EL BURRO PERICO

Relato con origen : San Román del Valle - Muelas del Pan

Esto no es un cuento. Es una historia real. Sucedió a orillas del Arroyo de Ahogaborricos, que viniendo de la provincia de León por San Adrián del Valle penetra en la provincia de Zamora por Pobladura del Valle, pasa por la derecha de La Torre del Valle, atraviesa Paladinos del Valle, deja a San Román del Valle a la izquierda para morir, cuando trae agua, aguas abajo de Villabrázaro en el río Órbigo. Esta historia sucedió, precisamente, en San Román del Valle. Se repitió año tras año hasta casi veinte, que es lo que alcanza la vida de un burro (aunque bien es verdad que estos animales, si se les trata bien, cosa bastante poco común, suelen llegar a alcanzar la edad de los treinta años).

Este burro Perico, que así era su nombre, tenía más conocimientos que muchas personas. Conocía sus tareas y sus derechos. Él sabía que, por la mañanica, el padre de Garcilaso tenía que ir a tal finca. El caballista aprovechaba la duración del trecho para reposar y dormir sobre la bien atada albarda del burro. Cuando llegaban a la finca el burro se estremecía como cuando ha de sacudirse el polvo. Era para despertar al amo e indicarle que ya habían llegado al corte. En ese momento el padre de Garcilaso se despertaba, daba algún bostezo y se bajaba del burro. (Cosa que muchas personas cabezonas no hacen). A continuación se apeaba y, como practicando un rito bien aprendido, quitaba los arreos al burro incluida la cabezada. El burro Perico no se movía como esperando a que su amo le diera autorización para marchar. Esto sucedía cuando el padre de Garcilaso le daba una palmada en las ancas. Esta señal, para el burro, significaba que podía irse al prado a pastar. Normalmente el burro no regresaba hasta que era llegada la hora del retorno, pero el pobre perico, como casi todos los burros y animales de su estilo, era víctima de los tábanos, esas moscorras que les hacen la vida imposible y le pican por debajo del rabo.

Perico era un burro muy respetuoso con su amo y procuraba no molestarle, salvo caso de extrema necesidad. Cuando un tábano le picaba procuraba dar saltos y matarlo con el rabo. A veces lo conseguía, pero, la mayor parte de las veces, no. Cuando veía imposible liberarse de tan dañino e insoportable coleóptero, decidía volver a la finca donde estaba su amo dando muestras de que necesitaba su auxilio. El padre de Garcilaso, que ya conocía el problema y sabía lo que el asno le pedía, se quitaba la gorra, se colocaba en la parte de atrás del burro y, al menor descuido del tábano le arreaba un gorrazo y lo liquidaba. En estos momentos Perico se volvía hacia él y esperaba que le rascara el frontal para darle las gracias. Una vez la ceremonia acabada, sin más pamplinas, el asno se volvía al prado para seguir pastando. El Padre de Garcilaso se colocaba la gorra y proseguía con sus tareas en la finca.

Llegada la hora de comer, cuando calentaba el sol, el amo tomaba las alforjas donde traía el almuerzo o comida mayor y se iba a la sombra de un zarzal. Después de comer el hombre se echaba una cabezada antes de recomenzar la tarea de la tarde. Durante todo este tiempo el burro Perico aprovechaba parte de la sombra y también reposaba. Si acaso llegaba algún tábano y le molestaba, esperaba a que pasara el tiempo de la siesta, pues sabía que su amo debía descansar y se aguantaba. Perico era un reloj. Cuando llegaba el momento en que la siesta había que suspenderla porque ya había pasado el tiempo, Perico rebuznaba tantas veces como fueran necesarias para que el amo se despertara. Cuando el amo bostezaba él se acercaba y le mostraba su cabezota pardina para que le rascara y le diera permiso para retornar al prado. Terminado el consabido rito el asno regresaba a su prado a pacer la hierba fresca y las flores digeribles. El amo continuaba con su tarea en la finca sin preocuparse de cuando llegaría la hora de regresar. Este era cosa de Perico que sabía, perfectamente, cuando llegaba el momento. Era la hora en la cual el sol se tornaba como una media y enorme naranja que se ocultaba por el oeste. En ese instante regresaba, se ponía junto a su amo y esperaba que le colocase la albarda, sobre ella las alforjas y el resto de los aperos.

Una vez preparado el regreso y el padre de Garcilaso a lomos del asno pardino, regresaban ambos a San Román del Valle contentos ambos de haber cumplido con su trabajo.

Otras veces el padre de Garcilaso utilizaba a Perico para arar las pocas tierras que tenía en acompañamiento de una mula, no sé si propia o prestada. Lo cierto es que Perico cumplía sus tareas con resignada tranquilidad y eficiencia.

El padre de Garcilaso no podía comprarse un tractor. Por esa razón se hizo construir un carro de varas en uno de los pueblos vecinos. Además creo que lo tenía muy bien cuidado y pintado. Cuan enganchaba en el carro a Perico, éste se ponía loco de contento. Más de una vez se atolló el carro, pero con la ayuda del amo y de Garcilaso siempre conseguían salir del apuro. Aunaban todos ellos sus esfuerzos y ¡Hala!, carro fuera del atolladero.

Por aquellas fechas los pueblos de Zamora empezaban a fenecer. Los nuevos tiempos de la industria empujaban a los campesinos a las ciudades. El padre de Garcilaso vendió el burro Perico a un vecino. Garcilaso se fue voluntario al ejército y allí trabajó de corneta. Estuvo en el campamento de milicias universitarias de Montelarreina como miembro de la banda y en otros cuarteles de Valladolid. Seguramente, en algún momento, nos contará alguna otra anécdota de su vida militar. No sabemos qué sucedió, al final, con Perico. Fácilmente fuera a parar al matadero de Madrid que era el destino que esperaba a aquellas caballerías cuando envejecían. No sabemos si fue así, si algún día nos enteramos, os lo contaremos.

Garcilaso Martínez Ramirez de San Román del Valle y Luis Pelayo de Muelas del Pan