RECORDANDO CASTRONUEVO: MI PUEBLO, MI ESENCIA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Me gusta avanzar a velocidad por esos campos que, aún siendo los mismos, no obstante cambian siempre. Los veo, según la estación: en barbecho, a punto para la siega, creciendo, como un tapiz, bien delimitadas sus fronteras con el campo vecino, y me gusta pasar por sus pueblos, esos pueblos de adobe y ocre, silenciosos, solitarios, de nombres sonoros: Peñaranda de Bracamonte, Cerecinos del Campo, Mota del Marqués, Castronuevo de los Arcos, que parecen descubrir en cada esquina el orgullo de tiempos pasados en el reverdecer del eco sonoro de sus nombres.
Este paisaje me pone en paz conmigo misma; es como una lluvia fina que barre de pronto todo el desasosiego acumulado y me transporta a una paz serena, solitaria siempre.

En esta época irreal, donde lo hermoso parece extinguido, donde las gentes se esconden del visitante, donde estamos tan deshumanizados, tan faltos de afectos, solo el paisaje permanece igual y nos recuerda otros tiempos, otras gentes con las que compartimos pan y alegrías, recuerdos asociados a canciones de romería en los pueblos, a atardeceres de chicharras y aires cálidos, a un río Valderaduey que nos parecía enorme y tenía entre sus juncos palpitando toda una vida de cangrejos y baños al sol, a tímidos escarceos y a ilusiones solo rotas por el transcurrir del tiempo.

¡Si pudiera rescatar de entre las ruinas tantos recuerdos que han configurado una vida entera..!. Si pudiera dar vida a ese puñado de escombros que esconden la casa de mis abuelos y, a la vez, la más feliz de las infancias, iría elevando como un castillo de naipes la vieja casa, las queridas puertas, enormes y vetustas, pero sólidas e interminables, el gran portalón de entrada, a cuyo peldaño me subía en las tardes lluviosas para ver cómo iba cayendo el agua desde la villa, formando regatos en los que las gotas chapoteaban a sus anchas, percibiría el olor a tierra mojada ¡ah, aquel olor inigualable!, notaría el frescor en mis brazos, que se purificaban mágicamente al contacto con la bruma, y no dejaría de buscar en el horizonte el arco iris que indefectiblemente aparecía para regocijo de chicos y grandes.

Después, entrando en la casa de mi infancia, iba a disfrutar de cada estancia, despacio, empezando por la alcoba de mis abuelos, siempre en oscuridad, con sendas camas de hierro y latón, las colchas de ganchillo iguales, una mesilla de noche y la imagen del Cristo crucificado en el centro que configuraban la sobriedad de un mobiliario diseñado únicamente para cumplir su función, sin ostentación alguna.

Me gustaba entrar a hurtadillas en la penumbra del cuarto y mirar desde la puerta apenas entornada cada uno de estos objetos que conocía de memoria. Como me gustaba también visitar las habitaciones contiguas que formaban parte de una misma zona de la casa: la alcoba de mi tío soltero (vacía desde hacía años), con dos baúles enormes, cuyo contenido constituía un misterio para mí, o la repisa de madera junto al cabecero de la cama, repleta de medicinas y viejos libros que devoraba en mis ratos apacibles, mientras los demás sesteaban; o la “salica” como la llamaban mis abuelos, que cobijaba un palanganero de porcelana blanca y un cuadro enorme que había bordado mi bisabuela en su juventud; estancias ambas repletas para mí más de imaginación que de realidad, e iguales en su austeridad como correspondía a los dueños que la habitaban.

Recuerdo la enorme cómoda de tres cajones que guardaba en la parte superior una “bachilla” o cesta de costura de mimbre, retazos de telas de diferentes colores, alguna bombilla de repuesto y, semiescondido debajo de unos papeles, el viejo monedero negro de plástico de mi abuela, con aquel sonido característico “clic-clac” al abrirlo o cerrarlo, y al que acudía corriendo cuando llegaban los vendedores ambulantes para pagar las provisiones que había comprado.

Me gustaba cuando llegábamos de vacaciones, e inesperadamente abría el monedero y nos daba la propina, que no era muy sustanciosa, pero yo sabía del esfuerzo que suponía para la abuela prescindir de aquellas monedas o billetes, y por eso valoraba tanto aquel regalo.

Y si tengo que recordar olores, ¿cómo podría olvidar el olor del cajón donde se guardaba el chocolate de las meriendas, aquellas onzas enormes cubiertas con grabados antiguos y el nombre del fabricante, a quien conocíamos, coronando el frontal de la tableta?. Me encantaba el sabor un poco terroso de aquella golosina que dejaba un sabor áspero y puro en la boca, y que solo nos dejaban tomar como postre tras la auténtica merienda compuesta de torreznos, chorizo y tocino de matanza. ¡Qué delicia aspirar el aroma de esas viandas que mi abuela colocaba encima de un plato blanco con el borde azul!. Aquellas meriendas constituían una forma de reunión pausada, en las que se hablaba de todo y a las que, por lo general, solía acudir algún vecino o familiar de visita en la casa.

También recuerdo el sabor de los platos sencillos que cocinaba mi abuela, sobre todo los domingos, caracterizados por matar algún animal del corral para festejar el día: gallinas, conejos o pollos se sacrificaban para nosotros de manera casi misteriosa. Solo cuando nos levantábamos por la mañana, antes de ir a misa, podíamos ver al bicho colgado del clavo sobre el enorme fregadero, ya desplumado y esperando su lugar en la cazuela.

A nuestro regreso, la casa se inundaba de un aroma delicioso y a la hora de la comida, mientras dábamos cuenta del festín, se comentaba como había sido el sermón, si había forasteros en la iglesia y todas esas pequeñas curiosidades tan típicas de un Castronuevo acostumbrado a su soledad, que únicamente se llenaba de gente en la fiesta del mes de Agosto.

¡Ah, la fiesta!.¡Cuantos recuerdos me traen aquellos días agosteños, en que mi pueblo servía de reunión para todos aquellos hijos que se habían ido de él para labrarse un futuro mejor!.

Reencontrarse con las amigas de la escuela, recuperar las amistades de la infancia, dispersas casi todas por el destino que nos había empujado hacia cualquier esquina del mapa, y volver a vernos era lo que hacía las misas tan especiales; ya que era la iglesia el punto de confluencia para todos, y allí acudíamos, ataviados con las mejores galas para ver y ser vistas. Cuando acababa la ceremonia, todo el mundo bajaba dando un lento paseo por la carretera hasta el café del pueblo, donde se tomaba el aperitivo antes de comer, y nos citábamos para las actividades de la tarde, en las que no faltaba la vaquilla que corrían los mozos para acabar con el baile a ultima hora de la tarde, que se prolongaba hasta muy tarde, ya de madrugada.

Aquellas verbenas constituían la mejor oportunidad para relacionarse, y no fueron pocas las parejas que nacieron entre baile y baile.

Y luego la música de tantas tardes al sol de la siesta cuando, sentada en la portalada, escuchaba en un transistor cercano las melodías que alguien cantaba, mientras yo iba imaginando, en una mezcla de realidad y ensueño, que la gitana de la canción era yo misma, ebria de amor y celos; y, sin quererlo, mis pies seguían los compases mientras permanecían en mi mente los estribillos de historias sencillas, que me hicieron tan feliz.

La felicidad de mis trece a veinte años ¿cómo describirla?. Solo sé que necesitaba manifestarla porque no podía cobijar tanto placer para mí sola. Sentía una necesidad de gritar a todos que merecía la pena vivir así, con una plenitud tan grande. Recuerdo que bajaba al corral, y no podía menos de gritar: “Estúpidas gallináceas”, a los animales que me miraban curiosos y asustados: gallinas, patos y pollos corrían por todas partes mientras yo, abriendo los brazos y con toda la fuerza de mis pulmones gritaba tras ellos. Me reía de su simpleza y de la simpleza de mi propia felicidad, precisamente por ello más auténtica.

Cuando visito ahora el hogar de mi infancia y solo consigo ver un amasijo de ruinas donde hubo tanta alegría, no puedo menos que pensar que, tal vez, debió arruinarse la casa con sus escasos enseres para que nadie pudiera enturbiar la paz y quietud que hubo dentro de aquellos muros, puede que la propia casa se viniera abajo en un ultimo esfuerzo por abrazar su contenido cubriéndolo después con una gruesa capa de tierra como el funeral apropiado de un tiempo que pasó y cuya huella solo perdurará en la mente de quienes lo vivieron y lo amaron.

Sin embargo sé que no todo está perdido, porque cuando vuelvo a pisar el suelo de Castronuevo y percibo ese olor a pueblo manifiesto nada más llegar, un olor mezcla de leña quemada, establo y heno, mi mente vuelve sin querer a aquellos felices días presididos por la despreocupación, días en los que reinaba la felicidad en toda la extensión de la palabra, y vuelvo a percibir a través de los olores un contacto mágico que me transporta al pasado, en ese momento, me siento afortunada porque tengo algo que perdurará en mí mientras yo viva; así sé que nada se ha perdido porque, como alguien escribió una vez: “Nada es sagrado, excepto la integridad de nuestra alma”.

Mª Soledad Martín Turiño