SEGUNDA OPORTUNIDAD
(Castronuevo de los Arcos)
Laura camina por la calle con paso seguro, la frente erguida, la mirada serena de quien no tiene preocupaciones, una altivez consustancial en ella y desprende un aire de libertad que, quienes la observan, no dejan de percibir.
Asimismo, luce un magnifico aspecto; su porte es elegante, la vestimenta de calidad, aderezos cuidados al detalle, siempre con la manicura perfecta, peluqueada, maquillada, y desprendiendo un agradable aroma a su paso; parece más una actriz de cine que la simple señora que es actualmente, alejada de un trabajo que la encadenó a una forma de vida activa durante años, y le dio la oportunidad de conocer diferentes gentes y países. Ahora, ya jubilada, se permite el lujo de vivir sin prisas, de caminar por aquella ciudad que veía a través de la ventanilla del taxi que la recogía por la mañana y la regresaba a casa al anochecer; por eso ahora, se levanta, desayuna despacio, sale a la calle y camina pausadamente observando cada tienda, cada parque y cada persona con quien se cruza.
A veces se sienta en una terraza junto a un buen café, ese brebaje que ha constituido su única adicción, y lee la prensa mientras percibe el aire fresco de la mañana y el ajetreo de los comerciantes que se disponen a abrir sus negocios para comenzar una nueva jornada.
Como dispone de tanto tiempo libre, se ha apuntado a unas clases de pintura, más que nada por conocer gente nueva y cultivar una afición por la que no siente inclinación alguna; pero dos días en semana tiene ocupadas las tardes. Allí ha conocido a una mujer de su edad con la que, de inmediato, sintió una especial vinculación y que ha resultado ser del mismo pueblo que ella, lo que les ha procurado muchas horas de charla hablando de personas y sentimientos comunes en aquella vieja villa de su niñez que había quedado relegada en la mente y algunos recuerdos ya casi olvidados para ella.
Un día se propusieron coger el coche e ir en busca de aquel municipio para pasar el día. A medida que llegaban, Laura empezó a sentir una inquietud que no podía dominar; ya habían dejado atrás tres pequeñas aldeas, vacías de gente, y estaban a punto de arribar a su destino. Ninguna había pronunciado una sola palabra durante el viaje, porque los recuerdos afloraban a la vista de los campos de maíz, de remolacha o de cereal; aquella llanura infinita había permanecido dormida en su mente y Laura recordaba, ahora sí, la inconfundible belleza de la estepa castellana, sus colores que variaban según recibieran la luz del sol; los atardeceres rojos de su infancia, algún palomar diseminado entre las tierras… todo volvió de golpe a su memoria, porque aquella vida la había desterrado a una parte de su mente cerrándola con siete llaves, porque cuando salió del pueblo no quiso mirar atrás y con ello decidió olvidar todo rastro de su infancia y parte de la juventud que pasó allí. Ahora llegaban en tropel todos aquellos recuerdos que tanto la habían atormentado: la muerte de sus padres, aún jóvenes, en aquel fatídico accidente; aquel hombre que, con la excusa de aliviar su dolor, abusó de su inocencia, su marcha precipitada dejando a un familiar el encargo de vender todas las posesiones: tierras de labor, casa, aperos de labranza… no quiso saber nada, le dio amplios poderes para que actuara bajo su criterio, hasta que recibió un cheque con el valor de sus posesiones en forma de un número de varias cifras y el pasado quedó atrás para siempre.
Llegaron al pueblo, todo estaba en silencio, las calles aparecían limpias, asfaltadas, pulcras; habían construido varias casas nuevas que nada tenían que ver con el adobe y la construcción vernácula de aquel lugar que ahora se había convertido en una mezcla de estilos, combinando lo antiguo con la modernidad en aquellas construcciones que muchos utilizaban como segundas residencias, para disfrutar de vacaciones o fines de semana.
Caminaron por las calles comentando y recordando aquel paraje; llegaron hasta la iglesia en cuya plaza estaban unos hombres sentados en uno de los bancos al sol. Les saludaron, según se acostumbraba, pero no reconocieron en sus rostros a nadie familiar. No obstante, uno de ellos se levantó y dijo en voz alta:
• “¿Laura, eres tú?”
Era su voz, el sonido que durante años la había estremecido, el eco que cada noche le impedía el sueño; esa cadencia final, arrastrando la última sílaba, que era tan propia de aquel hombre que odiaba y temía al mismo tiempo. Se detuvo en seco y permaneció de espaldas, clavada al suelo, lo que pareció una eternidad, mientras todos la observaban esperando una respuesta. De pronto, Laura se giró, caminó lentamente hacia él con la seriedad reflejada en su rostro, sin un ápice de compasión al ver a aquel hombre: flaco, viejo, desgastado por el tiempo, con surcos profundos en su rostro agrietado, pero con aquellos ojos, ahora más pequeños, casi diminutos, tras los cristales de las gafas, que la habían mirado con deseo desde niña y que ahora ni siquiera la inquietaban. Cuando llegó a su altura, una vez le hubo petrificado con su mirada, simplemente contestó:
• “No, no me llamo Laura. Se equivoca de persona”.
Siguieron su camino en silencio. De pronto, Laura sintió un brazo que se aferraba con la fuerza del cariño al suyo; su amiga no hizo preguntas, tampoco era necesario; solo se permitieron dar un largo paseo por la ribera del rio antes de irse de allí para siempre.
Mª Soledad Martín Turiño