LA TRIPLE RESURRECCIÓN DE ARGIMIRO DÍAZ

Relato con origen : Zamora

… cuando a las doce de la mañana de un veintisiete de enero, Argimiro Díaz abrió los ojos de repente, se encontró frente a frente y sin más con un cielo alto, azul y luminoso, y durante unos instantes, sin poder hacer otra cosa que mirarlo, los dejó depositados y fijos en él tal cual si fuesen piedras; de forma rudimentaria, y sin saber qué ocurría ni dónde se encontraba porque de un lado a otro le oscilaban el mundo y la memoria, intentó pestañear para sofocar tanta luz, pero sólo pudo arrastrar los párpados hacia abajo y dejarlos quietos allí; a medida que poco a poco la consciencia iba invadiéndole le pareció que se arrugaba y encogía por dentro, que se reducía y reducía infinitamente, cosa que de manera informe achacó a que el frío de la mañana le cortaba la cara porque era seco y helador, hecho éste que le animó a luchar contra toda una pléyade de atisbos claros y simultáneos que le mostraban la cercanía de un peligro inminente;
… fue a través de esta lucha sin cuartel por saber y recuperar quién era como llegó a la conclusión de que olía a cera quemada, de que tenía una mano sobre otra y ambas reposándole a la altura del pecho, que tenía los pies atados y que asimismo un pañuelo negro, le bajaba desde la cabeza a lo largo de la cara sujetándole la mandíbula, como asimismo se dio cuenta de que un murmullo de voces fluctuantes, cual si procediesen de alguna parte sideral del mundo, se le iba acercando y haciéndosele claras las palabras que traía, por lo que fue así como logró constatar que pertenecían a don Eliseo Galíndez, el párroco, el cual cíclicamente, y una y otra vez, terminaba repitiendo “… paaaater nosssssster…”, subiendo y bajando el tono con aquella manera rutinaria y suya conocida tan por todos, cual era la de alargar exageradamente las inflexiones resignadas y dramáticas así en enterramientos como en misas de difuntos; sin duda debía encontrarse – pensó en medio de una nebulosa cada vez más desafiante - dentro de un ataúd, justo al lado de una fosa inmensa y profunda abierta para él; ¡ ah, si Florentina…! acertó a pensar esperanzado, al tiempo que, creyendo haber visto como en un relámpago el andamiaje pasado de su vida, temió por las terribles desdichas de su alma;
…por tanto, y con arranque explosivo ante semejante incertidumbre, intentó desprenderse de aquel depósito inmundo en que se encontraba y saltar fuera, por lo que tiró y tiró a un tiempo de piernas y brazos al objeto de removerse y librarse violentamente, pero ni las piernas ni los brazos le respondieron, y el intento quedó reducido a una imponente frustración de un esfuerzo baldío; pero, aun así, bajo el síndrome por eludir aquel destino inexorable, probó primero a gritar con todas sus fuerzas, luego a decir o emitir algún sonido, hacerse oír por alguien, pero hubo de justificar esta imposibilidad porque se acordó con desconsuelo de que tenía la boca encajada por el pañuelo y porque la garganta la sentía como un nudo duro, descomunal y sin respuesta; por fin, cercano al llanto y previendo cercana la desesperación, apretó cuanto pudo los párpados y empezó a asumir que, efectivamente, debería ser sepultado sin queja alguna y sin remedio; de esta forma pudo constatar su ubicación real porque oyó majar a la cigüeña en lo alto de la torre de la iglesia y porque le llegaba el olor de aquel par de olivos que creían en el cementerio, acodados los troncos sobre la pared sur del templo, mezclado con el dulzón a tierra y a hueso revenido; por tanto, no, no había duda alguna de que, de un momento a otro, de modo fatal e irremediable bajarían la caja con las sogas y empezarían de inmediato a echarle tierra encima; de aquí que de todo punto impotente, con la mente desvanastrada y con completo desconcierto emocional, le diese por imaginarse a sí mismo como una de aquellas momias catalépticas desenterradas al cabo del tiempo a que tantas veces hiciera referencia su abuelo mientras se calentaban a las lumbres en los inviernos, muertos vueltos boca abajo con dientes y uñas desgastados a fuerza de arañar y roer desesperados contra paredes y techos de los féretros por haber sido enterrados vivos bajo un espesor de tierra de dos metros, tal cual intuía que en breves instantes podría verse él;
… y si disponer de algunos segundos constituía de todo punto la necesidad más crucial y apremiante para salvarse, todo ello terminó desplomándose cuando don Eliseo Galíndez, con su típica voz atiplada y sometida a los monótonos latines del evento, terminó por pronunciar aquel “…requiem aeternam, dona eis, Domine; et lux perpetua luceat eis…”; determinante, seguido de un reguero de bendiciones finales; entonces se desmayó, se le ocultó la conciencia y así permaneció;
… cuando sin saber cómo y en medio de un esfuerzo desgarrado y sordo logró entreabrir por segunda vez los ojos, justo, en ese preciso instante, el cura, efectivamente, parecía haber dado por concluidas todo tipo de invocaciones, oraciones y preces, por lo que imaginó que una vez más, sin mirar hacia el interior del féretro, habría de introducir una parte del brazo para rociarle enseguida cuerpo y cara con infinitas y heladoras gotas lanzadas con el hisopo, signo inequívoco por demás de la fatal inminencia del final; y así ocurrió;
… entonces, creyendo haber contraído y aunado hasta límites insoportables el aliento y las entrañas, Argimiro Díaz, tensando al máximo los instrumentos de vida de que disponía, apretó y apretó los dientes y aguantó in extremis la inercia desenfrenada y total con que lo iba llenando un terror inmisericorde, momento exacto en que descubrió a Florentina, su esposa, junto a la tapa del ataúd, con velo sobre la cabeza y la mirada fija en tierra, presta a su cometido, lo que evidenciaba aquella costumbre inmoral de que fuera el consorte viudo quien cerrara el ataúd, hecho que él tanto había reprobado en vida porque siempre le había parecido semejante evento una cínica y singular tragedia;
… resonó aún y de pronto el tañido de la campana grande con un golpe grave y demoledor que conmovió el ataúd y el aire, para, sin apenas espacio, apostillar con el de la pequeña, lánguido y resignado, un golpe de plena aceptación y ensimismado por y con la muerte;
… y Argimiro Díaz no podía, con ningún medio conseguía que le respondiera el cuerpo, no podía moverlo y tampoco podía hablar; y aunque con toda su alma concentró el impulso de manera brutal en alguna parte oscura sin saber dónde, no podía, no podía, no…
… de este modo, cuando desaforado y tiritando se dio irremisiblemente por atrapado y muerto y con gran estruendo descorrió sábanas y mantas de la cama, se sentó en ella y, gimiendo como un loco, empezó a mirar en todas direcciones y a golpear y golpear la mesilla de noche y la pared con el puño hasta sangrar sin cejar en su empeño de demostrarse vivo, Florentina, fruncida hasta el infinito la frente, con rictus de increíble asombro, le sujetó con fuerza el brazo y le inquirió alterada: “… Argimiro ¿ …pero no estabas muerto” ?

Orión de Panthoseas