EL POTRO (Muelas del Pan, año 1952)
Relato con origen : Muelas del Pan
En la provincia de Zamora, en España, han existido y existen costumbre y cosas que normalmente no se ven en otros lugares. Una de esas cosas son los “potros” desperdigados por toda su geografía, especialmente hacia la zona que raya con Portugal. El potro es un montaje, normalmente con maderos y herrajes en forma de prisma echado por donde puede entrar un animal. Una vez dentro lo amarran por la barriga y la cabeza para inmovilizarlo y así poder herrarlo sin dificultad. Esto se hace con vacas y toros. Con el ganado mular, asnal y caballar no es necesario, pues una vez domado el animal se deja herrar sin grandes dificultades. En realidad comprenden que les van a poner unos zapatos nuevos y se están quietecines. Esto no sucede con las vacas que son muy ariscas a dejarse doblar las patas para proceder al herraje.
También se llaman potros a los caballos jóvenes y es de eso de lo que hoy vamos a hablar, de esos caballitos que aún no han sido domados y que retozan, normalmente, detrás de mamá yegua.
En cierta ocasión mi padre fue a la feria de Fonfría que tenía lugar el 22 de cada mes. Pocas ferias se perdía mi padre, a la sazón persona de unos cuarenta años de edad, en especial nunca faltaba a la de Fonfría ni tampoco a la de Ricobayo. Ésta última el día 5 de cada mes. Pocas veces compraba algo, pero si lo hacía lo vendía ese mismo día y en la misma feria para ganar unos duros, salvo que necesitara un animal para su servicio de su actividad personal.
Este fue el caso aquel día; un señor de la vecina localidad de Villalcampo llevó un potro a vender a la feria de Fonfría y mi padre llevaba dinero para comprar un caballo que le hacía falta para las labores del tejar, él era tejero y vivía de hacer y vender tejas y ladrillos, pues una yegua que tenía era ya bastante vieja y era tiempo de pensar en deshacerse de ella. El potro lo consiguió por cuatro mil pesetas, (que era en aquel entonces una cantidad considerable, estamos hablando en torno al año 1952)), y ya tenía cuatro años. No había sido montado todavía, pero con un par de domas estaría presto para el trabajo. Era muy juguetón y de porte apercheronado; tenía unos cascos grandes que serían muy aptos para pisar el barro. (En los tejares se amasaba el barro para hacer las piezas con ayuda de caballerías en unas pilas especiales). Cuando llegó con el potro atado a una cabezada de lía y un cordel todos recibimos una alegría, pues era una novedad. Todos veíamos que la yegua vieja ya no valía y estaba llegando a su fin. Todavía duraría la yegua un par de años más, tiempo en el que transcurre la historia del potro.
II
El día en que suceden los hechos era a mediados de primavera; los campos estaba exuberantes y los arroyos corrían con una cierta alegría. Aquel día, debía de ser un día de fiesta, no se trabajaba y mi padre me mandó llevar al potro a que paciera en el valle de Piedrafincada, una pradera colindante con la finca en que se encontraba el tejar. Yo dejé al animal en la pradera y, si yo me marchaba, él venía detrás de mí. Bueno, pues yo me entretenía segando hierba de la pradera con un hocil, una hoz para niños, y se la daba al animal, pues en cuanto me alejaba de él me seguía donde yo fuese. Mi padre me había encargado de hacer algunas cosillas en el tejar, que estaba allí al lado, mientras el potro pastara, pero no había manera, no se retiraba de mi. Bueno, pues yo fui a hacer lo que me habían mandado y el potro todo el tiempo detrás de mí y no me dejaba hacer nada. Ya un poco cansado de él le amenacé con una vara de mimbre para que se alejara. Se alejó y empezó a galopar. Galopó tanto que se fue muy lejos y tuve el temor de que se me perdiera. Le di voces y vino hacia mí, siempre galopando, pero pasaba por mi lado y se marchaba, tierras arriba, hasta un palomar alejado de allí a unos cuatrocientos metros. Ya me olvidé de hacer las tareas que me habían ordenado, pues mi preocupación ahora era que el potro no se me escapara. Cuando había llegado al palomar le grité, pues se paraba al ver que yo no iba tras de él. Yo estaba junto a un barranco donde estaba el corte en que se sacaba la arcilla. El barranco tendría de dos a tres metros de altura. El potro se arrancó hacia mí y yo respiré tranquilo, pues más allá del palomar está la llanura y yo temía que se me escapara por allí.
Digo que se arrancó hacia mí como desbocado, y tan hacia mi vino que con su cabeza y patas delanteras me empujó barranco abajo. Yo caí de espaldas y todavía me pisó un hombro con una de las patas traseras. (Todavía hoy, después de tantos años pasados, el hombro me duele en tiempos de reuma). Bien, me pisó y se fue hacia la pradera donde se quedó. Yo, después de repuesto del susto cogí la cabezada y me allegué hasta donde estaba. Se quería marchar como queriendo seguir retozando. Con el hocil que estaba cerca corté un poco de hierba fresca y se la mostré. Vino como receloso hacia mí. En ese momento con la cuerda se la até al pescuezo y le puse la cabezada. Lo até a un fincón (un pedrusco hincado en el campo) y me fui a buscar una cuerda larga y una estaca al tejar. Y lo estaqué en la pradera para que pastara mientras me fui a realizar las tareas encomendadas hasta el atardecer en que lo recogí y lo llevé al establo de la casa. Les conté a mis padres lo que había sucedido y mi padre dijo «Creo que ya ha llegado el tiempo de domarlo». Pero esa es otra historia que os contaré otro día.
También se llaman potros a los caballos jóvenes y es de eso de lo que hoy vamos a hablar, de esos caballitos que aún no han sido domados y que retozan, normalmente, detrás de mamá yegua.
En cierta ocasión mi padre fue a la feria de Fonfría que tenía lugar el 22 de cada mes. Pocas ferias se perdía mi padre, a la sazón persona de unos cuarenta años de edad, en especial nunca faltaba a la de Fonfría ni tampoco a la de Ricobayo. Ésta última el día 5 de cada mes. Pocas veces compraba algo, pero si lo hacía lo vendía ese mismo día y en la misma feria para ganar unos duros, salvo que necesitara un animal para su servicio de su actividad personal.
Este fue el caso aquel día; un señor de la vecina localidad de Villalcampo llevó un potro a vender a la feria de Fonfría y mi padre llevaba dinero para comprar un caballo que le hacía falta para las labores del tejar, él era tejero y vivía de hacer y vender tejas y ladrillos, pues una yegua que tenía era ya bastante vieja y era tiempo de pensar en deshacerse de ella. El potro lo consiguió por cuatro mil pesetas, (que era en aquel entonces una cantidad considerable, estamos hablando en torno al año 1952)), y ya tenía cuatro años. No había sido montado todavía, pero con un par de domas estaría presto para el trabajo. Era muy juguetón y de porte apercheronado; tenía unos cascos grandes que serían muy aptos para pisar el barro. (En los tejares se amasaba el barro para hacer las piezas con ayuda de caballerías en unas pilas especiales). Cuando llegó con el potro atado a una cabezada de lía y un cordel todos recibimos una alegría, pues era una novedad. Todos veíamos que la yegua vieja ya no valía y estaba llegando a su fin. Todavía duraría la yegua un par de años más, tiempo en el que transcurre la historia del potro.
II
El día en que suceden los hechos era a mediados de primavera; los campos estaba exuberantes y los arroyos corrían con una cierta alegría. Aquel día, debía de ser un día de fiesta, no se trabajaba y mi padre me mandó llevar al potro a que paciera en el valle de Piedrafincada, una pradera colindante con la finca en que se encontraba el tejar. Yo dejé al animal en la pradera y, si yo me marchaba, él venía detrás de mí. Bueno, pues yo me entretenía segando hierba de la pradera con un hocil, una hoz para niños, y se la daba al animal, pues en cuanto me alejaba de él me seguía donde yo fuese. Mi padre me había encargado de hacer algunas cosillas en el tejar, que estaba allí al lado, mientras el potro pastara, pero no había manera, no se retiraba de mi. Bueno, pues yo fui a hacer lo que me habían mandado y el potro todo el tiempo detrás de mí y no me dejaba hacer nada. Ya un poco cansado de él le amenacé con una vara de mimbre para que se alejara. Se alejó y empezó a galopar. Galopó tanto que se fue muy lejos y tuve el temor de que se me perdiera. Le di voces y vino hacia mí, siempre galopando, pero pasaba por mi lado y se marchaba, tierras arriba, hasta un palomar alejado de allí a unos cuatrocientos metros. Ya me olvidé de hacer las tareas que me habían ordenado, pues mi preocupación ahora era que el potro no se me escapara. Cuando había llegado al palomar le grité, pues se paraba al ver que yo no iba tras de él. Yo estaba junto a un barranco donde estaba el corte en que se sacaba la arcilla. El barranco tendría de dos a tres metros de altura. El potro se arrancó hacia mí y yo respiré tranquilo, pues más allá del palomar está la llanura y yo temía que se me escapara por allí.
Digo que se arrancó hacia mí como desbocado, y tan hacia mi vino que con su cabeza y patas delanteras me empujó barranco abajo. Yo caí de espaldas y todavía me pisó un hombro con una de las patas traseras. (Todavía hoy, después de tantos años pasados, el hombro me duele en tiempos de reuma). Bien, me pisó y se fue hacia la pradera donde se quedó. Yo, después de repuesto del susto cogí la cabezada y me allegué hasta donde estaba. Se quería marchar como queriendo seguir retozando. Con el hocil que estaba cerca corté un poco de hierba fresca y se la mostré. Vino como receloso hacia mí. En ese momento con la cuerda se la até al pescuezo y le puse la cabezada. Lo até a un fincón (un pedrusco hincado en el campo) y me fui a buscar una cuerda larga y una estaca al tejar. Y lo estaqué en la pradera para que pastara mientras me fui a realizar las tareas encomendadas hasta el atardecer en que lo recogí y lo llevé al establo de la casa. Les conté a mis padres lo que había sucedido y mi padre dijo «Creo que ya ha llegado el tiempo de domarlo». Pero esa es otra historia que os contaré otro día.
Luis Pelayo Fernández E49167