Fragmento (1) de la novela: “IMPAIA”
(Zamora)
Apretó los párpados como si apretara la soledad. Movió hacia un lado la cabeza, abrió los ojos, y pensó que le gustaría muchísimo oír algo de música. “Por favor, un poquito de Bach, de Mozart, o Wagner …” - se dijo mentalmente - y estiró los brazos a la vez que bostezaba. Sí - se dijo - Y decidió que saldría a la calle a ver si encontraba algún teatro, o lo que fuera, así fuera un cafetucho de mala muerte, donde algún loco despistado le diera por obsequiar con algún trocito de piezas clásicas y poder relajarse un rato. Se metió en el lateral del cuarto, donde se encontraban el chorro de la fuente y el fontón, un espejo colgado en la pared y la repisa que él mismo había instalado, llena ya de minucias.
A base de la poca de que disponía, se cambió de ropa y se puso la corbata gris y roja, la única que tenía en el ajuar. Desde la puerta de la calle observó que empezaban a menudear los clientes por los burdeles. Se oían voces eufóricas y pequeños canturreos. Era sábado, y los jornales estaban aún calientes en la cabeza y en los bolsillos. Se notaba en aquel escurridizo trasiego de taxis oscuros y coches de punto que llegaban, hacían una parada rápida con sustanciosas propinas - sobre todo si había habido peligro con el estraperlo - y arrancaban con el mayor silencio posible y desaparecían.
Se frotó los ojos con fruición y echó a andar despacio, relajado, sin rumbo fijo, pero orientado hacia la Vía Central. La noche empezaba a hacerse con un tono claro de ceniza seca, y la luna aparecía con un resplandor intenso por detrás de las casas del final de la calle. Iría hasta la zona de espectáculos. Al aproximarse, se dio cuenta de que con qué discreción rutilaban los luminosos de las salas de la noche cara, de la ropa, de las mujeres y las copas caras. Si no hubiera sido por las puertas - de reducidas dimensiones en general, y semiocultas o disfrazadas tras otra primera puerta, o por el par de gorilas que de forma invariable las custodiaban ataviados exquisitamente y sin cejar de tirarse y tirarse para abajo de los puños de camisas como la nieve – nadie sabría que la dictadura permitía símiles distorsionados, lejanos y ridículos de los grandes y célebres cabarets de París y que allí mismo se encontraban, sumergidos en un ambiente de olisca que podía verse ascender en el aire a través de luminosos rojizos, cuyas letras parecían sugerir tiendas nocturnas donde, los que llegaban, se deslizaban sótano abajo y desaparecían para ir a emerger al día siguiente en Direcciones Generales o en los baños en ciudades señoriales del norte o en calas exclusivas de los mares del sur.
Frente a varios cines en los que daban cintas con alusión a corajes, honores y estirpes nacionales, fue pasando con las manos metidas en los bolsillos. Daban algunas mudas, muy queridas por los amantes del esperpento, la risa fácil y explosiva.
Sobre la fachada del teatro Comendador, en grandes caracteres, un cartel anunciaba la Sinfonía Germánica, de Sáttendic, y debajo, otras piezas y nombres en las que no reparó exactamente. Comprobó la hora y se dio cuenta de que estaría a punto de comenzar el segundo pase. Decidió a entrar. Se puso en una pequeña cola, sacó la entrada y se la entregó a un portero, vestido de librea, al tiempo que, al pasar por el ambigú, un muchacho le hacía entrega de un programa que, distraído y de manera mecánica, dobló y guardó en el bolsillo de la chaqueta mientras se dirigía hacia el proscenio.
Concluía la primera sinfonía. El tiempo había transcurrido con rapidez desmesurada. Acaso porque hacía mucho que no era transportado por la música y revivía un gozo difícil de explicar. Se avergonzaba casi de que esta algarabía que sentía se le trasluciese demasiado al aplaudir y le provocara una emoción desmedida que debía controlar. Recordó a su padre e hizo esfuerzos por que no le brotasen las lágrimas.
Tras cosechar enormes aplausos y transcurrir el subsiguiente intervalo, con ritmo lento dio dio comienzo la segunda sinfonía. Y poco a poco el ritmo fue creciendo, subiendo, empeñándose. Fue en este momento cuando sutilmente Alejandro Monsalet empezó a removerse en el asiento. ¿ De quién era aquella sinfonía ? - se preguntó frotándose la frente con los dedos, porque así, de repente, dudaba - ¿ de quién era, sí … ? Recurrió a los clásicos… pero no, que va … De todas formas estaba seguro que la había oído, o parte, la conocía, “vamos, hombre” - se dijo y se animó para convencerse -. Dado que no conseguía recordarlo decidió sacar del bolsillo y ver la hojita de programa que le habían entregado al entrar. La desdobló nervioso, la acercó, y vio que era su presentación en entreno y que llevaba por título Jericó, sinfonía para orquesta, anónima. ¿ Cómo, Jericó ? - dijo asombrándose entonces, pasándose ya las yemas frías de los dedos con insistencia por encima de la ceja izquierda. ¡ Cómo, cómo ! - repitió -. ¿ Y de autor desconocido… ? ¿ Y Jericó… ? No puede ser. Cómo va a ser … - y, oyéndola se puso a meditar y a temblar de forma perceptible. Intentó calmarse. Se recogió la tensión con esfuerzo porque la sinfonía se estaba desarrollando con altura y majestad inigualables y portentosas. En determinados instantes los músicos semejaban no sostener en el aire los instrumentos, parecía que se elevaran por sí mismos y que los alcanzaran y tañesen entonces con levedad, luego con fuerza e invitando a la fuga, luego al rapto, a la subyugación absoluta cuando estallaba triunfante la belleza del mundo, o por contra y, de repente, se quebraban, y los sones conducían a las simas de la obstrucción total y el desastre, no sin emerger y encaminar su ciencia a través de una serenidad inigualable, transmitiendo, discurriendo a lo largo de la piel hasta provocar en el sentimiento - tras la eclosión magnífica que hacía suscitar aquel do colectivo, sostenido y profundo – un estallido, un golpe súbito de luz, corolario inefable que otorgaba aquel final indescriptible, instituido por el canto inmortal de las trompetas.
Al terminar la obra no pudo evitar que le quemaran las lágrimas. Intuía que la sinfonía que acababa de escuchar podría haber sido compuesta por su padre y, por tanto, si ello fuera así ¡ oh Dios, si lo fuera...! De cualquier modo, la obra resultaba un descubrimiento, una maravilla auténtica. ¿ Y cómo su padre podría haber logrado una cosa así si quizá fuera la primera y única que tal vez compusiera ? ¿ o no lo sería ? se atrevió a preguntar y a dudar de la memoria. En cualquier caso, ello le ayudaba a recuperar el reposo y quietud, cuya pérdida se le había hecho galopante. Debía controlarse ante aquel hallazgo inesperado del que ya deseaba conocer no sólo su causa, sino también su trama posterior. ¿ Quién la tendría en su poder para haber llegado ? - se preguntó una vez más -. Si es, claro está, lo que imagino - terminó por ponderar la vehemencia y ansiedad que le estaban golpeando las muñecas.
Atenazado por este flujo emocional se dispuso a seguir la tercera y última obra de la sesión, a la que apenas pudo prestar más que el aplauso final, ya que no cesó de buscar alternativas de cómo podría conseguir información acerca del origen y travesía de Jericó hasta llegar al teatro. Dejó de aplaudir, bajó con rapidez del proscenio y se dirigió a los camerinos. Intentaría hacerse pasar si fuera necesario por crítico, por periodista. Debía buscar, averiguar cuanto pudiera. Si era posible preguntaría al propio director de orquesta, normalmente accesible en las funciones de éxito y estreno, o a través de algún músico … Alguien tendría que saber con seguridad la génesis; sinfonía extraordinaria no podía surgir de forma anónima y sin más de la nada. En los tiempos que corrían, aquello resultaba difícil de aceptar. A no ser que alguien, evidentemente, y por incomprensibles razones, rehuyera el conocimiento público y el aplauso personal, cosa de rareza extrema - pensó - puesto que las opiniones laudatorias habían adquirido en los ámbitos oficiales categoría de condición imprescindible para alcanzar prebendas y consideraciones públicas, o meramente para encaminar la vida en direcciones compatibles y correctas.
El pasillo de acceso a los camerinos se encontraba abarrotado. Los músicos llegaban entusiasmados, estrechándose efusivamente unos a otros, recibiendo felicitaciones del público, de autoridades y personajes relevantes acompañados de bellas mujeres, de los mismos periodistas acreditados y entrevistadores. A través del barullo buscó a lo largo de las puertas el camerino principal. Dada la dificultad, preguntó a uno de los músicos después de saludarlo, quien, pletórico, lo orientó con exactitud. Cuando se encontró delante de la puerta dudó porque no sabía, no tenía estructurada una idea exacta para expresarla con precisión, qué decirle al director, si no era felicitarlo y desearle futuros éxitos. ¿ Y luego ? Aturdido, se llevó los dedos a la corbata, al cuello de la camisa, tosió un poco, bajó la cabeza y se miró los zapatos, hasta que, sin saber cómo, abrió la puerta de forma desenvuelta, como si de un exultante y adicto periodista o forofo se tratase. Pero al asomarse, lo primero que descubrió fue la figura del Cardenal, sentado en un sillón y conversando frente a frente con otra persona a la que, en principio, y debido a la rapidez, no pudo identificar. Fue tal la sorpresa que, turbado, intentó retirarse, pero no sin antes de cerrar decir en alto “perdón, Eminencia”, y de inmediato exclamar para sí ¡ el cardenal masón ! Pero el Cardenal no le dio tiempo siquiera a cerrar la puerta del todo, y le dijo:
.- Pase, pase, joven, pase usted. Me supongo que desea felicitar o entrevistar, aquí, a nuestro querido director - y extendió amplia y elegantemente la mano, señalándolo.
Sin salir aún de su sorpresa, Alejandro se acercó despacio hasta el centro del camerino y, en posición recta, y los brazos caídos, dijo haciendo una leve inclinación:
.- Ha sido una velada realmente espléndida, señor.
El director, visiblemente agradecido, le tendió la mano al tiempo que repuso:
.- Agradezco sus palabras. Es usted muy amable.
.- En absoluto, señor. Aunque - e hizo un simulacro acertado de tos - por otra parte ¿ tendría algún inconveniente en desvelar el origen de Jericó, la sinfonía estrenada ?
Hubo un lapsus de silencio mínimo, casi inapreciable, y el director se proponía decir algo. Sin embargo, en ese instante intervino el Cardenal:
.- ¿ Le ha interesado tanto esa sinfonía, joven ?
.- Sí, así es, Eminencia. No sólo me ha interesado, sino que me ha impresionado sobremanera. Y, a decir verdad, me gustaría conocerla de forma más precisa e intensa - contestó Alejandro mirándole a los ojos.
.- ¿ Es usted músico, acaso ? - le preguntó el Cardenal.
.- Seguramente a su lado, Eminencia, sólo un humildísimo aficionado - se arriesgó a contestar -. De cualquier modo, esta obra me ha producido una curiosidad muy positiva y especial.
.- Veo que no sólo me conocía, sino que conoce usted también mi hobby preferido. Lo cual es de agradecer, desde luego - prosiguió sonriendo el clérigo.
.- Todo el mundo sabe que su Eminencia es una de las personas más dotadas y entusiastas de la música clásica - repuso Alejandro. No obstante, si el señor director no se encuentra facultado o bien autorizado para facilitarme dato alguno, en ese caso, con su permiso, creo que debo retirarme.
Al ser aludido, el director intentó disculparse y empezó a mover las manos al tiempo que, de reojo, miró al cardenal. Éste, rápido y tajante, levantó la mano, y dijo:
.- Joven, no se preocupe. ¿ Querrían venir ambos a verme a mi residencia y hablamos de esta sinfonía, que tanto les entusiasma a ambos ?
.- Pues… Eminencia, la verdad, sería un honor. No esperaba …
.- ¿ Les viene bien a los dos, por ejemplo, el jueves próximo a las diez, que es cuando tomamos el chocolate en esta ciudad los cardenales ?.
.- El jueves a las diez … Por mi parte, sí, sí, por supuesto, Eminencia, estaré allí. Seré puntual, por supuesto - respondió Alejandro, quien simultaneó la aceptación con el director de la orquesta, quien repuso asimismo en voz baja “naturalmente que sí, faltaría más si lo pide su Eminencia”.
El Cardenal, sin moverse del asiento, ofreció a Alejandro el anillo pastoral, y éste, inclinando la cabeza, hizo ademán de besarlo. Después estrechó la mano del director, dijo “muy agradecido” con una leve inclinación y salió del camerino, a cuya puerta se agolpaba un cúmulo de enfervorizados admiradores y periodistas debidamente acreditados por el Régimen. Tan rápido fue todo, que ni siquiera se había dado cuenta de facilitarle al Cardenal su nombre. Pero él no podía prever, ni intuir en ese instante, que ese nimio detalle, ése involuntario olvido, habría de librarlo, a ciencia cierta, del hecho incuestionable de la muerte.
No había dado tres pasos por el pasillo cuando, con disimulo, y fuertemente, se sintió cogido por los brazos por dos individuos. Lo sujetaron, y enseguida uno de ellos, amparado por una gabardina amplia y desabrochada, le susurró junto al cuello “ si te mueves te frío”. Y Alejandro tensó aún más los músculos en el momento en que sintía la presión ejercida por el cañón de una pistola a la altura del riñón.
Por la puerta de emergencia lo sacaron a una callejuela estrecha. Una furgoneta en marcha de color ocre con cristales oscurecidos esperaba. Dos sujetos, en el asiento de atrás inmediatamente lo cachearon, le esposaron a trompicones las manos y se las unieron a un grillete que previamente le habían colocado en el tobillo, dijeron “sin moverte y ni una puta palabra”, y le taparon los ojos, cubriéndole la cabeza con una bolsa de tela negra que olía a mugre, a sudor y a tocino rancio.
Con total sigilo el vehículo se puso en marcha. Dentro, los dos hombres, uno a cada lado, seguían sujetándolo por los brazos. A través de una radio, el chófer envió el mensaje “aquí X4X5, todo bien, pájaro en marcha, cierro”. Se hizo el silencio. Después de un rato, la furgoneta rodaba obviamente todavía por las calles de la ciudad. Fue cuando empezó a decirse que debió haberse opuesto a la detención. Mientras intentaba obtener serenidad, recordó a los dos policías que le habían tocado antaño los testículos en el burdel. ¿ Qué relación podría tener esto, la tendría ? Sin desechar ninguna posibilidad, pasó revista mental a la suya con don Eufrasio. Sí, había una probabilidad - se dijo - pero ¿ por qué en el teatro ? ¿ Sabrían que había estado hablando con el Cardenal ? Ah, lo sabrían de sobra… O no. Quién sabe, esta gente es capaz de todo, masculló irritado al cerciorarse de que le estaban arrancando las esposas la piel y ellos hundiéndole las costillas con los codos al apretarlo para abajo. Se atrevió a decirles como pudo que se estaban equivocando, a lo que respondieron “a callar, cacho cabrón, hijo de puta”, seguido de un manotazo al resbalón por el parietal que le hizo chocar la cabeza contra el respaldo del asiento delantero. Contrajo el rostro y notó cómo inmediatamente empezaba a hinchársele.
Al cabo de unos minutos, sin saber ni en qué lugar se encontraban, la furgoneta se detuvo. Oyó un traqueteo de cascos de caballos a galope por el asfalto y el murmullo ascendente de un griterío, de un tumulto confundido con golpes y ruidos indescifrables ¡ Joder! ¡ sal de aquí, coño ! le increpó airado al conductor uno de los hombres que lo sujetaban. Chirriaron entonces las ruedas de la furgoneta y, por medio de un viraje acrobático, salió disparada. A los pocos instantes se habían perdido los rastros que provenían de la calle. “O sea, que ahí fuera hay jaleo” - se dijo sin saber si lo que había lo ayudaría o no -. Pero ¿ qué tengo yo que ver ? se repitió de nuevo tras entrar en un lapsus de silencio. Al cabo de unos veinte minutos el vehículo aminoró la marcha, hizo dos giros bruscos, y notó después cómo las ruedas vadeaban algo con lentitud, proseguía y finalmente se detenía. De golpe, abrieron todas las puertas al mismo tiempo y el hombre de su derecha lo conminó a que saliera de inmediato, sujetándolo y tirándole del brazo. Todo sucedió muy rápido. No supo cuántos lo condujeron presionándole las muñecas y deprisa a lo largo de un pasillo o pasadizo. Bajaron unos peldaños, lo empujaron con violencia para atravesar lo que intuyó el hueco de una puerta abierta y, cuando le dijeron “quieto ahí, coño, y no te muevas”, fue cuando se echaron sobre él y empezaron a quitarle a tirones los zapatos y los pantalones con la boca y la frente contra las baldosas, cuando sin detenerse le quitaron la chaqueta, la camisa y el resto de la ropa hasta dejarlo desnudo por completo. Sintió frío y se estremeció. “Aguanta, tienes, tienes que ser más fuerte que ellos” - consiguió pensar y decirse con urgencia -. Dentro de una oscuridad total miró con precaución en todas direcciones y le pareció que lo observaban. Se puso de pie y, a tientas, empezó a andar de un lado para otro sin detenerse y sin saber qué buscaba.
Habían vuelto a ponerle las esposas y le herían las muñecas, pero, sobre todo, le molestaba la detención en sí misma: no saber por qué, o por la misma arbitrariedad y maneras que usaban aquellos hijos de perra, ah, y por aquel golpe que le habían dado en la cabeza que le había provocado un bulto enorme que le quemaba. Como solía hacer en determinadas situaciones contó hasta diez, empezó de nuevo y llegó hasta quince, subió y subió aún más y más hasta cerciorarse de que no importaba ya contar porque allí no aparecía nadie y estaba solo, absolutamente abandonado en el cuarto. Pasó más de una hora. Oía puertas que se abrían y cerraban, pasos próximos, continuos y discontinuos que no sabía adónde iban ni de dónde venían. Y luego silencio, mucho silencio. A éste comenzó a oírlo correr a través de los minutos hasta llegar a hacérsele real, lo oía moverse, sentársele al lado, o dentro de él y hablarle sin comprenderlo, incluso gritarle y jalearlo. Necesitó de un esfuerzo especial para atajar aquel desorden o derroche fantástico dentro de sí mismo y concentrarse más y más allá, donde no podía saber si el silencio meramente estaba allí o bien le llegaba o se le originaba. Le producía un estado de ansiedad inexplicable, una deriva que parecía llevarlo sin remedio a la locura.
Transcurrida la segunda hora, los pasos por el exterior habían desaparecido. Tanteando buscó el sillón, más que sentarse se arrebujó sobre sí mismo estremecido, temblando. Sintió hambre. Realmente - pudo pensar - no había comido al mediodía, y en lugar de un día de cumpleaños – se dijo - aquél era un día de mierda y absurdo, y que si salía de aquella no iba a olvidarlo en la vida. Inevitablemente se dedicó a meditar sobre el Régimen. Se alargó pensando en él, y mientras hablaba, construyó un análisis que jamás había hecho. Tan profundo y sistematizado lo vio. Las conclusiones extraídas no soportaban ninguna de las ideas que concebía desde la muerte de sus padres y su salida del seminario, pues la función del Estado - recalcó - jamás podría devenir en un poder discrecional, arbitrario e inicuo contra los ciudadanos. Se alegró al comprobar que las enseñanzas del profesor Laínez, tan puestas en tela de juicio desde su caída venían a rehacérsele junto a palabras de Montesquieu en aquellas conclusiones sobre las que no cabía ninguna duda. En medio de la oscuridad sintió reafirmársele una alegría frágil pero nueva, inesperada, distinta a como se le había ofrecido hasta entonces. Y también el valor.
Consiguió removerse aterido y cansado por el suelo. Doliéndose, hizo fuerza y tensó instintivamente las muñecas bajo el dominio de las esposas. Pensó que debía prepararse con seguridad para algo desagradable. Éstos nunca sueltan presa - previó - y trató de sosegarse y asumir sin miedo y con plena conciencia cualquier avatar, fuera lo que fuera, incluida aquella soledad y hambre que hacía mucho cooperaban con el sueño, las ganas de orinar, y la incomodidad de las manos a la espalda. Sentado, dejó caer la cabeza hacia adelante. El cansancio empezaba a causarle estragos, luchaba con él como lo había hecho con el silencio, y pasó cerca de otra hora buscando saliva con la lengua, tirando para arriba de los párpados con golpes repentinos de cabeza, moviéndose semiinconsciente, hallándose con dificultad los dedos de las manos y frotándoselos contra el suelo para sentirlos y saber que los tenía. “Si me dieran agua...” deseó sobresaltado, porque tenía la cabeza y los labios como el estropajo y, porque en ese momento, se encendió la luz general de la estancia. Las paredes se le movían, se le tambaleaban y parecían caer o circular de un lado para otro, en todo caso se movían, y una especie de vahído le sacudió el estómago provocándole una arcada vacía y acompañada de tremendas nauseas, ya que no tenía nada para vomitar, sino aquella intensa segregación de saliva rosa que casi lo ahogaba y que, después de escupir, se apresuró a tragar con ansia y rapidez una y otra vez hasta lograr rehacerse y darse cuenta de que, los nuevos hombres que entraban, apagaban la bombilla que colgaba del techo y volvía a reaparecer la luz del flexo, el cual habría permanecido tal vez esperándolo pacientemente como un búho oculto sobre la mesa.
Lo que pudo ocurrir a partir de aquel momento lo iría recordando a través del tiempo, a retazos sueltos, pues el estado lamentable con que se encontró a sí mismo al amanecer, tirado en un ribazo del pinar, y medio desnudo, no le permitía ahondar ni reconstruir paso a paso, y hecho a hecho, lo que la dictadura con pistola al cinto y al costado pudo llevar a cabo cuando llegaron las horas hondas de la madrugada.
Cuando intentó hacer fuerza y mover los labios para escupir porque le abrasaba la boca por dentro, fue cuando le advino el primer signo consciente de que tenía la cara contra el suelo, los labios hinchados, amoratados y con sangre, de que la tierra le había entrado en la boca, se le había vuelto la lengua pesada, y al menor movimiento le rechinaban los dientes. Preso de esta primera consciencia se quedó quieto, tiritando en el barro. Apenas pudo abrir los ojos, le pesaban como piedras y no sabía dónde se encontraba, ni tampoco qué día era ni qué hora. Tal vez fuera de noche - logró recomponer al cabo esta idea con dificultad - o habría perdido parte de la visión, ya que los objetos se le diluían, se le rehacían poco a poco o perdían los contornos y la luz se le iba y acababa por desaparecer. Intentando escupir le sobrevino un primer recuerdo caótico y quiso rehuirlo al sentir un dolor por toda la cara acompañado de un sabor agrio que le subía quemando desde el estómago. ¡ Coño, vaya si me han dado… ! pensó mientras se pegaba a la tierra, intentando encontrar alguna postura y fuerza que lo ayudaran.
Procuró mover el antebrazo derecho para apoyarlo en el suelo, pero las piernas parecían no responderle, ni la cintura, que la tenía baldada, logró tocársela, pero una especie de latigazo doloroso le irrumpió y le corrió por todas partes. Fue entonces cuando obtuvo un conocimiento definitivo de que estaba como una escabechina, y de que además de desnudo lo habían dejado medio tullido, con el sexo inflamado, las axilas quemadas y algunas uñas de las manos y los pies arrancadas, en pura carne viva.
Debieron matarme, debieron hacerlo, consiguió silabear con enorme esfuerzo por dos veces boca arriba, mientras aún caía imperceptible y sosegado el rocío de la noche y el amanecer había ido tierra adentro en busca de la mañana y los dos venían impasibles a lo lejos, muy lejos aún, y ninguna otra cosa parecía ocurrir a esa hora, ni había ninguna leyenda memorable que recordar ni había ley que cumplir, ni nadie que se ocupara de los viejos desarreglos ni los destrozos recientes, mucho menos de los orines en que en ese instante parecía instalado y remojado el mundo a lo largo de aquel charco.
“Hijo de mis pechos”, fue la exclamación, lo primero que dijo Caporala persignándose cuando lo vio, cuando a voces oyó que la llamaban con urgencia por la escalera “señora Rosa, señora Rosa”, y levantándose en camisón de la cama había bajado corriendo porque llamaba un muchacho que, visiblemente alterado, le decía que si podía ayudarlo, pero sin decirle a qué, y ella, sin mediar palabra, lo había seguido hasta la pequeña camioneta que se encontraba detenida delante de la puerta y descubrió a Alejandro herido y recostado dentro de la cabina. Al verlo dijo y repitió “Virgen del Perpetuo Socorro, hijo de mi amor, qué te ha pasao, qué te han hecho a ti”, mientras lo bajaban entre ambos y lo ponían de pie. Dada su enorme estatura, tuvo que encorvarse para coger a Caporala y al muchacho por los hombros y apenas entrar por el hueco de la puerta, subir con dificultad la escalera y dejarse caer con cuidado sobre la cama, pues aunque Caporala sugirió llevarlo al hospital, o a donde fuera, el conductor le advirtió que no, que Alejandro no quería, y que, por otra parte, tampoco parecía que fuera a morirse, igual no tenía demasiado roto, que a lo mejor - dijo - sólo algunas costillas, lo de la cara y eso de los dedos.
Durante todo el domingo sufrió de agitaciones, profirió palabras sueltas e inconexas y lo sacudieron escalofríos con temblores y sudores repentinos. Movía los párpados y respiraba sobresaltado. Caporala le había puesto una muda llorando y rezando con un ardor que ignoraba. Entre oraciones improvisadas y ancestrales que ni pensaba ni meditaba se persignaba, pedía que una fuente divina fluyera deprisa sobre el cuerpo de aquel hombre que sólo una humanidad tan tremenda - pensaba para ella, y asentía con la cabeza a la vez - podía aguantar las heridas y las hinchazones que veía, el cansancio y el hambre. A lo mejor también, quién sabe, sí - afirmó - hasta con la muerte. Lo puso con trabajo boca arriba y lo tapó como ya casi no recordaba haberlo hecho con su marido el año que estuvo malo y, al hacerlo, le gustó recordarlo. Fue cuando chasqueó la lengua y deslizó la mano con nostalgia y cariño premeditado por encima de los deshilachamientos de la colcha y reconoció que era una colcha indigna para él.
Alarmada, había entrado en el cuarto Ernestina, seguida a medio vestir por Yoli. Entre las tres prepararon agua caliente y caldo. A lo largo del domingo y el lunes lo lavaron a intervalos y lo desinfectaron frotándolo con paños húmedos o empapados con agua oxigenada. Con paciencia le fueron introduciendo entre los labios sustancia de gallina, la misma que se preparaba y daba a las parturientas anémicas. La noche del lunes transcurrió mejor. Y ya, durante la mañana del martes, Alejandro quiso levantarse, pero Benilde y otras dos putas lograron impedírselo. Fue durante ese rato cuando le cogieron las manos, lo miraron a los ojos y le dijeron un chiste pequeñín y verde que sabían, pero bien interpretado y avenido para que las facciones tumefactas y las huellas de las mejillas y la frente le tomaran otro cariz y pudiera saber que se encontraba entre amigos.
Apenas le brillaron un poco los ojos al enfermo. Miraba con mucho, con mucho cansancio y lejanía. Le pesaban los párpados, y con el menor movimiento sentía el dolor agudo que le producía el roce de la sábana contra los dedos de los pies y las manos vendados pero sin uñas. Miró a las mujeres agradecido, consiguió doblar un poco las piernas y, forzando un gesto, que seguramente pretendió que fuera una sonrisa, susurró “este dolor, este dolor”, cerró de nuevo los ojos y, sin decir nada más ni poder dar la vuelta, tragó saliva con dificultad, y en la misma posición se abandonó y quedó traspuesto.
Por la tarde le dieron una sopa de lluvia con caldo de pollo y la tomó. Tomó también trocitos de pan y dos de pescado blanco. En general le habían disminuido las inflamaciones, y aunque los hematomas iban tomando colores amarillentos y cenizas, la fiebre de los dos primeros días le habían ido desapareciendo y una luz de franca mejoría se palpaba, se le producía a pasos agigantados. Tras levantarse el miércoles y asearse un poco por sí mismo, pasear despacio por el cuarto, acostarse la siesta y bajar después con precaución la escalera, fue capaz de abrir y asomarse a la puerta de la calle, frente a la cual se había instalado un fotógrafo ambulante. Le llamó la atención porque era un fotógrafo con bigote enorme y sayón a rayas, de los que recorrían el mundo con una gigantesca cámara negra montada sobre un trípode altísimo, y que sacaba - como luego comprobaría Ernestina, loca de alegría - retratos en tres minutos exactos sobre fondos de volcanes japoneses y ríos azules, retratos que revelaban en un caldero con agua y que quedaban tocados por un color ocre que prestaba a las pupilas de los retratados una llama infernal, cual fantasmas cogidos in fraganti en laberínticos estratos de la noche.
Fue también el miércoles cuando Caporala le comunicó que el lunes don Eufrasio “El Moro” había mandado a un tal Saturnino para ver qué había pasado, que por lo visto no había vuelto por los talleres y tenía pendiente de cobrar la última semana de jornal. Se alarmó, pero luego sonrió con tristeza. Disponía de un rato para poner en orden las ideas que tan deprisa se le amontonaban. Y estas ideas, como siempre, le era preciso conocerlas una vez más y ponerlas a trabajar de manera eficiente, lo cual no quería decir sino volver sobre ellas retrospectivamente en sentido inverso, y obtener, a partir de determinados efectos, causas concretas de procedencia, certidumbres, piezas vertebrales de conocimiento que en definitiva era lo que buscaba. Pero así como estaba ¿ adónde iba ? ¿ qué podría hacer ?
Después de un rato, y tras convertirse lentamente los ruidos del patio en pequeñas minucias provenientes de cocinas cercanas, sintió como si le doliera la memoria, como si se la obstruyera un témpano de tiempo, o las mismas oblicuidades de los acontecimientos con sus intersecciones múltiples, las que desvían la atención de la mente y la equivocan porque discurren bajo ciertas condiciones y que, a menudo, ante la imposibilidad de descifrarlas, solemos denominarlas líos y complicaciones sin más y acabamos por abandonarlas. Reflexionó sobre el ritmo vertiginoso con que le ocurrían las cosas y la vida. Se dijo que la suya era un viento, un viento que todo lo trajera y lo llevara, lo arrastrara y terminara por diluirlo y hacerlo desaparecer. Y que eso era así, aunque luego vinieran otros y creyeran que nada de esto en realidad hubiera ocurrido…
Aspiró varias veces. Se puso de pie y fue a orinar, hecho éste que le causó mucho dolor. Abrió la fuente y, con los dedos sanos, se mojó los labios y las mejillas. Cuando se encontraba con ellos bajo el agua, sintió necesidad de maldecir a toda aquella canalla, de salir corriendo y asaltarlos a golpes y desfenestrarlos, sintió deseos nauseabundos de utilizar sus poderosos sus recursos. Pero pudo comprender que constituiría la prostitución moral más miserable. En alguna parte de sí mismo sabía que debía desecharlo, y durante mucho rato estuvo sufriendo para conseguir que así fuera.
Detuvo en al aire los dedos, se los miró y, a desprecio de toda resignación, se dijo con desdén que eran mortales. Pero era verdad y era falso, porque enseguida una tristeza penetró por las fisuras que dejaba esta afirmación. Le afloraron las lágrimas, le dolieron los labios y de nuevo los párpados bajo una explosión interna de ira. No sabía en realidad qué hacer. De rodillas, junto al lateral de la cama, con la cabeza apoyada sobre ella, cerró los ojos y, amparándose el estómago con las manos, se quedó un rato allí, quieto, buscando que la quietud le hablara la lengua de los desamparados, porque en realidad era exactamente así como en ese momento se hallaba y se sentía. Cuando al fin logró incorporarse, supo que, frente a la dictadura, indefectiblemente debería adoptar una postura práctica, la que fuera, de la cual, y después de diez años, nadie sabía muy bien si daba coletazos de muerte o bien, y por el contrario, mostraba su fortaleza y se concentraba para consagrar un sistema cerrado y mortífero sin límite en el tiempo.
Orion de Panthoseas