UN RECUERDO APACIBLE
(Castronuevo de los Arcos)
Cuando veo los campos arados con la simiente de vida aún por brotar, solo terrones secos que se alinean en surcos idénticos a lo largo de una gran extensión de tierra, no me es indiferente el trabajo que hay detrás. Recuerdo cuando eras tú quien labrabas las tierras caminando detrás de un arado que tiraban dos mulas cuyos hierros hundías con fuerza en la tierra para que revolviera el terreno; cogías las piedras que chocaban con las cuchillas del apero con la mano y las ibas arrojando en una zona que, poco a poco, formaba un montículo. Cada gesto suponía un esfuerzo añadido, trabajando arduamente de sol a sol; a veces detenías las mulas, te liberabas de los correajes y erguías tu cuerpo mientras te quitabas la gorra y mirabas al cielo, ese cielo que también me enseñaste a contemplar, un perfecto manto azul que filtraba la luz serenando los campos; luego, al cabo de un instante porque acuciaba la tarea, te colocabas de nuevo la visera, sujetabas a tu cuerpo las cinchas y continuabas la labor. Nunca olvidaré esa imagen. El campo inmenso se iba bordando a costa de tu esfuerzo y era hermoso, una estampa perfecta.
Tal vez sea que esas imágenes se han quedado tan grabadas en mi retina que cuando en la celebración litúrgica el sacerdote levanta el cuerpo y la sangre de Cristo, rememoro todos los campos que tanta sangre costaron hasta proporcionar el pan de vida y, según nos enseñaron, de salvación. Soy consciente del trabajo del agricultor en cada surco y de esa frase del Génesis: “ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!". La tierra sirve de alimento porque a través del trabajo proporciona sustento, pero también es reposo para el cuerpo que volverá a ella al final de sus días para fundirse de nuevo con la naturaleza y empezar el ciclo interminable de la vida
Hoy, cuando las tareas agrícolas son menos ingratas porque la maquinaria hace en un día lo que manualmente duraba varios, no olvido aquellos inicios, como tampoco olvido la felicidad que te embargaba pese al duro trabajo. Amabas el campo por encima de todo, a pesar de las malas cosechas, a pesar de lo rudimentario de aquellos tiempos, a pesar del enorme esfuerzo; veía en ti una sonrisa permanente cuando hablabais de aquellas tierras que tenían un nombre como si fueran seres vivos: La Senda, el Portillo, el Monte, las Vegas, Trasdelcerro…
Cuando viajo por tierras castellanas y contemplo la inmensa llanura cultivada como un enorme tapiz de tonos ocres, marrones, pardos o castaños, que a medida que transcurren los meses varían casi milagrosamente a mil matices de verdes y amarillos, con las espigas crecidas y unas amapolas traviesas que se salpican entre el cereal dando una nota de color, recordando la sangre del trabajo y el terciopelo que compone la delicadeza de esa flor de campo que tanto me inspira. Desde niña tengo la costumbre de abrir sus cápsulas siguiendo el viejo juego infantil que consistía en adivinar si la amapola naciente era rosa o roja, así que corto varios frutos y los pongo sobre la palma de mi mano mientras su tallo verde destila un líquido blanquecino y pegajoso que llamábamos “lecherina”; luego voy abriendo cuidadosamente cada cápsula y extiendo la suavidad de sus pétalos afelpados hasta que descubro el interior plagado de semillas negras que me gusta esparcir por el campo con la pretensión de que de ellas renazcan nuevas flores.
El campo se llena de colores y plantíos diversos; el amarillo vibrante de los girasoles contrasta con la austeridad de las cepas retorcidas entre tierras arcillosas, o las verdes y frescas remolachas producto de tierras húmedas, o los erguidos maizales… aún me sigue pareciendo un milagro que la tierra produzca tanta vida, por eso la respeto porque me enlaza con el pasado, con mis orígenes, a la vez que me produce sensación de perennidad.
Mª Soledad Martín Turiño