SAMIRA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
La conocí en el grupo de alfabetización de adultos que organizaba la
parroquia dentro del proyecto de acogida a inmigrantes. Al principio la
mezcla de hombres, mujeres, países y credos era tan variopinta que Adolfo,
el profesor, no tenía idea de cómo se las iba a arreglar para conferir a aquel
colectivo un poco de coherencia; sin embargo, allí había voluntarios,
universitarios en prácticas, gente joven con ganas de echar una mano,
altruistas y generosos, y eso fue lo que le motivó para cuadrar lo que en un
principio se le antojaba un caos, en diferentes clases donde se llenaba la
pizarra de un alfabeto español para ellos radicalmente diferente.
Las voces eran también distintas, los acentos que arrastraban de sus
países denotaban en algunos casos la procedencia; en otros, solo se intuía la
zona aproximada de referencia: Centroeuropa, Asia, norte de África… Casi
todos habían llegado a España escapando de la guerra o de la pobreza, y
buscando un futuro más esperanzador. Venían con la mirada triste, solos, sin
cobijo, pero con una fuerza de voluntad que derribaría todas las barreras.
La mayoría estaban indocumentados y un grupo de Trabajo Social se
encargaba de identificarlos y albergarlos en casas de acogida donde se
sintieran seguros. Lo siguiente era aprender el idioma y conseguir un
trabajo que les permitiera ser independientes, y aquí entraba en juego la
magnífica labor que llevaba a cabo Adolfo, el exprofesor jubilado que se
había entregado a la tarea de ayudarles con las primeras lecciones.
Samira nos llamó la atención desde el primer momento; era una mujer
joven, frisaría los treinta y pocos, callada, seria, abnegada. Fue toda una
sorpresa ver que en poco tiempo se las arreglaba bien en nuestro idioma,
escribía casi correctamente y sobresalía de los demás. Un día, a la salida de
clase, me acerqué a ella como hacía con el resto a fin de conocerlos un poco
mejor. Solía invitarles a tomar café en una terraza cercana y allí se iban
abriendo, contaban sus historias y socializaban entre todos. Así fue como
me contó su vida.
Samira era una mujer hermosa, procedía de un pueblo al norte de
Afganistán y había escapado poco antes de reinstaurarse el régimen talibán.
Sus padres la urgieron a marcharse de allí, porque sabían que se anularían
los derechos de las mujeres y ella había sido educada en un ambiente de
libertad. Su madre trabajaba como matrona y su padre tenía un pequeño
negocio de coches. Vivian bien, no carecían de nada y ella, al ser hija única,
había sido educada en la cultura occidental con la idea de estudiar medicina;
proyectos que se truncarían de la noche a la mañana; sus libertades
quedarían reducidas, su identidad perdida; dejaría de tener un rostro,
oculto siempre tras un velo, cesarían los estudios y apenas tendría libertad
para salir a la calle si no era acompañada en todo momento por su padre.
Con estas premisas, sus padres la enviaron en el primer autobús para
salir de la región donde vivían y coger un avión rumbo a la vecina Pakistán. El
viaje fue largo y no exento de riesgos y cuando, por fin, llegó a la terminal
del Aeropuerto Internacional Jinnah, en Karachi, no pudo ocultar su
felicidad, aunque se sintió agobiada por la ingente multitud que llenaba las
calles de la capital y el aparente caos que se vivía por todas partes.
Encontró cerca de allí una habitación para pasar la noche y estuvo
pensando durante largo tiempo, sentada en la cama, con el equipaje sin
deshacer, si era ese el futuro que deseaba. No quería vivir en otro lugar que
restringiera los derechos de las mujeres, porque eso lo conocía, como sabía
lo que le había costado a su madre ejercer su profesión y que,
probablemente, tendría que renunciar a continuar en el hospital y ejercer
de matrona de modo clandestino con el riesgo que comportaba, tanto para
ella como para la parturienta.
Tenía una amiga que le había hablado de España, un país diferente,
donde podía expresarse sin trabas, vestir libremente y estudiar una
carrera, como estaba haciendo ella desde que se instaló en aquel lugar que
se le hacía demasiado lejano. Las conversaciones de su amiga animándola a
recalar allí siempre estaban sazonadas con un condimento para ella
imprescindible: la libertad.
Estuvo toda la tarde dando vueltas a estas y otras ideas. Era de
noche cuando se dio cuenta de que no había ingerido nada desde el
desayuno; así que abrió el enorme bolso con comida que le había preparado
su madre y cenó sentada en la cama; luego se acostó con la decisión tomada.
Llevaba suficiente dinero para tomar un vuelo hacia Madrid, así que, a la
mañana siguiente, regresó al aeropuerto, pero no pudo encontrar billete
hasta dos días después. Pasó las noches allí mismo, entre maletas y personas
hacinadas en el suelo, gente refugiada en el aeropuerto que la observaba con
recelo, hasta el punto de que tuvo que cambiar su posición dos veces para
sentirse más segura. En una ocasión, era de madrugada y fue al baño
arrastrando su equipaje. El lugar estaba sucio, olía mal, no se veía el suelo
por la cantidad de mugre, papeles y basura de varios días que se había
acumulado allí. De pronto, sintió que la luz se apagaba al tiempo que unas
manos le tapaban la boca y tiraban de ella con fuerza. Su primer instinto fue
gritar, pero no podía, mordió aquella mano y liberó su garganta; luego la
sujetaron y entre dos hombres la derribaron; forcejeó, pataleó y, cuando un
fuerte golpe en la cabeza la dejó sin consciencia, sintió que la dejaban sola.
Un hombre mayor, de la edad de su padre, viendo que tardaba en salir del
baño y que, tras ella, habían entrado dos hombres más, los siguió y logró con
sus gritos abortar aquella violación que había estado a punto de consumarse
en Samira.
La sacaron del baño y entre unas cuantas personas limpiaron sus
heridas y la pusieron a salvo. Desde entonces fue incapaz de cerrar los ojos;
aferrada a sus pertenencias, esperó hasta que se hizo de día y, en cuanto
abrieron los puestos, fue la primera en la cola para lograr el ansiado ticket
para un viaje directo a la capital de España.
Tras más de once horas de vuelo, Samira llegó a Barajas, agotada,
temerosa, preocupada por si aquel destino sería la mejor elección, pero
entonces vio a su amiga Fátima tras la puerta de llegadas internacionales,
agitando los brazos en señal de bienvenida. Se fundieron en un abrazo
interminable, lloraron en silencio por su reencuentro, por lo lejos que ambas
estaban de casa, por haber arribado a un país libre, por dejar el suyo atrás,
con sus familias y amigos, ¡por tantas cosas! Fátima cogió parte del equipaje
y ambas se dirigieron al metro para llegar a la casa que las acogería y que
era compartida por dos chicas más. Tuvieron que apretarse un poco porque
la habitación era pequeña, pero Samira logró dormir diez horas de un tirón y
recuperarse físicamente del esfuerzo sufrido. Al día siguiente fueron
juntas para que la trabajadora social le arreglase la documentación y a
empezar sus clases.
Poco a poco, a fuerza de probar suerte en todo tipo de trabajos:
limpiar, cuidar de mayores, atender niños… consiguió sobrevivir sin depender
de nadie. Todo el dinero que ganaba lo ahorraba, vivía modestamente y
enlazaba los trabajos con el aprendizaje del idioma. En menos de un año, y
con la ayuda de Adolfo y su equipo, consiguió levantar cabeza. Le
proporcionaron trabajo en una residencia de ancianos durante unos meses
de prueba, y estaban tan contentos con ella que, residentes y trabajadores,
la instaron para que aquel se convirtiera en su trabajo definitivo. Allí
permaneció durante varios años.
Alquiló un piso e invitó a Fátima para compartir aquel espacio que se
le antojaba demasiado vacío; ambas eran buenas amigas y habían alcanzado
su sueño de vivir en un país con libertad y ser independientes. Un día Samira
recibió una llamada de su madre dándole la noticia de que su padre había
fallecido a manos talibanas por expresar su indignación al haber perdido una
hija por el régimen impuesto; la respuesta no se hizo esperar y, en un
instante, le detuvieron. Lo siguiente se sospecha porque nadie lo presenció,
pero todos conocían que la tortura y los malos tratos eran una constante
para con los disidentes del régimen. Notificaron a la madre que había
muerto en la cárcel.
Samira no pudo llorar, solo esbozó una sonrisa de orgullo porque su
padre, un hombre callado, enemigo de la disputa o la polémica aquel día,
llevado por su amor a la hija que había perdido, se permitió hablar y dar voz
a aquello que en su corazón le ardía: la distancia que le separó para siempre
de su querida Samira.
parroquia dentro del proyecto de acogida a inmigrantes. Al principio la
mezcla de hombres, mujeres, países y credos era tan variopinta que Adolfo,
el profesor, no tenía idea de cómo se las iba a arreglar para conferir a aquel
colectivo un poco de coherencia; sin embargo, allí había voluntarios,
universitarios en prácticas, gente joven con ganas de echar una mano,
altruistas y generosos, y eso fue lo que le motivó para cuadrar lo que en un
principio se le antojaba un caos, en diferentes clases donde se llenaba la
pizarra de un alfabeto español para ellos radicalmente diferente.
Las voces eran también distintas, los acentos que arrastraban de sus
países denotaban en algunos casos la procedencia; en otros, solo se intuía la
zona aproximada de referencia: Centroeuropa, Asia, norte de África… Casi
todos habían llegado a España escapando de la guerra o de la pobreza, y
buscando un futuro más esperanzador. Venían con la mirada triste, solos, sin
cobijo, pero con una fuerza de voluntad que derribaría todas las barreras.
La mayoría estaban indocumentados y un grupo de Trabajo Social se
encargaba de identificarlos y albergarlos en casas de acogida donde se
sintieran seguros. Lo siguiente era aprender el idioma y conseguir un
trabajo que les permitiera ser independientes, y aquí entraba en juego la
magnífica labor que llevaba a cabo Adolfo, el exprofesor jubilado que se
había entregado a la tarea de ayudarles con las primeras lecciones.
Samira nos llamó la atención desde el primer momento; era una mujer
joven, frisaría los treinta y pocos, callada, seria, abnegada. Fue toda una
sorpresa ver que en poco tiempo se las arreglaba bien en nuestro idioma,
escribía casi correctamente y sobresalía de los demás. Un día, a la salida de
clase, me acerqué a ella como hacía con el resto a fin de conocerlos un poco
mejor. Solía invitarles a tomar café en una terraza cercana y allí se iban
abriendo, contaban sus historias y socializaban entre todos. Así fue como
me contó su vida.
Samira era una mujer hermosa, procedía de un pueblo al norte de
Afganistán y había escapado poco antes de reinstaurarse el régimen talibán.
Sus padres la urgieron a marcharse de allí, porque sabían que se anularían
los derechos de las mujeres y ella había sido educada en un ambiente de
libertad. Su madre trabajaba como matrona y su padre tenía un pequeño
negocio de coches. Vivian bien, no carecían de nada y ella, al ser hija única,
había sido educada en la cultura occidental con la idea de estudiar medicina;
proyectos que se truncarían de la noche a la mañana; sus libertades
quedarían reducidas, su identidad perdida; dejaría de tener un rostro,
oculto siempre tras un velo, cesarían los estudios y apenas tendría libertad
para salir a la calle si no era acompañada en todo momento por su padre.
Con estas premisas, sus padres la enviaron en el primer autobús para
salir de la región donde vivían y coger un avión rumbo a la vecina Pakistán. El
viaje fue largo y no exento de riesgos y cuando, por fin, llegó a la terminal
del Aeropuerto Internacional Jinnah, en Karachi, no pudo ocultar su
felicidad, aunque se sintió agobiada por la ingente multitud que llenaba las
calles de la capital y el aparente caos que se vivía por todas partes.
Encontró cerca de allí una habitación para pasar la noche y estuvo
pensando durante largo tiempo, sentada en la cama, con el equipaje sin
deshacer, si era ese el futuro que deseaba. No quería vivir en otro lugar que
restringiera los derechos de las mujeres, porque eso lo conocía, como sabía
lo que le había costado a su madre ejercer su profesión y que,
probablemente, tendría que renunciar a continuar en el hospital y ejercer
de matrona de modo clandestino con el riesgo que comportaba, tanto para
ella como para la parturienta.
Tenía una amiga que le había hablado de España, un país diferente,
donde podía expresarse sin trabas, vestir libremente y estudiar una
carrera, como estaba haciendo ella desde que se instaló en aquel lugar que
se le hacía demasiado lejano. Las conversaciones de su amiga animándola a
recalar allí siempre estaban sazonadas con un condimento para ella
imprescindible: la libertad.
Estuvo toda la tarde dando vueltas a estas y otras ideas. Era de
noche cuando se dio cuenta de que no había ingerido nada desde el
desayuno; así que abrió el enorme bolso con comida que le había preparado
su madre y cenó sentada en la cama; luego se acostó con la decisión tomada.
Llevaba suficiente dinero para tomar un vuelo hacia Madrid, así que, a la
mañana siguiente, regresó al aeropuerto, pero no pudo encontrar billete
hasta dos días después. Pasó las noches allí mismo, entre maletas y personas
hacinadas en el suelo, gente refugiada en el aeropuerto que la observaba con
recelo, hasta el punto de que tuvo que cambiar su posición dos veces para
sentirse más segura. En una ocasión, era de madrugada y fue al baño
arrastrando su equipaje. El lugar estaba sucio, olía mal, no se veía el suelo
por la cantidad de mugre, papeles y basura de varios días que se había
acumulado allí. De pronto, sintió que la luz se apagaba al tiempo que unas
manos le tapaban la boca y tiraban de ella con fuerza. Su primer instinto fue
gritar, pero no podía, mordió aquella mano y liberó su garganta; luego la
sujetaron y entre dos hombres la derribaron; forcejeó, pataleó y, cuando un
fuerte golpe en la cabeza la dejó sin consciencia, sintió que la dejaban sola.
Un hombre mayor, de la edad de su padre, viendo que tardaba en salir del
baño y que, tras ella, habían entrado dos hombres más, los siguió y logró con
sus gritos abortar aquella violación que había estado a punto de consumarse
en Samira.
La sacaron del baño y entre unas cuantas personas limpiaron sus
heridas y la pusieron a salvo. Desde entonces fue incapaz de cerrar los ojos;
aferrada a sus pertenencias, esperó hasta que se hizo de día y, en cuanto
abrieron los puestos, fue la primera en la cola para lograr el ansiado ticket
para un viaje directo a la capital de España.
Tras más de once horas de vuelo, Samira llegó a Barajas, agotada,
temerosa, preocupada por si aquel destino sería la mejor elección, pero
entonces vio a su amiga Fátima tras la puerta de llegadas internacionales,
agitando los brazos en señal de bienvenida. Se fundieron en un abrazo
interminable, lloraron en silencio por su reencuentro, por lo lejos que ambas
estaban de casa, por haber arribado a un país libre, por dejar el suyo atrás,
con sus familias y amigos, ¡por tantas cosas! Fátima cogió parte del equipaje
y ambas se dirigieron al metro para llegar a la casa que las acogería y que
era compartida por dos chicas más. Tuvieron que apretarse un poco porque
la habitación era pequeña, pero Samira logró dormir diez horas de un tirón y
recuperarse físicamente del esfuerzo sufrido. Al día siguiente fueron
juntas para que la trabajadora social le arreglase la documentación y a
empezar sus clases.
Poco a poco, a fuerza de probar suerte en todo tipo de trabajos:
limpiar, cuidar de mayores, atender niños… consiguió sobrevivir sin depender
de nadie. Todo el dinero que ganaba lo ahorraba, vivía modestamente y
enlazaba los trabajos con el aprendizaje del idioma. En menos de un año, y
con la ayuda de Adolfo y su equipo, consiguió levantar cabeza. Le
proporcionaron trabajo en una residencia de ancianos durante unos meses
de prueba, y estaban tan contentos con ella que, residentes y trabajadores,
la instaron para que aquel se convirtiera en su trabajo definitivo. Allí
permaneció durante varios años.
Alquiló un piso e invitó a Fátima para compartir aquel espacio que se
le antojaba demasiado vacío; ambas eran buenas amigas y habían alcanzado
su sueño de vivir en un país con libertad y ser independientes. Un día Samira
recibió una llamada de su madre dándole la noticia de que su padre había
fallecido a manos talibanas por expresar su indignación al haber perdido una
hija por el régimen impuesto; la respuesta no se hizo esperar y, en un
instante, le detuvieron. Lo siguiente se sospecha porque nadie lo presenció,
pero todos conocían que la tortura y los malos tratos eran una constante
para con los disidentes del régimen. Notificaron a la madre que había
muerto en la cárcel.
Samira no pudo llorar, solo esbozó una sonrisa de orgullo porque su
padre, un hombre callado, enemigo de la disputa o la polémica aquel día,
llevado por su amor a la hija que había perdido, se permitió hablar y dar voz
a aquello que en su corazón le ardía: la distancia que le separó para siempre
de su querida Samira.
Mª Soledad Martín Turiño