LA VIGA
Relato con origen : Muelas del Pan
A veces suceden cosas que no está en nuestro pensamiento que sucedan. Uno tiene la intención de tomarse un fin de semana tranquilo y, ¡zas¡, donde menos piensas se te tuerce o, según cómo se mire, se endereza. Tal es el caso de hace unos días en que decidí, primeramente, pasar unas horas en mi pueblo, Muelas del Pan, pueblecito a orillas del embalse del Esla en la provincia española de Zamora, un gran lago artificial cuyo recule alcanza no menos de 50 km. Por el cauce natural del río que lo forma con algunas ramificaciones importantes en otros afluentes del principal como puede ser el del río Aliste donde se forma una ría de cerca de 30 km. que llega hasta Vegalatrave, un pueblecito de la comarca de Alba o el entrante de Montamarta que tendrá otros 15 km. amén de otras muchas pequeñas rías como la de Sta. Eufemia del Esla o Santa Eulalia de Tábara, sin añadir los entrantes de Valdeperdices y del río Malo o Tirocanto. Es decir, el embalse del Esla es como un gran lago artificial que forma un verdadero pulpo de ramificaciones acuáticas. Pero hete aquí que en esta época de verano, a causa del estiaje, el nivel del mismo estaba muy bajo y no invitaba al baño. Por esa razón el tiempo de estancia en Muelas del Pan se redujo a bastante menos de lo que yo había programado. Esto no impidió que disfrutara de las otras muchas cosas para el entretenimiento que ofrece el término del pueblo. Visité la zona del Arribe del Esla, aguas abajo de la presa, donde visité varios molinos antiguos como el del Tío Verbena y el del Tío Cavila. En esta época del año, es verdad, el arroyo si apenas mostraba un hilillo de agua y el verdor de la hierba se apretujaba en ese lánguido discurrir mirando el musgo de las caprichosas peñas que entornan su corta andada.
Tampoco me faltó tiempo para visitar los lugares de ocio del pueblo y tomarme unas tapitas de pulpo en la vecina aldea de Ricobayo de Alba donde lo preparan sin envidiar a las pulperías de Porto de Sanabria o a los famosos pulpeiros de Galicia. Aquella noche cenamos una buena ternera alistana asada en uno de los varios restaurantes que existen en el municipio. Pero mi mujer quería bañarse. No en una piscina ni en un embalse donde las barranqueras ya asomaban por causa del estiaje.
Decidimos, pues, llegarnos hasta alguna playa gallega y, así, dar satisfacción a mi mujer en sus deseos de gozar de las aguas de la mar salada.
Al día siguiente tomamos la ruta de Galicia partiendo de la capital, pero lo hicimos por Benavente y, en algún momento nos salimos de la autovía de Madrid-Coruña en un lugar que llaman de Villabrázaro y, continuando por la carretera vieja, llegamos a una aldea que llaman San Román del Valle. Estábamos cruzando el pueblo con la intención de tomar un refrigerio y descansar algo cuando, al pasar por una de las calles desiertas, salieron varios animales de un solar arrasado, como en tropel, por lo que apenas pude frenar. El resultado fue que atropellé a un gurriato, un cordero y una gallina mezclada de pedresa y colorada. El gurriato quedó con vida, pero el cordero y la gallina no se movían.
Afortunadamente acertó a pasar una buena señora por allí que se percató del percance y no le dio más importancia al asunto. Dijo que aquel solar era de un cuñado de Garcilaso y que no era la primera vez que sucedía esto, pues algunos vecinos echaban allí desperdicios y que esa era la causa de siempre hubiese animales. También se daba la circunstancia de que el gurriato pertenecía al cuñado de Garcilaso.
Preguntamos dónde se podía localizar al tal cuñado de Garcilaso y, ella misma, nos llevó hasta una bodega en un altozano del pueblo donde se encontraba el dueño del solar. Él mismo fue a buscar los animales muertos y nos dijo que le esperásemos allí, no sin antes interesarse por el estado del automóvil, que, milagro, no había sufrido el más mínimo rasguño.
Como se acercaba la hora de comer, el buen señor dijo que no nos podíamos marchar hasta después de haberlo hecho y que el asunto corría de su cuenta y que no nos preocupáramos por animales, pues eran suyos. Había matado el día anterior otro cordero y nos pregunto si nos gustaba el cordero asado. ¡Hombre! , después de tanta amabilidad no era para protestar. Decidimos quedarnos.
Entramos en su bodega, que no tenía escaleras. Había un gran tino a la izquierda de la lumbre del cual sacó una jarra burbujeante y nos la ofreció para calmar el susto. En verdad que esta bueno aquel vino.
A lo largo de un ventano entraba una viga que caía, justamente, encima de la lumbre. Dijo que era la leña con que había que asar el cordero por lo que me rogó que le ayudase a acercarla un poco más. Así lo hice y prendió la lumbre. Su señora acababa de llegar con un caldero con la carne ya aliñada del cordero que ya tenían preparado para condimentar. También traía unos refrescos para ella y mi señora que no bebían vino, unas hermosas lechugas, pimientos y tomates junto con una hermosota hogaza de pan del valle.
Comimos opíparamente hasta hartarnos de aquel cordero del valle y de aquellas lechugas y tomates, siempre regado con el vinillo burbujeante de su propia cosecha. Charlamos largo y tendido hasta bien sonadas las seis de la tarde.
Una de las preguntas que le hice fue: ¿Porqué no sierra Vd. La viga y la va metiendo en trozos? – “Pues muy sencillo” - me respondió- “la viga tiene clavos y podría deteriorarse la motosierra”. Mi cuñado Garcilaso me inculcó la idea de que metiendo la viga por la ventana y empujándola poco a poco podría consumirla según la necesidad. “Pues no es mala idea” – dije yo - Ese cuñado suyo tiene buenas ocurrencias.
Nos despedimos prometiendo que algún día le devolveríamos la invitación y dijo que era difícil, pues apenas salía del pueblo, pero que cuando quisiéramos, siempre estaba en la bodega a esas horas y que no teníamos que preguntar a nadie para hallarlo.
Seguimos camino de Galicia entrando por los accesos de Alija del Infantado. Aquella noche pernoctamos en el arrabal ponferradino de Camponaraya en casa de unos familiares. Al día siguiente nos llegamos hasta los escarpados de Carballo, en la provincia de La Coruña, donde mi mujer disfrutó de las aguas de la mar salada y yo de los buenos ribeiros que sirven por la zona.
Posteriormente he conocido a Garcilaso que reside en la ciudad de Valladolid y, entre los dos hemos referido este pequeño incidente sucedido en San Román del Valle que quedará para siempre en mi memoria por la hospitalidad y amabilidad de sus gentes.
Tampoco me faltó tiempo para visitar los lugares de ocio del pueblo y tomarme unas tapitas de pulpo en la vecina aldea de Ricobayo de Alba donde lo preparan sin envidiar a las pulperías de Porto de Sanabria o a los famosos pulpeiros de Galicia. Aquella noche cenamos una buena ternera alistana asada en uno de los varios restaurantes que existen en el municipio. Pero mi mujer quería bañarse. No en una piscina ni en un embalse donde las barranqueras ya asomaban por causa del estiaje.
Decidimos, pues, llegarnos hasta alguna playa gallega y, así, dar satisfacción a mi mujer en sus deseos de gozar de las aguas de la mar salada.
Al día siguiente tomamos la ruta de Galicia partiendo de la capital, pero lo hicimos por Benavente y, en algún momento nos salimos de la autovía de Madrid-Coruña en un lugar que llaman de Villabrázaro y, continuando por la carretera vieja, llegamos a una aldea que llaman San Román del Valle. Estábamos cruzando el pueblo con la intención de tomar un refrigerio y descansar algo cuando, al pasar por una de las calles desiertas, salieron varios animales de un solar arrasado, como en tropel, por lo que apenas pude frenar. El resultado fue que atropellé a un gurriato, un cordero y una gallina mezclada de pedresa y colorada. El gurriato quedó con vida, pero el cordero y la gallina no se movían.
Afortunadamente acertó a pasar una buena señora por allí que se percató del percance y no le dio más importancia al asunto. Dijo que aquel solar era de un cuñado de Garcilaso y que no era la primera vez que sucedía esto, pues algunos vecinos echaban allí desperdicios y que esa era la causa de siempre hubiese animales. También se daba la circunstancia de que el gurriato pertenecía al cuñado de Garcilaso.
Preguntamos dónde se podía localizar al tal cuñado de Garcilaso y, ella misma, nos llevó hasta una bodega en un altozano del pueblo donde se encontraba el dueño del solar. Él mismo fue a buscar los animales muertos y nos dijo que le esperásemos allí, no sin antes interesarse por el estado del automóvil, que, milagro, no había sufrido el más mínimo rasguño.
Como se acercaba la hora de comer, el buen señor dijo que no nos podíamos marchar hasta después de haberlo hecho y que el asunto corría de su cuenta y que no nos preocupáramos por animales, pues eran suyos. Había matado el día anterior otro cordero y nos pregunto si nos gustaba el cordero asado. ¡Hombre! , después de tanta amabilidad no era para protestar. Decidimos quedarnos.
Entramos en su bodega, que no tenía escaleras. Había un gran tino a la izquierda de la lumbre del cual sacó una jarra burbujeante y nos la ofreció para calmar el susto. En verdad que esta bueno aquel vino.
A lo largo de un ventano entraba una viga que caía, justamente, encima de la lumbre. Dijo que era la leña con que había que asar el cordero por lo que me rogó que le ayudase a acercarla un poco más. Así lo hice y prendió la lumbre. Su señora acababa de llegar con un caldero con la carne ya aliñada del cordero que ya tenían preparado para condimentar. También traía unos refrescos para ella y mi señora que no bebían vino, unas hermosas lechugas, pimientos y tomates junto con una hermosota hogaza de pan del valle.
Comimos opíparamente hasta hartarnos de aquel cordero del valle y de aquellas lechugas y tomates, siempre regado con el vinillo burbujeante de su propia cosecha. Charlamos largo y tendido hasta bien sonadas las seis de la tarde.
Una de las preguntas que le hice fue: ¿Porqué no sierra Vd. La viga y la va metiendo en trozos? – “Pues muy sencillo” - me respondió- “la viga tiene clavos y podría deteriorarse la motosierra”. Mi cuñado Garcilaso me inculcó la idea de que metiendo la viga por la ventana y empujándola poco a poco podría consumirla según la necesidad. “Pues no es mala idea” – dije yo - Ese cuñado suyo tiene buenas ocurrencias.
Nos despedimos prometiendo que algún día le devolveríamos la invitación y dijo que era difícil, pues apenas salía del pueblo, pero que cuando quisiéramos, siempre estaba en la bodega a esas horas y que no teníamos que preguntar a nadie para hallarlo.
Seguimos camino de Galicia entrando por los accesos de Alija del Infantado. Aquella noche pernoctamos en el arrabal ponferradino de Camponaraya en casa de unos familiares. Al día siguiente nos llegamos hasta los escarpados de Carballo, en la provincia de La Coruña, donde mi mujer disfrutó de las aguas de la mar salada y yo de los buenos ribeiros que sirven por la zona.
Posteriormente he conocido a Garcilaso que reside en la ciudad de Valladolid y, entre los dos hemos referido este pequeño incidente sucedido en San Román del Valle que quedará para siempre en mi memoria por la hospitalidad y amabilidad de sus gentes.
Garcilaso del Valle & Luis Pelayo