LA ABUELA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Cada tarde se sienta en el sillón de paja con un mullido asiento que proviene de dos cojines bien ahuecados y se pone a tejer con lanas viejas, algo desteñidas, pero que van tomando forma en cuadrados de distintos colores que posteriormente unirá para elaborar una toquilla que echarse por los hombros en los fríos crepúsculos de otoño e invierno.

Apenas se levanta en toda la tarde y es tal la habilidad de sus dedos que no precisa mirar la labor porque suma los puntos de forma automática. No suele recibir visitas y para que las horas no se hagan demasiado largas, suele escuchar la radio, aunque a veces está funcionando solo por tener una sensación de compañía, más que por el interés de atender lo que emiten. De vez en cuando mira a través de la ventana y deja la labor durante un rato. Abajo, en el corral, dentro de unas enormes ruedas de tractor que le colocó su hijo a modo de cerca, ha sembrado unos gladiolos y crisantemos que florecerán para estar listos y llevarlos al cementerio por el Día de Todos los Santos; allí cumplirá con la costumbre general de limpiar y ornar las sepulturas de los seres queridos que ya no están.

En ocasiones, mirando como crecen las matas que se convertirán en flores, una lágrima le resbala por la mejilla y no resulta difícil de imaginar que estará pensando en aquel hijo que se le murió tan tempranamente, o en el marido, un buen hombre, poco hablador pero muy hacendoso, que un mal día también se fue. Suspira ruidosamente y el lamento retumba en la casa vacía, pero da igual porque nadie lo escuchará, y nadie tampoco intuirá su pesadumbre, lo que le cuesta afrontar cada jornada, el desinterés de transitar por este mundo día tras día con la esperanza de que todo se acabe y pueda reunirse ¡al fin! con sus seres queridos, pero esos son pensamientos secretos que, además, debe descartar para no sucumbir a la tristeza.

Si el tiempo lo permite, sale a la puerta de la calle y se sienta en una piedra que sirve de poyete al lado de la ventana que antaño estaba poblada de geranios tras las rejas, pero ahora permanece vacía porque ella ya no tiene interés ni ganas de trabajar más que lo estrictamente necesario y aquello que antes le suponía un placentero entretenimiento: regar, podar, sembrar y ver como crecían sus plantas, ahora solo supone otro quehacer que no está dispuesta a llevar a cabo. A veces pasa alguna vecina y se para un momento para hablar un rato; es el pequeño desahogo que tiene y al que se aferra dilatando la presencia de la otra mujer que ha de apresurarse para que no le cierren la tienda.

Cuando sus piernas se cansan por mantener durante tanto tiempo la misma postura, se levanta renqueando, soportando dolorosamente el peso de su cuerpo que se balancea a derecha e izquierda mientras camina unos pasos junto a la puerta de su casa. Luego, cuando empieza a oscurecer, entra y cierra con llave internándose en la cocina donde, recalentará las sobras de la comida a las que acompaña de un vaso de leche antes de acostarse.

Enciende el televisor y, sentada en el viejo escaño, dormita a ratos haciendo tiempo, porque los programas ya no le interesan y solo espera a que den las once en el reloj de pared para ir a acostarse. Una vez tendida en la cama niquelada, la misma donde alumbró a sus hijos, reza sus oraciones maquinalmente en una rutina de años, y se prepara para pasar otra noche de vigilia que se hará irremediablemente larga.
Mª Soledad Martín Turiño