UNA BUENA MUJER
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Cada tarde de verano, cuando baja el sol y ya puede soportarse un poco el fiero calor castellano, seco y duro, sale de su casa y se encamina por la trasera de la calle que discurre paralela al teso donde no suele haber ni un alma por las calles, hacia el terraplén que baja en dirección al rio. Se la reconoce fácilmente por su figura encorvada, el pelo cano, sus andares cansinos y una gran bolsa de tela que lleva siempre consigo. Se aleja del pueblo por la senda paralela al rio contemplando el cauce como si lo viera por primera vez; se siente orgullosa de este Valderaduey que arrastra una fina corriente de agua que aún no se ha evaporado con la calima, y los juncos y cañas que crecen libremente y sirven de escolta a la trayectoria del rio.
Ella camina contra corriente hasta llega a un viejo molino, ya en desuso, y se sienta a reposar de la caminata al abrigo de la sombra que le proporciona el único pedazo de alero que aún sigue en pie. Saca del bolso el pañuelo blanco primorosamente bordado con su inicial y se enjuga el sudor del rostro mientras descansa un momento. No piensa en nada, está en paz, solo contempla su alrededor: los campos sembrados, el teso, el río y allá, a lo lejos, el cementerio que espera su visita de cada día.
Cuando su cuerpo está sosegado, se levanta e instintivamente se lleva las manos a la espalda en un gesto de dolor porque el asiento es demasiado duro y los años no pasan en balde. Alguna vez ha pensado llevar un pequeño cojín en su bolsa de tela, pero luego descarta la idea porque le abultaría mucho, aunque todas las tardes lo echa de menos. Permanece un momento de pie, hasta que su cuerpo obedece la señal de reanudar el paseo, ahora cuesta arriba, hasta llegar a la carretera; después el camino será llano, pero se obliga a hacer este ejercicio diario para mantenerse saludable porque no soporta pasar todo el día sentada como sus vecinas que no salen ni a la puerta de la calle y luego se quejan de dolores todo el tiempo.
Cuenta uno a uno los ciento cuarenta y tres pasos hasta llegar a la parte alta donde empieza el camino llano; es un ejercicio sencillo, pero con la costumbre cada vez le cuesta menos tiempo arribar y lo hace en mejores condiciones. Una vez en lo alto, cruza la carretera y continúa lentamente; apenas se encuentra con uno o dos coches que la saludan con la mano, porque todos la conocen y, por fin, llega a su destino. Saca de su bolsa la enorme llave de hierro y abre la puerta del camposanto; una vez dentro se santigua y se encamina a la sepultura que le corresponde cuidar hoy, porque esa es su tarea: acondicionar la memoria de aquellas lápidas que no tienen a nadie que vele por su memoria: pinta crucifijos, repasa los nombres que el tiempo ha borrado, delimita la sepultura con cantos blancos que se apilan a la entrada, en una esquina y luego con piedras más pequeñas perfila una cruz en el centro. Esta operación le lleva un tiempo considerable; después visita a sus seres queridos que descansan allí mismo, habla con ellos, les cuenta las novedades del día o, simplemente, se sienta sobre la lápida y allí encuentra la paz.
La gente del pueblo la aprecia y respeta porque tiene fama de ser una mujer seria y callada. Vive sola desde que falleciera su marido hace ya demasiados años y apenas se la ve por el pueblo si no es para ir a misa o a la compra. Un buen día sintió la necesidad de hacer algo por los demás y como entre los vivos no encontró la manera de llevarlo a cabo, optó por encargarse de los muertos; de ese modo, a nadie molesta y todos le están agradecidos porque antes de que empezara con esa tarea, el cementerio apenas era visitado por nadie, si acaso el Día de los Santos, pero el resto del año era un paraje solitario donde crecían hierbas y broza y solo destacaban aquellos mausoleos nuevos que eran tan elegantes pero nadie visitaba. Con el tiempo la labor de aquella buena mujer empezó a notarse, hasta el punto que el alcalde le proporcionó ayuda permitiendo a una cuadrilla de jóvenes que hicieran el trabajo más duro quitando maleza; del resto se ocupaba ella, cada día de todos los días.
Al regresar a su casa al acabar la jornada era feliz; se sentía útil, hacía algo importante por la comunidad y su entrega daba resultados hasta el punto de que el pueblo decidió acondicionar la vieja tapia desconchada que circundaba el camposanto y que se caía a pedazos, la restauraron y la pintaron de blanco para estar acorde con el interior, porque no era poca cosa cuidar a aquellos que habían sido parientes y vecinos tiempo atrás; esta buena mujer empezó la tarea y su ejemplo callado cundió para que otros con mayor responsabilidad colaboraran también.
Dicen que cuando terminaron de reconstruir la tapia, la invitaron a un pequeño acto allí mismo, junto al camposanto y que, ante el regidor y los ediles que le dieron oficialmente las gracias por su labor, ella pronunció una frase que figura ya en el anecdotario del pueblo. Tras reconocer a quienes la elogiaban, dijo:
• “Ahora va a dar gusto hasta morirse para reposar en un sitio tan hermoso”
A veces creemos que son las grandes hazañas las que pasan a la posteridad y son las más importantes, pero no es así; para este pequeño pueblo el hacer callado de una buena mujer se convirtió en una gran historia.
Ella camina contra corriente hasta llega a un viejo molino, ya en desuso, y se sienta a reposar de la caminata al abrigo de la sombra que le proporciona el único pedazo de alero que aún sigue en pie. Saca del bolso el pañuelo blanco primorosamente bordado con su inicial y se enjuga el sudor del rostro mientras descansa un momento. No piensa en nada, está en paz, solo contempla su alrededor: los campos sembrados, el teso, el río y allá, a lo lejos, el cementerio que espera su visita de cada día.
Cuando su cuerpo está sosegado, se levanta e instintivamente se lleva las manos a la espalda en un gesto de dolor porque el asiento es demasiado duro y los años no pasan en balde. Alguna vez ha pensado llevar un pequeño cojín en su bolsa de tela, pero luego descarta la idea porque le abultaría mucho, aunque todas las tardes lo echa de menos. Permanece un momento de pie, hasta que su cuerpo obedece la señal de reanudar el paseo, ahora cuesta arriba, hasta llegar a la carretera; después el camino será llano, pero se obliga a hacer este ejercicio diario para mantenerse saludable porque no soporta pasar todo el día sentada como sus vecinas que no salen ni a la puerta de la calle y luego se quejan de dolores todo el tiempo.
Cuenta uno a uno los ciento cuarenta y tres pasos hasta llegar a la parte alta donde empieza el camino llano; es un ejercicio sencillo, pero con la costumbre cada vez le cuesta menos tiempo arribar y lo hace en mejores condiciones. Una vez en lo alto, cruza la carretera y continúa lentamente; apenas se encuentra con uno o dos coches que la saludan con la mano, porque todos la conocen y, por fin, llega a su destino. Saca de su bolsa la enorme llave de hierro y abre la puerta del camposanto; una vez dentro se santigua y se encamina a la sepultura que le corresponde cuidar hoy, porque esa es su tarea: acondicionar la memoria de aquellas lápidas que no tienen a nadie que vele por su memoria: pinta crucifijos, repasa los nombres que el tiempo ha borrado, delimita la sepultura con cantos blancos que se apilan a la entrada, en una esquina y luego con piedras más pequeñas perfila una cruz en el centro. Esta operación le lleva un tiempo considerable; después visita a sus seres queridos que descansan allí mismo, habla con ellos, les cuenta las novedades del día o, simplemente, se sienta sobre la lápida y allí encuentra la paz.
La gente del pueblo la aprecia y respeta porque tiene fama de ser una mujer seria y callada. Vive sola desde que falleciera su marido hace ya demasiados años y apenas se la ve por el pueblo si no es para ir a misa o a la compra. Un buen día sintió la necesidad de hacer algo por los demás y como entre los vivos no encontró la manera de llevarlo a cabo, optó por encargarse de los muertos; de ese modo, a nadie molesta y todos le están agradecidos porque antes de que empezara con esa tarea, el cementerio apenas era visitado por nadie, si acaso el Día de los Santos, pero el resto del año era un paraje solitario donde crecían hierbas y broza y solo destacaban aquellos mausoleos nuevos que eran tan elegantes pero nadie visitaba. Con el tiempo la labor de aquella buena mujer empezó a notarse, hasta el punto que el alcalde le proporcionó ayuda permitiendo a una cuadrilla de jóvenes que hicieran el trabajo más duro quitando maleza; del resto se ocupaba ella, cada día de todos los días.
Al regresar a su casa al acabar la jornada era feliz; se sentía útil, hacía algo importante por la comunidad y su entrega daba resultados hasta el punto de que el pueblo decidió acondicionar la vieja tapia desconchada que circundaba el camposanto y que se caía a pedazos, la restauraron y la pintaron de blanco para estar acorde con el interior, porque no era poca cosa cuidar a aquellos que habían sido parientes y vecinos tiempo atrás; esta buena mujer empezó la tarea y su ejemplo callado cundió para que otros con mayor responsabilidad colaboraran también.
Dicen que cuando terminaron de reconstruir la tapia, la invitaron a un pequeño acto allí mismo, junto al camposanto y que, ante el regidor y los ediles que le dieron oficialmente las gracias por su labor, ella pronunció una frase que figura ya en el anecdotario del pueblo. Tras reconocer a quienes la elogiaban, dijo:
• “Ahora va a dar gusto hasta morirse para reposar en un sitio tan hermoso”
A veces creemos que son las grandes hazañas las que pasan a la posteridad y son las más importantes, pero no es así; para este pequeño pueblo el hacer callado de una buena mujer se convirtió en una gran historia.
Mª Soledad Martín Turiño