SEMANA SANTA EN ZAMORA    (Castronuevo de los Arcos)

Los zamoranos vivimos y sentimos diferente y en Semana Santa tal vez esta afirmación se hace más visible y real. Los hombres y mujeres que han nacido en este pedazo de Castilla, acostumbrados a poco y conformistas casi con nada, llevan en su espiritualidad, como en el resto de las acciones de su vida, una peculiar manera de ser que les distingue claramente de otras regiones de España.

Nosotros, los zamoranos (y casi por extensión los castellanos), vivimos hacia adentro; no somos gente amiga de jarana ni de vida en la calle; las casas constituyen nuestro reino y es en su interior donde se hace la vida, saliendo lo justo, como si temiéramos ser vistos por los demás. Cuando sentimos la necesidad de perdernos y caminar, lo hacemos por el campo, por sendas poco transitadas, con el vasto horizonte por testigo y mientras marchamos despacio entre los terrones o entre los senderos, repasamos nuestra vida y la de los otros, intentamos resolver los problemas, cerramos heridas o lloramos sin más testigo que nuestra propia soledad. Luego reanudamos la marcha y volvemos a casa, aliviados por el contacto de la naturaleza que es la medicina que mejor nos cura.

En la pasada Semana Santa me hacía eco de las enormes diferencias que nos separan de otras ciudades de España; en unas la celebración es a base de estruendo, destacando "La Rompida de la Hora” en Calanda (Teruel), la de Híjar (Bajo Aragón); "La Rompida de los Tambores” en Hellín o en Torralba (Albacete), “La Tamborada” de Urrea (Bajo Aragón), etc.

En otros lugares, sin embargo, existen rituales concretos que se han hecho famosos en esta época precisamente por estas peculiaridades: “Los picaos” de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), la procesión de “Los Empalaos” en Valverde de la Vera (Cáceres), “La danza de la muerte” en Verges (Girona), la procesión de Pasión Viviente en Meis (Pontevedra), o los pasos de figuras articuladas que desfilan en Viveiro (Lugo).

Sin embargo, y pese a que todas las procesiones de Semana Santa tienen como finalidad revivir la pasión y muerte de Cristo, Andalucía (y más concretamente Sevilla), es uno de los enclaves que mayor fama le otorgan por la escenificación que hacen en estos días. Las expansiones populares son muy evidentes: las saetas, los aplausos, el llanto desconsolado y un tanto histriónico de penitentes y cofrades cuando salen los pasos o las aclamaciones y piropos que les dedican nada tienen que ver con las procesiones castellanas caracterizadas por su parquedad, donde las mujeres guardan un riguroso luto, se impone un silencio atronador, las emociones se interiorizan y se manifiesta el respeto con que se acompaña a los pasos solo quebrado por el sonido de tambores y trompetas en aquellos desfiles que así lo requieren.

Aunque sí cabe destacar como rasgo común en todas las regiones de España la fantástica imaginería que se manifiesta en tallas de grandes artistas, la profusa ornamentación floral de los tronos y el acompañamiento de los pasos por las bandas de música durante el trayecto procesional.

Volviendo a Zamora, he percibido la reacción de hombres y mujeres cuando desfilan los pasos, he contemplado sus caras de recogimiento y respeto y el sentimiento de emoción contenida que manifiestan durante el recorrido. He visto como la ciudad se atavía con sus mejores galas para acoger a sus convecinos que se arreglan con esmero. Las mujeres sacan del armario las mantillas negras bordadas a mano por sus madres o abuelas, se adornan con las joyas heredadas que lucen en raras ocasiones y cuelgan, con orgullo, de su pecho el collar de cofrade de la Hermandad a la que pertenezcan. He visto pasar al Santísimo Cristo de las Injurias junto a la imponente catedral, testigo muda de penas y alegrías de los zamoranos, cuyas piedras siguen en pie vigilando las aguas del rio Duero; y me emociona la austeridad de las Capas Pardas, o el sonido de los esquilones que porta el barandales avisando de la marcha de las procesiones.

Me enternece también la celebración de la Semana Santa en los pequeños pueblos zamoranos, que procesionan con la misma solemnidad que en la capital y cuyas mujeres asean las iglesias, pulen a conciencia bancos y pasos y los adornan con flores antes de sacarlos a la calle en un pequeño recorrido con la asistencia de todo el pueblo, y me admira el fervor de quienes se han criado en la perpetuidad de las tradiciones y el apogeo de la religiosidad. Asisto desde la distancia a la conmemoración de estos hábitos y cuando veo a los niños que acompañan desde pequeños a sus padres en los actos solemnes de la Semana Santa siempre me acuerdo de aquellos versos de Gabriel y Galán en los que el niño lanza una piedra al sayón que iba a golpear a Jesús. Recuerdo como siendo pequeña, mientras escuchaba la voz profunda de los hombres que cantaban el Miserere en medio de un silencio sepulcral, vivía mentalmente las escenas que representaban los pasos provocándome una emoción que se mantiene hasta hoy cuando rememoro aquellas escenas de mi tierra cada año durante la Semana Santa.


Mª Soledad Martín Turiño