EN LA ESTACIÓN

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Me gustan los trenes. A veces me siento en un banco de la estación y espero contemplando el ir y venir de viajeros, el trasiego de maletas, las prisas de última hora o algunas despedidas que se hacen eternas.

Los viajeros son de muy distinta condición: los hay con pinta de ejecutivos, de esos que llevan el maletín de trabajo en un carrito al que adosan el neceser fin de semana y se ve que es un equipaje de corta duración, quizá de dos o tres días. Son por lo general varones, personas pulcras, bien vestidas, por lo general engominados, perfectamente rasurados, con aspecto algo prepotente; personas que se saben importantes, que tendrán su minuto de gloria ante un auditorio que escuchará con silenciosa atención su discurso y prorrumpirá en un aplauso final, el orgullo que se siente en ese momento es como tocar el cielo, la adrenalina habrá subido a mil y ahora es el momento del relajo con la satisfacción de haberlo hecho bien. Este tipo de personas con aspecto triunfador espera el tren apenas unos instantes, porque hasta el tiempo lo dosifican, lo calculan y lo determinan para no perder innecesariamente ni un segundo, y apenas la locomotora se ponga en marcha sacarán su ordenador para aprovechar el viaje trabajando.

Sin embargo, en el banco contiguo al mío hay una pareja joven que lleva esperando mucho tiempo; dejaron pasar un tren y ahora están esperando quizá el definitivo. Se aprecia una ruptura clara entre ellos, los ojos de la mujer están perennemente humedecidos y ambos muestran un semblante serio y cabizbajo. Hablan poco, tal vez se lo hayan dicho todo, y veo que el equipaje es solo de ella. Ella es quien se va dejando atrás quién sabe si más dolor del que estuvo dispuesta a soportar. Cuando el tren se acerca, él intenta detenerla, pero ella escapa de su abrazo y sube apresuradamente los tres peldaños que acceden al vagón; se sienta en su compartimento y oculta su rostro con la mano para no ver a su amado que sigue suplicando con la mirada rota. Poco a poco el tren da sus primeros pasos y él, clavado en el suelo, permanece inmóvil en el mismo sitio durante unos minutos antes de caminar hacia algún lugar como un autómata.

Con la partida del tren la estación permanece en silencio y vacía durante unos minutos. Los raíles interminables marcan una senda atractiva para explorar lugares nuevos; pero enseguida otros viajeros, nuevas gentes, van entrando en los andenes en espera del siguiente convoy.
Irrumpe un grupo de estudiantes jóvenes que irán probablemente de excursión como demuestra su indumentaria deportiva, todos llevan saco de dormir, gorras y enormes mochilas para pasar un tiempo de solaz en el campo. Hablan a gritos, se mueven incesantemente, ocupan todo el andén en grupos que se deshilvanan una y otra vez. Están eufóricos, tienen la savia y la insolencia de la juventud, lo que les impide dejar sitio a una madre que va con dos chiquillos traviesos a los que apenas puede controlar, o al mozo de estación que lleva un carro lleno de equipajes y debe sortear a los jovenzuelos que le bloquean el paso.

Me disgusta esta juventud tan egoísta y despreocupada, que piensa solo en su propia conveniencia y en el constante disfrute de un ocio que no se han ganado, se comportan como si solo ellos estuvieran en el mundo y no hacen nada por los demás. Afortunadamente el tren llega pronto y todos suben en tropel a su vagón disputándose el asiento de la ventanilla con empujones y risotadas para disgusto de quien se vea obligado a compartirlo con ellos.

De nuevo llega la calma. Un hombre que ahora reconozco como el vendedor de billetes, sale de su garita dispuesto a fumarse un pitillo. Al verle sentado no había reparado en su estatura; es un hombre alto que arrastra una cojera dolorosa mientras camina despacio cuatro o cinco pasos arriba y abajo expeliendo un humo que saborea con gusto. Supongo que tras tantas horas sentado agradecerá estos pequeños descansos. Durante un instante nuestras miradas se cruzan y me siento descubierta; pienso que a lo mejor se pregunta el motivo de estar allí acomodada tanto tiempo sin tomar tren alguno pero, de pronto, se lleva la mano a la gorra a modo de saludo, me sonríe y prosigue su corto paseo. Agradezco que no me moleste y me ha reconfortado mucho este gesto.

De pronto oigo un vocerío del que el hombre también es consciente. En un segundo arroja su cigarro todavía sin consumir a las vías y entra apresuradamente en su taquilla ya que, de pronto se ha producido una fila de personas ansiosas de ser atendidas.

Vuelve otro grupo de gentes diversas a ocupar el andén, en espera. Me fijo en una pareja de ancianos que avanzan torpemente arrastrando una maleta y un bolso que parecen pesados; caminan despacio y se sientan con abatimiento en el primer banco que ha quedado libre, liberándose de la carga. No hablan, miran cada uno hacia un lado evitando cruzarse la mirada; quizá las palabras ya no signifiquen nada en una vida conyugal tal vez gastada por los años.

Al pasar un bebé en brazos de su madre, noto que la anciana lo mira con arrobo y se le escapa una orgullosa sonrisa; tal vez vayan a conocer a algún nieto que acaba de nacer. Parece gente de pueblo, poco acostumbrada al ajetreo de la ciudad, lo deduzco por sus rostros curtidos, las manos del hombre con dedos gruesos y algo encallecidos y el aspecto de ella engalanada con joyas especiales: un reloj, una pulsera de oro y un par de anillos recargados que no parecen sino salidos del joyero para una ocasión especial. Carecen de soltura y casi todo parece sorprenderles. Me recuerdan a mis abuelos cuando salieron del pueblo para acudir a la Primera Comunión de mi hermana y aprovechamos para enseñarles el mar porque tenían el mismo gesto de asombro y hacían honor al apelativo de “paletos” con que algunas personas aparentemente desenfadadas y sin memoria, suelen calificarles. A mí me resultaba una palabra peyorativa, pero ahora no me afecta porque considero que no hiere quien quiere, sino quien puede, y aquellos que la pronuncian no dejan de ser unos mequetrefes sin principios ni escuela, aunque se consideren muy cualificados, pero esa es otra cuestión.

Casi sin darme cuenta ha ido transcurriendo el tiempo y siento un cosquilleo en mi estómago. Miro el reloj y me levanto con brusquedad, como si me hubieran descubierto. He pasado allí, sentada en el mismo banco toda la mañana, y ya es hora de almorzar. De pie en la estación me resisto a abandonarla porque no tengo ningún otro sitio donde ir; allí estoy en paz, veo a gentes diversas, no necesito hablar con nadie y el tiempo transcurre con rapidez; sin embargo cuando abandono esta estación para volver a una casa sin calor ni estímulo, siento que he vuelto a perder mi tren, ese tren que cada mañana ansío tomar para que me lleve a cualquier parte, lejos, y empezar de nuevo; ese tren que acoja mis sentimientos y mi persona para tratarlos con amor y los envuelva en una nube como la que va dejando en su pasar, donde se mezclen olores y texturas hasta que se debiliten poco a poco esfumándose camino del cielo.


Mª Soledad Martín Turiño