UNOS PADRES, UN HIJO, UN CONSEJO
(Castronuevo de los Arcos)
Necesitaba consejo porque en ese momento de su vida, padeciendo una adolescencia difícil y un carácter problemático que todo lo ponía en solfa, era una preocupación constante. Sus padres ya no sabían qué hacer con aquel muchacho larguirucho y pecoso, que aparentaba comerse el mundo, pero, en el fondo, era un mar de dudas.
En el colegio pronto se convirtió en líder, tenía las mejores notas, estudiaba con ahínco y se metía en todos los líos que podía, arrastrando a los chicos de carácter más débil. Recibió numerosas regañinas de los profesores y alguna del director, pero viendo sus notas, nada podían reprocharle salvo una pequeña llamada al orden. No obstante, las amonestaciones dejaron de surtir efecto en él y cada día se planteaba nuevos retos: cuestionaba la autoridad de algún profesor poniéndole en apuros porque dialécticamente tenía un pico de oro y sabía poner a la gente contra las cuerdas con su desparpajo incontestable.
En casa, al ser hijo único y haber llegado al mundo cuando sus progenitores, ya mayores, no lo esperaban, desde el principio le habían concedido todos los caprichos y, poco a poco, se iba adueñando de la voluntad de sus padres para hacer lo que quería. No respetaba los horarios de las comidas, iba a la cama cuando se le antojaba, se acostaba a las tantas… pero, entre todas aquellas faltas, siempre sacaba tiempo para estudiar y cuando lo hacía era una máquina; tenía buena memoria y facilidad para aprender, de modo que no había asignatura que se le resistiera.
Fue al finalizar el curso cuando comunicó en casa que había tomado la decisión de entrar en el seminario, estudiar teología y hacerse sacerdote. La noticia la recibieron con sorpresa y gran escepticismo, máxime cuando no había en él señal alguna que demostrara la vocación que ahora manifestaba. Sus padres le aconsejaron que dejara pasar el verano y lo pensara detenidamente, ya que era una decisión muy importante para tomarla a la ligera. El muchacho, en contra de lo que sería de esperar, meditó un instante, miró a sus padres detenidamente y les prometió que lo haría, aunque confiaba en que su decisión sería inapelable.
La familia solía pasar el mes de agosto en una casita cerca del mar. Habían ido allí desde que el crío era pequeño y los veranos constituían un reencuentro de amigos y familias. Fue allí, cuando se produjo el milagro. Los chicos no paraban en casa, se hacían barbacoas, marchas, excursiones y meriendas y todos cuidaban de todos, porque en esos veranos no había reglas.
Cuando habían trascurrido tan solo unos días, tras haber reanudado conversaciones con amigos y ponerse al día con todo el grupo, decidió aislarse y, cada día estaba más horas en casa, leyendo, meditando o tomando el sol; disfrutaba de aquellos momentos únicos en soledad, porque sus padres pasaban casi todo el día con el grupo en actividades al aire libre, lo que le permitía una independencia absoluta sin tener que dar explicaciones. Notó que, poco a poco, se producía un cambio en su forma de pensar, lo que antes le agradaba, ahora ya no le satisfacía; veía a sus amigos de la infancia como un grupo de jóvenes inexpertos, con actitudes y comportamientos que consideraba infantiles, incapaces de seguir una conversación, y con unos objetivos que se basaban únicamente en disfrutar de aquel verano de ocio.
Él, sin embargo, ocupó su tiempo leyendo filosofía, empapándose de los clásicos, estudiando historia… así descubrió un diferente y apasionante mundo de inquietudes nuevas, con un abanico de posibilidades que se abrían ante sí para no cerrarse a nada, manteniendo la mente abierta a todas las opciones. El sacerdocio, que lo había pensado como una forma de evasión mental, más que como una creencia firme, le parecía ahora descartable, pero debía tomar una decisión antes de acabar aquel verano.
Transcurrían los días y los padres estaban satisfechos, notaban a su hijo más centrado, sin la exaltación de tiempo atrás, quizá más meditabundo de la cuenta, pero, al fin y al cabo, preferían este estado al anterior. Una mañana, se había levantado temprano porque no podía conciliar el sueño; salió al jardín que rodeaba el edificio; las plantas y el césped recién regados eran un placer para la vista, y desprendían un suave aroma que perfumaba el ambiente. Su padre estaba sentado de espaldas y no había percibido la llegada del hijo. Cuando se acercaron, una sonrisa acompañó al saludo de buenos días.
Por lo general no solían hablar, prácticamente no conocía a aquel hombre mayor, trabajador, honrado y de pocas palabras. Se sentaron juntos y, poco a poco, empezó a fluir una inusual conversación, al principio baladí, comentando las trivialidades propias de aquellos días de asueto; pero luego pasaron a terrenos más profundos y hablaron, hablaron mucho. Para el joven fue todo un descubrimiento comprobar como su padre era un hombre versado en muchos temas, seguía las conversaciones, tenía una cultura superior a la que demostraba, y, además, sugería opciones que ni siquiera a él se le habían ocurrido. Le planteó la posibilidad de estudiar en el extranjero, lo que dejó al muchacho sin palabras, porque ni siquiera imaginaba que su padre pudiera haber pensado en algo así. Le dijo que el dinero no era problema porque tenían ahorros y la mejor forma de invertirlo era en su educación… y siguieron hablando y hablando.
Cuando, al cabo de varias horas, apareció la madre con el desayuno, les descubrió cómplices y sonrientes, y entonces se desvanecieron sus preocupaciones porque sabía que su hijo elegiría la opción correcta.
Mª Soledad Martín Turiño