ROSAURA, HISTORIA DE UNA MAESTRA DE ESCUELA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Rosaura llegó al pueblo en los años sesenta para hacerse cargo de la escuela. Tenía el título de maestra, pero nunca había ejercido porque en cuanto acabó los estudios se dedicó a colaborar en el negocio familiar: una surtida tienda de ultramarinos regentada por su padre a quien ayudaba en aquella época que tanto había por hacer, y que todavía no se había recuperado de una posguerra dura que dejó a muchas familias sin nada.

El padre de Rosaura era un buen hombre, conocía a todos los vecinos y por todos era querido y respetado, ya que siempre añadía un puñado extra de legumbres, o un par de lonchas de embutido, al tiempo que decía a sus clientas: “para que le hagas una tortilla a los chicos,”. Eso era lo que más le agradecían sus parroquianos; eso, y el hecho de que cuando no podían pagar, anotaba sus cuentas en una libreta para tachar la deuda si soplaban mejores vientos.

Transcurrió el tiempo, poco a poco las cosas se fueron enderezando, los hombres y las viviendas se levantaron de sus cenizas y la vida siguió hacia adelante, dejando atrás una sociedad herida que tardaría mucho tiempo en curar. El padre de Rosaura falleció a consecuencia de una pulmonía una tarde de invierno. Ella era su única familia y se vio sola en aquel lugar que tantos recuerdos le traía. Decidió empezar de nuevo en otro sitio; así que vendió la casa y la tienda y con el dinero que puedo reunir se dirigió a un pueblo cualquiera de la vieja Castilla, un lugar tranquilo donde se asentaría para comenzar una nueva vida.

Compró una pequeña casa, la arregló y aún dispuso de dinero suficiente para seguir viviendo; sin embargo, no podía eludir una imagen que se repetía frente a su casa día tras día: unas muchachas aburridas distraían las horas apedreando gatos o perros, peleándose entre ellas o haciendo trastadas. Un día les preguntó si no iban a la escuela y le dijeron que solo había escuela de niños, pero nadie que enseñara a las niñas. La decisión fue rápida; al día siguiente habló con el alcalde y le informó de que la antigua maestra había fallecido y aún no habían encontrado sustituta. Rosaura le propuso empezar al día siguiente hasta que llegara el correspondiente permiso; lo haría en las instalaciones ya existentes o sino en su propia casa. Ante la inesperada reacción de la maestra, el alcalde la autorizó y la propuso para que fuera la maestra del pueblo.

Al cabo de unas semanas llegó el correspondiente permiso y pudo, por fin, entrar en aquel lugar descuidado, oscuro y sucio que no era sino una panera que el pueblo había cedido como escuela. Consciente de las muchas horas que iba a pasar allí, Rosaura, ayudada por cuatro niñas mayores, se aplicaron a la tarea de pintar las paredes de blanco, poner cortinas en las ventanas, limpiar a conciencia el viejo y mugriento encerado, poner algún cuadro, además del oficial, y dar luz a aquel lugar que hasta entonces no resultaba atractivo visitar.

La ordenación de las niñas era complicada, porque en el grupo de quince las había de todas las edades y adecuar la educación a cada una no resultaba tarea fácil; así que hizo dos grupos: mayores y pequeñas; y destinó tareas lúdicas a las pequeñas para que no molestaran, mientras dedicaba a las mayores un temario más riguroso. En aquella época, era la Enciclopedia el único manual didáctico, un libro único que compendiaba todas las ramas de estudio: Geografía, Lengua, Aritmética, Historia…

Rosaura estableció un turno de clases extra al acabar la jornada para aquellas alumnas que requerían mayor atención; y cuando finalizaba la tarde, mientras se dirigía a casa, una sonrisa de felicidad se dibujaba en su rostro; porque no solo las niñas, sino también sus madres y el pueblo entero había recibido sus enseñanzas y su dedicación con agradecimiento y regocijo.

Una mañana llegó a la escuela cargada con un grueso fardo que había comprado en la capital; ante la sorpresa de todas, lo abrió y metros de tela con listas verdes y blancas se desplegaron por las mesas. Cortó un pedazo para cada una, según su complexión, y pidió que sus madres les hicieran sencillos babis para que todas fueran uniformadas. Las niñas estaban felices de ir todas iguales, ya que algunas debían soportar las burlas al ir a la escuela de los muchachos que se metían con ellas por la ropa que llevaban, raída, sucia y, en muchas ocasiones, heredada.

La maestra empezó a romper moldes y a la gente le gustaba. En otra ocasión, en el mes de mayo, salió con sus alumnas al campo para coger flores y hacer ramos para decorar la iglesia, según la costumbre, al tiempo que las instruía sobre el nombre de cada planta, la forma de crecimiento, y nociones que cuando las estudiaran, les resultara más sencillo comprender.

Era feliz en aquel pueblo que la aceptó desde el principio, con gentes sencillas y agradecidas que le demostraban su reconocimiento agasajándola con un bizcocho, o mantecadas caseras que cualquier madre le daba a su hija para la maestra.

Los años pasaban y algunas niñas fueron incluso a estudiar a la ciudad, gracias a las becas que consiguió Rosaura, cada vez más embebida en la educación femenina, aperturista y disconforme en muchos temas que la época censuraba o reprimía. Asuntos como la higiene femenina, la igualdad, la natalidad o la sexualidad eran temas intocables entonces y ella se los fue inculcando a sus alumnas con una apertura de miras y una naturalidad que contrastaba con la manera de ser de una España que aleccionaba a la mujer para vivir entre las cuatro paredes de su casa, sometida a su marido y a una férrea religión.

Con el tiempo Rosaura pasó a ser doña Rosaura. Se envejecía deprisa en aquel lugar de veranos tórridos y fríos inviernos; sin embargo, nunca se quejó ni tuvo un momento de desfallecimiento porque la enseñanza constituía toda su vida y era consciente de la gran labor que, poco a poco, estaba haciendo en aquel pueblo. Tampoco se casó, pese a tener pretendientes que, tras conocerla un poco, se amilanaban ante una mujer con ideas tan avanzadas.

Un día, cuando le llegó la edad, tuvo que jubilarse y dejar la escuela; entonces pasó unos días de desesperanza, que dieron lugar a otra inquietud que tuvo dormida y ahora era el momento de llevar a cabo. Junto a la casa tenía un pequeño jardín en el que siempre florecían los rosales, con espacio de sobra para hacer un pequeño huerto al que dedicaba muchas de sus horas.

A menudo recibía noticias de las alumnas que estudiaron en la capital y se habían quedado allí a vivir, y en muchas ocasiones madres y antiguas discípulas iban a su casa a acompañar su soledad. Se sentía feliz y agradecida. Un día llegó el cartero con una amplia sonrisa para entregarle en mano un mensaje, cuyo contenido era evidente que conocía. Abrió el sobre y un suspiro de sorpresa le cambió el rostro ante la atenta mirada del cartero que, sin preámbulo alguno, le dijo: ¡Ya era hora de hacer justicia!

Pocos días después llegaron de la capital dos coches oficiales con una delegación del Ministerio de Cultura, que le rindieron el honor más grande a que podía aspirar: nombraba a doña Rosaura maestra ejemplar en una placa que habían colocado en la fachada de la escuela. Allí, tras un discurso y el descubrimiento de la placa, la profesora pudo escuchar los aplausos de todo el pueblo que había acudido a la cita, además de docenas de niñas antiguas alumnas suyas.

Este acto, siendo importante para ella, no fue, sin embargo, decisivo; ya que se consideraba suficientemente agasajada con el respeto que toda la gente del pueblo le demostraba a cada momento: no esperaba la cola de la tienda, tenía su sitial en la iglesia, y los hombres le cedían el paso al tiempo que se quitaban la boina cuando pasaba. Eso era lo que más la complacía. Se había ganado el respeto y el cariño de todos.

La nueva maestra, consciente de que la anterior había dejado el listón muy alto, se presentó un día en su casa y le pidió consejo ya que, debido a su juventud e inexperiencia, no sabía cómo iba a encajar en aquel lugar. Doña Rosaura la acogió con ternura y le regaló el tesoro más preciado: su experiencia y su ayuda incondicional.
Mª Soledad Martín Turiño