DEL SUEÑO, DE LA MUERTE Y LA IMAGINACIÓN
Ensayo con origen : Vecilla de la Polvorosa
Acerca de la unidad mística entre el sueño, la muerte y la imaginación en el amor.
Cuando decidí averiguar quiénes eran o en qué consistían en mi mente tanto Ofelia como aquellos hombres, aquellos árboles y relojes, me levanté, me asomé a la ventana y apareció el sol, que, cual montaña ingente, incandescente y redonda, se levantaba en aquel momento sobre la efigie arrebatada de la tierra. Mirándolo directa y fijamente durante una breve fracción de segundo, incontables haces de luz me entraron en los ojos, por lo que enseguida, y ya, dentro, los fui viendo aparecer juntos y uno a uno como nacientes mundos que, con el poder de sus vidas, vagaran por la gran oscuridad de mi cuerpo expandiéndomelo hasta el infinito, aquellas vidas que cada haz definía en sí mismo y a la vez me prestaba.
Ante semejante fulgor interno me quedé parado y absorto, nítidamente ingrávido, como en el vacío. Recuerdo que, al abrir los ojos, sentí incluso la molestia de la esquina de la casa porque, con sus aleros, me ocultaba una parte de la estrella solar. Sin embargo, elevé la esquina sin problemas y el sol volvió a aparecérseme más blanco y decidido, más alto incluso, más deslumbrante. Aquello hizo que recordara las brumas que, cual serpientes de humo, solían ascender sobre el río y las praderas a lo largo del verano, aquellas nieblas que emergían al cielo cuando me levantaba temprano para ir a pescar y éste mismo sol las devoraba con incontables hogueras e introduciendo chispas por entre los árboles, las corrientes del río, terraplenes y desquicies del aire. Busqué entonces y puse en perspectiva el perfil de los días, y todos, con sus mañanas, se me fueron haciendo presentes y nítidos, olorosos y cálidos, cada cual con su identidad precisa, con su propio membrete y leyenda que enunciaba quiénes eran, cómo habían salido de la noche y cómo habían discurrido a lo largo de su encarnación en éste nuevo tiempo...
Los estuve observando y escuchando ensimismado porque no tenía costumbre de ver ni oír a tantos días con su luz, ni tampoco con sus veranos juntos, con sus voces distintas y sus acontecimientos discurrir. Y durante unos instantes, exaltado, me olvidé de Ofelia por completo. Y la olvidé, digo, porque no tenía conciencia cierta de cuánto podría tardar en traer su recuerdo y recomponerlo, darle otro valor y hacerlo más vivo en mí, más necesario y útil en función de mis búsquedas.
Pero, cuando conseguí recuperarlo, pude comprobar que sólo de forma muy ligera había cambiado su color de matiz, y que planeaba por mi espacio de hombre como si fuera una fuerza cósmica, como si deambulara en una gravitación que lo condujera de manera irremediable hacia mi parte turbia del deseo, allí donde sé que mi ser se aleja, se relaja y oscurece. Tratando de evitarlo, saqué la voluntad y la imaginación y froté y froté con fuerza hasta limpiar mi espacio y dejarlo resplandeciente. Entonces traje el recuerdo hacia mí, y él, rápido, suave y sin aristas, se me volvió con alegría, reunió sus partes y lo vi cómo se engrandecía. Por fin, y entonces, conseguí vislumbrar la configuración de Ofelia, la cual se enfrentaba a mí con una mirada serena y amante. Nos acercamos, adelantando la mano y tocándonos con la yema de los dedos, nos atrajimos lentamente hasta penetrar profundamente uno en los ojos del otro. Supimos tantas cosas en aquél preciso instante, que nuestros cuerpos íntimos hicieron temblar el mundo de forma perceptible.
¡ Ofelia, Ofelia... ¡ repetí alborozado y en voz baja sin palabras porque no las tenía, y Ofelia, con placidez inexplicable, se limitó a sonreir. Nos acercamos más aún, y, rodeándonos mutuamente con los brazos por la cintura, nos señalamos, nos reconocimos y estrechamos definitivamente hasta conseguir dar significado a la realidad que habíamos terminado pofr construir: un océano total e inabarcable, es decir, la inmensidad que depara una chispa sutil en un instante cierto en medio de la vida, la misma realidad con que nos asomamos después al universo, y éste, sin apenas darnos cuenta, nos cubrió con ella como con bajo un manto tenaz e indestructible.
Cuando decidí averiguar quiénes eran o en qué consistían en mi mente tanto Ofelia como aquellos hombres, aquellos árboles y relojes, me levanté, me asomé a la ventana y apareció el sol, que, cual montaña ingente, incandescente y redonda, se levantaba en aquel momento sobre la efigie arrebatada de la tierra. Mirándolo directa y fijamente durante una breve fracción de segundo, incontables haces de luz me entraron en los ojos, por lo que enseguida, y ya, dentro, los fui viendo aparecer juntos y uno a uno como nacientes mundos que, con el poder de sus vidas, vagaran por la gran oscuridad de mi cuerpo expandiéndomelo hasta el infinito, aquellas vidas que cada haz definía en sí mismo y a la vez me prestaba.
Ante semejante fulgor interno me quedé parado y absorto, nítidamente ingrávido, como en el vacío. Recuerdo que, al abrir los ojos, sentí incluso la molestia de la esquina de la casa porque, con sus aleros, me ocultaba una parte de la estrella solar. Sin embargo, elevé la esquina sin problemas y el sol volvió a aparecérseme más blanco y decidido, más alto incluso, más deslumbrante. Aquello hizo que recordara las brumas que, cual serpientes de humo, solían ascender sobre el río y las praderas a lo largo del verano, aquellas nieblas que emergían al cielo cuando me levantaba temprano para ir a pescar y éste mismo sol las devoraba con incontables hogueras e introduciendo chispas por entre los árboles, las corrientes del río, terraplenes y desquicies del aire. Busqué entonces y puse en perspectiva el perfil de los días, y todos, con sus mañanas, se me fueron haciendo presentes y nítidos, olorosos y cálidos, cada cual con su identidad precisa, con su propio membrete y leyenda que enunciaba quiénes eran, cómo habían salido de la noche y cómo habían discurrido a lo largo de su encarnación en éste nuevo tiempo...
Los estuve observando y escuchando ensimismado porque no tenía costumbre de ver ni oír a tantos días con su luz, ni tampoco con sus veranos juntos, con sus voces distintas y sus acontecimientos discurrir. Y durante unos instantes, exaltado, me olvidé de Ofelia por completo. Y la olvidé, digo, porque no tenía conciencia cierta de cuánto podría tardar en traer su recuerdo y recomponerlo, darle otro valor y hacerlo más vivo en mí, más necesario y útil en función de mis búsquedas.
Pero, cuando conseguí recuperarlo, pude comprobar que sólo de forma muy ligera había cambiado su color de matiz, y que planeaba por mi espacio de hombre como si fuera una fuerza cósmica, como si deambulara en una gravitación que lo condujera de manera irremediable hacia mi parte turbia del deseo, allí donde sé que mi ser se aleja, se relaja y oscurece. Tratando de evitarlo, saqué la voluntad y la imaginación y froté y froté con fuerza hasta limpiar mi espacio y dejarlo resplandeciente. Entonces traje el recuerdo hacia mí, y él, rápido, suave y sin aristas, se me volvió con alegría, reunió sus partes y lo vi cómo se engrandecía. Por fin, y entonces, conseguí vislumbrar la configuración de Ofelia, la cual se enfrentaba a mí con una mirada serena y amante. Nos acercamos, adelantando la mano y tocándonos con la yema de los dedos, nos atrajimos lentamente hasta penetrar profundamente uno en los ojos del otro. Supimos tantas cosas en aquél preciso instante, que nuestros cuerpos íntimos hicieron temblar el mundo de forma perceptible.
¡ Ofelia, Ofelia... ¡ repetí alborozado y en voz baja sin palabras porque no las tenía, y Ofelia, con placidez inexplicable, se limitó a sonreir. Nos acercamos más aún, y, rodeándonos mutuamente con los brazos por la cintura, nos señalamos, nos reconocimos y estrechamos definitivamente hasta conseguir dar significado a la realidad que habíamos terminado pofr construir: un océano total e inabarcable, es decir, la inmensidad que depara una chispa sutil en un instante cierto en medio de la vida, la misma realidad con que nos asomamos después al universo, y éste, sin apenas darnos cuenta, nos cubrió con ella como con bajo un manto tenaz e indestructible.
Orión de Panthoseas