SIN ESPERANZA
(Castronuevo de los Arcos)
Desde su sillón, en las largas tardes de invierno, solía mirar el calendario para ir tachando cada día que pasaba. Lo hacía casi con agrado, aunque su tiempo no valiera nada; diríase que era más bien un desperdicio, un pasar sin pena ni gloria, un ser del montón que no dejaría tras de sí la menor huella. A veces pensaba en la época que era más joven y su cuerpo le respondía, entonces sí tenía planes e ilusiones; pero de aquello poco se había materializado, porque el infortunio se cebó con ella cuando aquel coche surgió de la nada y destrozó su vida para siempre.
Tras el choque, del que no sintió dolor alguno, llegó su larga estancia en aquel hospital donde la trataban con una deferencia que incluso la abrumaba; luego sabría el porqué de aquella pena reflejada en los ojos de enfermeras y auxiliares, o el cariño del viejo internista que iba a verla más veces de lo que estaba prescrito. El doctor Nogueira parecía un abuelo de cuento; llevaba sus gafas hacia la mitad de la nariz y solía mirarla desde arriba, porque solo cuando consultaba los informes bajaba la vista para leer a través de sus lentes. Era un hombre mayor, que incluso podría estar jubilado; alto, de abundante pelo cano, atractivo para su edad, con aire de sabio distraído que caminaba por los interminables pasillos, absorto siempre en los papeles que le acompañaban, o mirando al suelo, sin prestar atención a nadie. La bata blanca le quedaba grande, y solía llevarla desabotonada, un gesto de la escasa importancia que concedía a su físico, centrado más en sus pacientes que le adoraban.
Aquel ala del hospital estaba reservado a enfermos especiales; había muchos adolescentes y en ocasiones no recibían visitas porque procedían de familias desestructuradas o se habían criado en la calle. Ella, Marga, no pertenecía a aquel mundo porque tenía familia, pero la ingresaron allí porque el día del accidente todas las habitaciones estaban ocupadas y luego, como tuvo que ser intervenida nada menos que en doce ocasiones, ya había trabado amistad con su compañera de habitación y consideraron más oportuno no moverla de allí. Durante casi un año solo tuvo la impresión de alguien a su lado que hablaba desde la cama contigua, pero no podía verla ni hablar debido a su estado. También venía gente a visitarla, porque escuchaba débilmente la voz de su madre y los sollozos angustiados que duraban todo el tiempo que permanecía allí.
Cuando pudo ser de nuevo dueña de su cuerpo, tuvieron que enseñarla a caminar, a hablar y a utilizar brazos y manos para coger un vaso, o el plato de comida; tareas en principio simples, pero que le costaban un enorme esfuerzo. Poco a poco, cuando abandonó la silla de ruedas, se ayudaba de dos muletas para caminar por el pasillo, cada día un poco más lejos; hasta que pudo dejarlas y solo con un bastón llegaba incluso a salir al jardín y sentarse en uno de los bancos, junto a un enorme rosal.
Había transcurrido tanto tiempo, y tanto dolor, que consideraba el hospital como su casa, por eso se sintió una extraña el día que le dieron de alta y entre sus padres entró en el hogar familiar, recorriendo una a una las habitaciones que había olvidado. Al principio los compañeros le enviaron desde el instituto los trabajos que debía hacer para estar al día, pero fue imposible recuperar tantos meses y perdió un curso académico entero. Como estaba en bachillerato, con ayuda terminó el último y pudo presentarse al examen para entrar en la universidad. Su sueño había sido estudiar veterinaria ya que era una amante de los animales y, con una considerable fuerza de voluntad, incluso llegó a terminar la carrera.
Tenía veinticinco años y el cuerpo maltrecho, suturado e injertado cuando empezó a trabajar en una clínica para tratar mascotas de ciudad, animales que vivían vidas confortables y eran mimados y queridos por sus dueños. Allí permaneció durante unos años, hasta que sus padres, ya mayores, decidieron regresar a su vieja casa del pueblo para vivir con más tranquilidad. Ella pensó acompañarles y trabajar allí, aunque le resultaba difícil desplazarse para atender las villas vecinos tal y como estipulaba su contrato; además, aquellos animales daban más trabajo que las mascotas de la ciudad; en el pueblo debía ayudar a parir cerdas, vacas o yeguas, entablillar sus patas en las frecuentes caídas, y hasta inseminar algunos animales, muchos de gran envergadura, para lo que necesitaba un esfuerzo físico que cada vez le resultaba más doloroso, porque si bien sus cicatrices habían curado, permanecían unas secuelas artríticas que se manifestaban con intensidad, sobre todo en los duros inviernos de aquel pueblo.
Pese a todo, continuó trabajando como veterinaria todo el tiempo que le fue posible, hasta que se quedó sola en la casa, ya que los padres fallecieron muy seguidos el uno de la otra; ella decía que no pudieron continuar adelante sin estar los dos juntos. Ahora reposaban en el cementerio, a la salida del pueblo y ella se había quedado sola y vacía; ni siquiera en los peores momentos tras el accidente se sintió así. Solitaria y enferma, sin dificultad alguna consiguió una baja por incapacidad, porque solo había que ver sus manos deformes y sus piernas que apenas la sostenían.
Entonces empezó lo peor; un transcurrir de días sin sentido en los que no podía hacer nada, ni deseaba hacer nada que no fuera sentarse frente a la ventana e ir tachando cada jornada que pasaba con la única esperanza de acudir un día a esa anhelada cita con sus padres donde ya no sintiera ningún dolor.
Mª Soledad Martín Turiño