VACACIONES EN EL PUEBLO
(Castronuevo de los Arcos)
Las vacaciones eran especiales en las mañanas alegres de aquellos veranos cuando jugábamos sin parar durante el día, aprovechando cada momento para divertirnos, para salir corriendo y perdernos entre las tapias de la vieja escuela, o nos adentrábamos con sigilo en la huerta de la casa que estaba a la salida del pueblo, pasada la gasolinera, con la intención de robar furtivamente fruta de los árboles y luego nos agazapábamos para no ser vistos mientras la devorábamos con satisfacción, o jugábamos a las escondidas en un lugar con múltiples rincones donde pasar inadvertidos… Todo eran experiencias entretenidas que hacían de las vacaciones un momento especial y único del año.
Las obligaciones, los estudios y la vida en la ciudad quedaban atrás y se regresaba a los pueblos para reencontrarse con la familia y los amigos dispersos y disfrutar de la simplicidad de una vida natural. El río o la vega eran lugares para ir por la tarde y ocultarse entre los juncos mientras espantábamos alguna rana y hacíamos saltar a los peces o los cangrejos que se escondían entre los tallos; luego, los más osados se adentraban en el agua y una vez allí no había normas: chapoteos, risas, aguadillas… Todo valía.
¡Cómo recuerdo aquellos veranos! Los mayores dejaban a los niños campar a sus anchas, porque no había preocupaciones, todo el mundo se conocía, los chicos entrábamos en todas las casas, ya que por una u otra razón, casi todas las familias del pueblo estaban relacionadas ya fuera por parentesco o por una vecindad muy acendrada, y nos agasajaban con dulces, fruta o un simple vaso de agua en el rato que íbamos en tropel para coger una chaqueta, dar un recado o simplemente por el placer de entrar y que nos obsequiaran con algo.
Los domingos, sin embargo, estábamos más sometidos. Por la mañana era obligado ir a misa; así que se nos vestía de fiesta y entrábamos en la iglesia ocupando nuestro lugar según la disposición que siempre hubo en el templo: la primera bancada junto al altar era para los más pequeños: niños a la izquierda y niñas a la derecha; detrás en una segunda irían las mujeres y al final los hombres. Era frecuente que el cura eligiera cada domingo un par de niños como monaguillos para ayudar en la celebración de la misa, lo que nos hacía estar más atentos y no distraer a nuestros amigos en la tarea encomendada, ya que temíamos la posterior reprimenda del sacerdote. Cuando acababa el oficio religioso, muchos nos dispersábamos con nuestras familias, ya que era una costumbre visitar a parientes enfermos o mayores que no podían salir de casa. A mí no me desagradaba porque eran muy amables conmigo, pero recuerdo que a mi hermana pequeña no le gustaba nada, así que íbamos con mi madre y pasábamos allí el tiempo justo hasta la hora de comer que regresábamos a casa.
La comida del domingo solía ser especial, se añadía un postre rico y nos complacía a todos; luego los mayores tomaban café y tertuliaban un rato antes de retirarse a dormir la siesta y los pequeños aprovechábamos ese rato en que no nos dejaban salir a la calle porque eran las horas de mayor calor, para jugar por la casa y descubrir rincones secretos en el sobrao, el corral, la panera o en las cuadras vacías ya de animales, hasta la hora de merendar. Todo nos llamaba la atención: las viejas herramientas que yacían polvorientas en el desván, los aperos de labranza que colgaban de enormes puntas en el corral y las cuadras, pucheros de formas inusuales escondidos dentro del horno o en la cantarera, trozos de cuerda semioculta en el pajar, o nos subíamos al tractor que estaba aparcado dentro del garaje; todo era motivo de diversión y hallazgo en aquellos caserones enormes de los pueblos.
Por la tarde los amigos nos juntábamos de nuevo para ir un rato a la era a jugar hasta la hora del baile en la plaza o en el frontón. Allí nos metíamos entre las parejas jugando y siendo conscientes de que les molestábamos, pero eso formaba parre de la diversión. A medida que fuimos creciendo, encontramos en el baile una forma de relacionarnos juntos chicos y chicas, de conocernos, de intimar un poco y de abandonar las chiquilladas para entrar en una época de adolescencia menos proclive a las travesuras de la infancia. Fueron varias parejas las que se formaron en aquellos bailes de pueblo y algunos amores de verano nacieron entre los sones de unos músicos que tocaban encima de un carro para deleite de aquéllos pueblos que no conocían manera mejor de bailar un pasodoble, algún tango y las canciones de moda al abrigo de la noche, de unas noches de fiesta en las que el pueblo perdía su compostura diaria para bailar la vida o simplemente mirar desde las gradas a aquellos que danzaban al son de los acordes.
Las vacaciones de verano fueron una etapa muy querida en la vida de muchos de nosotros. La mayoría emigramos después a diferentes ciudades dejos del pueblo y solo volvíamos a vernos en verano, para recordar aquellos días e inculcar a nuestros hijos la felicidad tan barata y preciosa que tuvimos un día, sin hacer el menor gasto económico, porque lo realmente importante se mide en buenos momentos, en instantes preciosos que elevan el alma y son insustituibles porque se recuerdan siempre con agrado y nostalgia.
Mª Soledad Martín Turiño