UNA CORTA VISITA AL PUEBLO DE MI INFANCIA    (Castronuevo de los Arcos)

Un sol luminoso en exceso bañaba el pueblo; todo parecía más pulcro: las casas, las calles, el cielo… aquella mañana era un regalo pródigo en claridad y silencio; y pasear se convertía en un inusitado placer que relajaba los sentidos y calmaba las tensiones como un bálsamo sanador.

Me alejé unos instantes adentrándome en las calles vacías, todo estaba dominado por una serena paz; miré al cielo, siempre con aquel tono azul intenso y pensé en lo maravilloso que sería reproducirlo en un lienzo si tuviera las facultades artísticas que la naturaleza me había negado; así que, con la mano sobre el rostro a modo de visera, contemplé aquel firmamento que cambiaba por las noches ofreciendo un espectáculo de mil estrellas que se podían contemplar con claridad, sin la contaminación lumínica que padecíamos en las ciudades. Luego, seguí caminando, curioseando las casas, el adobe con el que estaban construidas, la piedra y el ladrillo que ornaban las que tenían mayor estatus, y, por fin, el pico de la torre de la iglesia, que podía percibirse antes de llegar al pueblo, ya fuera desde la carretera de Villalpando o de Zamora y, con cuya vista, siempre me daba la sensación de haber llegado a casa.

Aquella iglesia que, junto con el rio Valeraduey y la villa constituían las señas de identidad de Castronuevo, tenía para todos los que vivimos allí un significado que nos acompañó desde la infancia: en la catequesis, en la Primera Comunión, en las misas de cada domingo y en la fiesta de agosto en que se celebraba el día de la patrona, la Virgen de la Asunción. Niños y mayores habían formado parte de todos y cada uno de estos actos bajo la atenta mirada del orondo señor cura que vigilaba atentamente a sus feligreses.

La escuela era otro importante punto de encuentro, si bien ahora, debido a la falta de niños, se ha convertido en Consultorio Médico; pero yo mantengo vivos recuerdos de mi formación infantil en aquel lugar frio, regentado por una maestra huraña que educaba a niñas de siete y ocho años con rigor, sin una pizca de empatía, cuando estábamos más necesitadas de afectos que de instrucción. La Sección Femenina hizo gala de unos valores que ponían por delante el espíritu de sacrificio y la dureza del trabajo y dejaban de lado la compasión y el cariño en aquella España gris cuyos pueblos soportaron especialmente el yugo del orden, la religión acomodaticia a las normas políticas de entonces, y un miedo cerval a salirse de los cánones.

Hoy, cuando contemplo ese edifico donde pasé una parte de mi infancia, me parece mentira haber sufrido aquel sistema pedagógico tan extremo e incuestionable que, sin embargo, nos forjó una niñez con valores aprendidos a golpe de palmeta, que se incrustaron en nuestra forma de ser para siempre.

Continúo caminando y llego hasta donde se levantó un día la casa de mis abuelos, el lugar donde pasé los veranos tras irnos del pueblo; ahora nada hace pensar que en aquel solar hubiese una casa, porque los muchos años sin habitar, junto con las inclemencias del tiempo, fueron derribando tejado y muros hasta arruinarse por completo. He de hacer un esfuerzo, cerrando los ojos para reconstruirla en mi mente y recordar los días felices que pasé entre aquellos gruesos muros que se han evaporado para siempre y de lo que permanece tan solo un vago recuerdo que, probablemente, también se pierda con el transcurso de los años por venir.

Enfrente está la villa: un enorme teso que envuelve una parte del pueblo. Yo solía trepar por la ladera hasta llegar arriba que es un campo de labor desde donde se contemplan unas vistas excelentes: las casas, las eras, la laguna, las carreteras que conducen a los pueblos cercanos, el rio, el camposanto y las vegas. En los tórridos veranos, solía subir y sentarme a la sombra, en una piedra frente al rio; llevaba un libro y allí pasaba las horas leyendo o haciendo una pausa para contemplar el panorama que se extendía ante mi vista: el Valderaduey, casi siempre con agua, aún en la estación más seca, ornado por los juncos y la vegetación flotante que, en ocasiones, estrechaba el cauce juntándose casi una ribera con la otra; y las tierras fértiles de la vega, que se beneficiaban del agua que llegaba del rio a través de canales y cuyos campos siempre verdeaban.

Tras esta larga visita por el pueblo, debo regresar a lo que ha sido el motivo de mi viaje, en este caso, un luctuoso suceso, porque Castronuevo, como tantos otros pueblos de la provincia se deshabita por días y, a falta de jóvenes, asistimos a constantes despedidas de sus habitantes o de hijos del pueblo que fallecen en otros lugares, pero retornan al lugar que les vio nacer para establecer aquí su última morada.

Mi pueblo se marchita, se vacía de servicios y de gentes, pero hay una característica especial y única que siempre fortalecerá mis horas bajas porque aún sigue ahí, y con su presencia continúa dándome un motivo de esperanza cuando el seguir adelante se convierte en una pesada carga, o cuando ya parece no existir un motivo feliz para el recuerdo; en esos momentos, regreso mentalmente a mi querido Castronuevo y, recordándolo en el silencio de mi presente, atenúa la carga, recobro algo hermoso del pasado y me prepara para continuar viviendo el presente en una ciudad que no elegí, aunque me acogió con cariño desde el primer día; un lugar donde he permanecido casi tres cuartas partes de mi vida, donde he formado una carrera profesional y he creado una familia; si bien siempre existirá en mi mente un espacio para ese otro lugar, anodino y pequeño, un pueblo al que añoro y que me regaló el origen de mi existencia, llamado Castronuevo.

Mª Soledad Martín Turiño