UNA HISTORIA DE CASA
(Castronuevo de los Arcos)
Vive solo desde que enviudó hace ya más de diez años; sus hijas le visitan a menudo y le llaman por teléfono a diario, pero solo él conoce el peso de la soledad cuando cierra la puerta de casa a eso de las seis de la tarde en los otoños tristes y oscuros, enciende la luz y debe matar las horas hasta la hora de la cena sin saber qué hacer con el tiempo.
Antes no era problema porque siempre fue un hombre inquieto y no paraba de hacer cosas: el huerto ocupaba todas sus horas, cuando no había que escardar, rehacía los surcos para que crecieran robustos los tomates, las judías verdes o los pimientos que recogía para dar a sus hijas, llenándoles bolsas enteras, y también para regalar a las dependientas de la farmacia que se portaban muy bien con él, o al pobre negro que pedía a la entrada del supermercado al lado de casa.
Siempre tenía actividad, y casi en todo momento al aire libre; solo cuando terminaba de faenar entraba en casa, se cambiaba de ropa y se sentaba a leer el periódico o el libro, siempre con alguna lectura entre las manos hasta la hora de cenar. Ese era su momento de descanso, pero también de magia porque los personajes de aquellos libros, casi siempre históricos, eran sus compañeros de viaje, le acompañaban en sus aventuras, descubrían juntos nuevos mundos o entraba a saco en la política y en la guerra que eran temas que le apasionaban. Luego, cuando venía algún hijo le contaba las historias de aquellos libros y sus ojos brillaban de forma especial porque recodaba hasta el más mínimo detalle. De vez en cuando suspendía la lectura, levantaba la vista y miraba un momento al vacío, mientras sus pensamientos huían de la realidad para viajar muy lejos, a su juventud allá en el pueblo, a su esposa que le había dejado tan solo, o a esos dolores silenciados que tanto temía y que eran cada vez más frecuentes; luego, en un fugaz instante, suspiraba de manera casi inconsciente, y reanudaba su lectura.
Las mañanas eran más entretenidas porque a veces cogía el autobús para ir al pueblo, y esos eran los mejores momentos, la libertad de dar aquellos largos paseos y luego sentarse a tomar un café, hacer alguna compra doméstica y regresar a su casa; algo trivial, casi sin importancia, pero para él constituía toda una liberación, un sentirse vivo y, sobre todo, independiente.
Frisaba los ochenta y cinco años cuando le llevaron al hospital ya que las molestias se convirtieron en dolor intolerable producto de un cáncer, otro más, al que tuvo que hacer frente con una drástica intervención que aconsejaba cuidados y compañía las veinticuatro horas. Sus hijas le consiguieron la ayuda de una buena mujer para cuidarle y que, al mismo tiempo, estuviera acompañado en todo momento. Él, consciente de su delicada situación, no objetó nada; dejó que su vida se redujera a estar en casa, no salir y depender de los demás; pero no dijo ni una palabra, ni se quejó de su mala fortuna, ni se rebeló contra el destino, mientras veía que una persona extraña deambulaba por su hogar y sus hijas le prohibían, aconsejaban y sugerían cómo debía actuar ante esa nueva situación. ¡Le había cambiado la vida! Su soledad, pese a aquella compañía, era aún más vacía y su mente, al igual que el cuerpo, empezó a sufrir también la afrenta de olvidos, deterioros, repeticiones e incoherencias con que la edad nos acomete en un momento determinado para dejar claro que es ella quien manda y no nosotros.
Cada mañana, al levantarse, era un suplicio porque todo el cuerpo se resentía de no haber descansado bien, de un dolor constante, de las molestias que su intervención le ocasionaba y de un lastimoso estado de ánimo que le provocaba una desgana e indolencia infinitas. Sin embargo, cuando le llamaban sus hijas por teléfono cada mañana, sacaba su voz más fuerte para decirles que estaba mejor, aunque ya nadie se lo creía. Las visitas a casa eran para ellas una constatación de la realidad; por más esfuerzos que el padre hacía por no quejarse, al levantarse del sillón no podía evitar una mueca de dolor que no pasaba desapercibida. Los temas de conversación debían ser simples porque tras terminar un comentario ya no recodaba lo que había escuchado; la memoria jugaba en su contra y, muchas veces, su estado de furia y displicencia -aunque comprensible- generaba indeseados conflictos entre todos.
A pesar de vivir en circunstancias tan lastimosas, se le manifestaba su espíritu guerrero, aquel que le inculcaron desde la infancia, en la austeridad del viejo pueblo castellano y quedó marcado a fuego en su subconsciente, aquel que había abanderado su vida y que se traducía en: no quejarse, no pedir ayuda, ser autónomo para resolver los problemas, trabajar sin descanso, no esperar nada de nadie y vivir de acuerdo a sus principios. Muchos de estos valores fueron el legado que dejó a sus hijas, algunos difíciles de llevar a cabo, pero si él con más años y una salud quebrada, había podido hacerlo, nadie podía quejarse de la dificultad que conllevaba el cumplimiento de la firmeza de aquellos hechos.
Sin embargo, lo más importante, aquello que, a mí como hija, me fascinaba más, era su inquebrantable tenacidad, la voluntad poderosa de seguir adelante, de luchar para vivir cada día, de resistir a todo: el dolor, la soledad… y, sin embargo, algunas veces esbozar aquella sonrisa suya tan especial que tenía el don de iluminarlo todo, una sonrisa que abrazaba con su rictus, que nos hacía olvidar la oscuridad para contemplarla con arrobo y orgullo, porque era una característica de aquel hombre extraordinario que era mi padre.
Mª Soledad Martín Turiño