UNA SOMBRA EN EL CAMINO
(Muelas del Pan)
Este es un relato de mis recuerdos de la niñez. Como aquel que dice, un relato tonto, pero es una vivencia que se me quedó grabada y que, en cierta medida, marcó un aspecto de mi carácter. Las cosas sucedieron así: Mi padre, que era tejero, había comprado un potro de cuatro años o, quizás, algo menos. Era un potro de gran porte y le había costado cuatro mil pesetas del año 1953, (aproximadamente), que era una cantidad considerable, para entenderlo como dos mensualidades de un obrero madrileño el potro, pues, era un buen potro y caro.
En aquellos tiempos la vida en España era dura. Se caracterizaba por la pobreza generalizada y por la emigración a los países hispánicos de América. Todavía por aquellos años abundaban en la península las caravanas ambulantes de gentes indocumentadas que frecuentaban las aldeas de Castilla la Vieja y del Reino de León ofreciendo sus quehaceres y de paso, no todas, llevarse por delante todo cuanto sin ofrecérselo pillaban. Estas “tribus” solían ser de gitanos ambulantes, quinquilleros, húngaros y otros de similar andar y hacienda. No todos eran malos, pero, hemos dicho, que eran tiempos de hambre y de fatigas para todos, más para los ambulantes a quienes las fuerzas del orden fustigaban constantemente. No tenían ni seguridad social, ni carnet de identidad. Tenían unos carromatos, mujeres desarrapadas y niños mocosos que solían morirse por falta de asistencia y de hambre a la menor ocasión.
En estas condiciones no era de extrañar que cuando pasaban por una aldea se llevasen lo que pudieran. En Muelas del Pan desaparecieron cientos de gallinas y algunos borricos, como El Sable de mi tío Rufino que lo recuperaron pintado en la feria de San Vitero que se escapó de los ladrones y vino corriendo hacia su amo que lo buscaba junto con mi padre y otras personas amigas.
Por esa razón aquel día, como cada día, yo llevaba el potro a una cuadra segura, (establo) del pueblo y lo llevaba acompañado de nuestra yegua negra a la cual, aunque no fuera así, el potro la consideraba su madre. La cuadra en cuestión se encontraba en una casa que era propiedad de Inés la Gata y que tenía alquilada a Manolo El Patato. Dueña e inquilino eran amigos de mi padre. La cuadra no tenía llaves, se cerraban las puertas por dentro. Recuerdo que entraba por el corral y, a medida que entraba con el porto iba cerrando las puertas por lo que nadie podría acceder. Para salir hacía el camino inverso y todo quedaba abierto. Al final salía por el interior de la casa en donde al anochecer casi siempre estaba la pareja de la caminera con sus tricornios descansando en el escaño, sus capas quitadas y la señora Dora haciendo guisos de carne. Ellos ya me conocían y me decían que no dijera que estaban allí. Dora, una señora de un gran corazón, siempre me daba una tajadica. Por aquellas horas, la mayoría de los días, Manolo estaba ya en la panadería en espera del amanecer para recoger el pan y a la espera de la cuadrilla que ya estaría de retorno de Paradela y Castro de Alcañices con el café que venía de más allá de la frontera y del que vivían cientos de personas de la parte de acá. Por eso la caminera hacía la vista gorda vivían un poco de los riesgos de la noche, pues había puestos en el Salto del Castro, Cerezal, desplazados en Villalcampo y Ricobayo de Alba y cuarteles en Fonfría de Aliste, Cerezal de Aliste y Salto del Esla. Todos tenían que rellenar el estómago con ese tráfico estraperlero que surgía de la necesidad de los tiempos de la negritud de la postguerra. Por aquellos días era raro que cada tarde no hubiera algún entierro de ataúdes pequeños que no podían resistir el empuje de las enfermedades y de las estocadas al estómago. Los curas hacían sus entierros en latín y todo parecía un misterio con aquellas vestimentas que me recuerdan ahora a las gentes del Tibet.
Cuando ya había dejado en la cuadra regresaba a mi vivienda que estaba algo alejada del pueblo y que la llamábamos El Tejar por ser el oficio de tejeros del que vivían mis padres. Corre ría el mes de febrero y a aquellas horas regresaban los pastores del monte donde dejaban sus ovejas en los rediles, generalmente en corrales o en cercados de cañizas, (cercados de teleras de madera ruda que se entrelazaban con aros). Allí dejaban a los mastines y quizás algún pastor dormía con el ganado ante la posibilidad de agresiones del lobo.
Pues bien, en el camino de regreso hacia mi casa siempre me encontraba con los dichos pastores, que al verme venir, y dado que era un niño, se ocultaban detrás de una peña que queda a medio del camino, “Peñas del Prao de los Patacones”, y allí salían con sus capas pardas y me asustaban y a ellos les hacía mucha gracia, pero no a mí, aunque ya estaba acostumbrado a sus bromas.
Un día de esos había luna llena plateada, viento fuerte y nubes algodonadas que surcaban los caminos del aire. Las sombras de las nubes corrían por el suelo a mayor velocidad que los automóviles. Aquel día, ya pasada la referida peña y en un recodo que hacía el camino, pero ocupándolo plenamente, había una sombra que iba y venía, pero no avanzaba. La yegua se asustaba y se encabritaba con riesgo de tirarme al suelo. Supuse enseguida que era otra broma de los pastores y, para demostrarles que no tenía miedo, (en realidad sí lo tenía), hice avanzar a la yegua que se levantaba con las manos y no quería obedecerme. Dí voces a los supuestos pastores de que no me apartaría del camino y así, dando voces y sujetando a la yegua se pasó más de media hora. Por fin conseguí llegar hasta la sombra. No eran los pastores. Era una camada de zarzas, (grupo de zarzas entretejidas), que se habría desprendido por la acción del viento de la pared de algún cercado con las que suelen protegerse para evitar entradas indeseadas y que se había quedado prendida en unos matorrales que había a la vera del camino. La yegua se calmó y reanudamos nuestro andar hacia la casa. Cuando llegamos a la altura de Los Pozos del Tío Trance un hombre y un perro venían a nuestro encuentro. Eran mi padre y mi perro Pirríakas. Mi padre estaba preocupado por mi tardanza y me preguntó por la causa de la misma. Se lo conté todo mientras llegábamos al Tejar. Tanta gracia le hizo que sus carcajadas retumbaban más que el zumbido del viento, se alegró mucho de mi valentía y me dijo que, en efecto, ante el peligro no hay que arredrarse. Mientras cenábamos mis padres siguieron hablando del tema. La noticia se debió de hablar por el pueblo, pues a partir de ese día los pastores ya nunca más intentaron asustarme.
Muelas del Pan sobre el año 1953.
Estulano