VIVIR EL MOMENTO
(Castronuevo de los Arcos)
La indecisión había sido una constante durante toda su vida, unido a un sentimiento de perenne apatía que le impedía disfrutar de las cosas, tener ilusiones o forjar proyectos. Vivía pendiente de sí mismo, de sus inexistentes achaques, del funcionamiento de su cuerpo y de los diferentes dolores que le acometían, como a casi todo el mundo, pero a los que daba una importancia tan desmedida que llegaban a dominar el sentido de sus días. No tenía inquietud alguna, carecía de planteamiento de futuro o forma de llenar su ocio; solo dejaba transcurrir el tiempo como si fuera dueño de él a perpetuidad.
Veía como los que habían sido compañeros de colegio e instituto, se especializaban en sus respectivas carreras, luego viajaban, hacían masters para complementar la formación y, por último, encontraban un puesto de trabajo. Allí, muchos habían prosperado con el transcurso de los años y ahora ejercían puestos de responsabilidad; sin embargo, él empezó y terminó en el mismo lugar haciendo las mismas tareas.
Cuando, tras toda una vida de trabajo, los compañeros de instituto decidieron hacer una comida de hermandad, dudó si aceptar la invitación, pensaba que nada podía aportarle ahora que todos estaban dispersos y no había tenido contacto con ninguno desde hacía mucho tiempo. Con la pasividad que le caracterizaba y en el último momento, decidió aceptar.
El reencuentro fue grato pese a que casi todos habían cambiado mucho; los jóvenes que él recodaba nada tenían que ver con estos señores, algunos con oronda barriga, muchos de ellos calvos y otros en plena forma porque eran adictos al gimnasio. Su mejor amigo de aquella época era un insigne abogado, dueño de un bufete de prestigio; otro se había convertido en jefe de servicio de un gran hospital de la ciudad tras haber implantado una técnica novedosa aprendida en sus años de formación en Estados Unidos. La mayoría estaban casados o divorciados, solo dos permanecían solteros por vocación y muchos tenían hijos mayores que seguían sus pasos en la misma profesión que sus padres. También se enteró de que había fallecido Andrés, un chico atlético y deportista que era la envidia de todos y al que se llevó por delante un infarto fulminante cuando estaba en la plenitud de su vida.
Después de una agradable comida, el café y las copas se prolongaron hasta bien entrada la tarde; entonces empezaron las despedidas. Él fue de los primeros en irse, llegó un momento en que le aburrían aquellos comentarios manidos, aquella ostentación innecesaria y, sobre todo, la comparación con su propia vida que no había sido ni medianamente interesante. En un momento incluso se avergonzó de los progresos ajenos en comparación con su falta de objetivos.
Al salir del restaurante caminó a paso firme para alejarse cuanto antes de allí y que nadie pudiera seguirle. Casi había llegado a su casa cuando se detuvo en un banco, se sentó y pensó en cómo había transcurrido su vida. Revivió los años de instituto, aquellos compañeros de clase que acababa de ver, ahora tan cambiados, pero que todos habían progresado en la vida y entonces, por primera vez, se sintió humillado, descontento consigo mismo, avergonzado por no haber tenido el coraje de vivir, de tener sueños, de viajar y conocer otros lugares tal y como le repetía a menudo su mujer. También a ella la había arrastrado a una vida simple, pese a que su carácter no tenía nada que ver con el suyo, porque era activa por naturaleza, y aunque fuera sola, se apuntaba a cursos de mayores, ejercía un voluntariado, salía con las amigas… pero a su regreso a casa, le encontraba siempre en el sillón, sin hacer nada. Ahora se veía a sí mismo como una rémora y la comparativa con los demás le dejaba en muy mal lugar, pero ya era tarde para cambiar y, además, le daba una pereza infinita salir de aquella zona de confort, una torre de marfil donde se marchitaba cada día sin objetivos ni ilusiones.
Durante días estuvo cavilando obsesivamente, ni prosperó en el trabajo, ni tampoco en la vida y pensó que, cuando las parcas se lo llevaran, nadie podría enumerar sus glosas porque apenas había nada que decir de su persona, salvo que era un buen hombre y había trabajado sin descanso durante toda su vida. Aquel pensamiento le irritó, porque empezaba a ser consciente de todo el tiempo que había desperdiciado, del ejemplo tan pobre que había dado a sus hijos y de que la vida tenía a su disposición muchos recursos que había desaprovechado.
Sorprendió a su mujer con un largo viaje por varios países, para compensarla por tantos años de olvido; ella aceptó encantada, con la ilusión de una niña. Prepararon equipaje y empezaron su ruta por Italia, Grecia, recorriendo gran parte de Asia. Nunca había sido tan feliz y, cuando miraba a su mujer, su gozo se duplicaba porque la veía radiante, disfrutando de cada cosa. Una tarde, cuando se dispusieron a coger el avión para dirigirse a un país nuevo, ocurrió algo inesperado. Un joven que apenas tendría veinte años apareció corriendo en dirección contraria a ellos y, al llegar a su altura, detonó un dispositivo que llevaba conectado a su cintura mediante un enorme cinturón de explosivos; todo saltó por los aires y durante un buen rato solo permaneció una gruesa nube de polvo blanco, unido al estruendo de las cristaleras del aeropuerto que se hicieron añicos y mucho después sirenas de ambulancias y policías que solo pudieron confirmar la existencia de una gran masacre.
Del matrimonio, al igual que de todas las personas que estaban allí en aquel momento, no quedó ni rastro.
Mª Soledad Martín Turiño