VOLVER A VIVIR
(Castronuevo de los Arcos)
“Vamos a aprovechar un rato”, le decía a su hijo mientras éste le tomaba de la mano y ambos caminaban como cada tarde. Tendría el muchacho no más de quince años, un buen hijo, siempre acompañando la soledad del padre desde que la vida le atestó aquel inesperado golpe y en la casa se dejó de escuchar la sonrisa cantarina de la madre.
Como en una admitida rutina, después de la escuela, salían a caminar calle tras calle, buscando la soledad, huyendo de la estridencia del tráfico o la presencia de la gente. A veces charlaban de cosas cotidianas; otras, tan solo recorrían en silencio un tramo tras otro hasta extinguir las horas y emprender un regreso a la casa vacía que ambos temían por igual. Luego, a la atardecida, era más fácil: las tareas de la escuela, preparar la cena, los quehaceres de la siguiente jornada… así se llenaban las pocas horas antes de acostarse, evitando pensar o ver siquiera aquella taza de café que era la de ella, el sillón donde nadie se sentaba, las agujas de tejer en el canasto, el orden que presidía la casa entera…
Su madre estaba en todas partes. El muchacho la escuchaba mentalmente y se bañaba a su hora, ayudaba al padre, hacía su cama, no faltaba a las clases complementarias, se esforzaba en sacar buenas notas en la escuela y cuidaba a su padre estando cerca de él todo el tiempo que podía. Sin embargo, la casa entera mantenía aún el perfume de la madre que se hacía patente al abrir los cajones de la ropa, aromatizados por el mismo jabón que ella usaba, porque no se habían deshecho de sus pertenencias. Ni padre ni hijo quisieron apartar los objetos cotidianos que les producían dolor, pero eran al mismo tiempo una forma de presencia que indicaba que la madre no se había ido del todo.
Una mañana el muchacho llegó a casa antes de la cuenta porque se había suspendido la última clase; encontró al padre sentado en el sillón, con la foto de su madre entre las manos, llorando desconsoladamente. No le dio tiempo a fingir, como tantas veces, y se vio descubierto ante un hijo que le miraba atónito, clavado en el suelo. Sin pronunciar palabra, se acercó a su padre, le tomó con dulzura la fotografía de las manos y juntos la observaron con los ojos del muchacho anegados también en lágrimas. Era la primera y única vez que había visto llorar a su padre. Ninguno dijo nada, se mantuvieron un rato abrazados y después el padre le dijo tan solo una frase:
• “Es hora de volver a vivir, hijo. Ella siempre estará con nosotros”.
Entonces, los dos juntos, se deshicieron del cepillo de dientes, la chaqueta verde que aún permanecía colgada en una silla del salón, y otros objetos que consideraron innecesario mantener a la vista, hasta que, poco a poco, como se curan las heridas del alma, su madre siguió con ellos pero ya solo en el recuerdo, porque habían entendido que era preciso romper aquella ligazón con el mundo donde ella se encontraba y dejarla descansar al tiempo que ellos reanudaron la vida que tenían que vivir para no volverse locos de dolor.
Mª Soledad Martín Turiño