento perfecto y su mejor compañía; a ellos silban, ordenan, acarician y premian a lo largo de la cacería; van y regresan juntos a casa y en la soledad del campo el cazador confía al can sus más íntimos pensamientos, esos que no comparte más que consigo mismo y nunca se atrevería a expresar en voz alta. Solo la inmensidad del campo y su fiel amigo son testigos de esa comunión en la que el labriego alguna vez se queja de su mala fortuna, o de la soledad que le acomete cuando llegue a su solitaria casa, pero también algunos refieren sus ilusiones, los sueños que perturban o inquietan su paz, las quimeras que se agolpan en su cabeza y las expresan en voz alta, gritando a los cuatro vientos en la seguridad de que nadie más será testigo de esas expansiones.

Luego, en el café, a la hora de la partida, el grupo de cazadores del pueblo narrarán sus proezas cinegéticas exagerando como manda la tradición, ya sea la dificultad para atinar en el disparo porque la escopeta tiene la dirección algo girada, o culpando al espesor de la niebla que les impidió cobrar más piezas. Al final, todos están felices porque todos participan del juego; mañana, cualquiera de los demás saldrá al campo y le ocurrirá lo mismo repitiendo la historia en este pueblo pequeño de Castilla que, al igual que todos los demás, está acostumbrado a conformarse con muy poco.
Mª Soledad Martín Turiño