REGRESO A CASA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Repican las campanas como música de fondo mientras caminas perdiéndote en los campos, mimetizándote con ellos, hundiendo tus botas en las huellas que han dejado los tractores o el arado, aspirando ese aroma a vida que emana del suelo y se eleva perfumando los sentidos. Nadie hay alrededor, el pueblo quedó atrás y te encuentras en esa inmensa planicie que habita estos lugares del oriente zamorano, una tierra pobre, llana, como el aforismo tantas veces repetido: “ancha es Castilla”.
Abandonaste la urbe, un trabajo en el que habías logrado un puesto de importancia, fruto de años de estudio; percibías una remuneración acorde a tu responsabilidad, y eras ante los demás un ejemplo de esfuerzo y tesón; sin embargo, los dejaste atónitos cuando decidiste abandonarlo todo y tornar a aquel pueblecillo minúsculo que te inoculó desde niño las ansias de regresar.
Nadie supo los motivos que te indujeron a enfrentarte a aquel cambio tan drástico; solo los amigos más cercanos comprendieron tu dolor cuando, tras años de sufrimiento, el cáncer acabó con la vida de tu padre, tu verdadero amigo, tu referente en la vida, que se convirtió en una sombra durante esa última etapa de su existencia en la que permaneciste atado a su cama para recordar cada pestañeo, cada gesto de un hombre que se agotaba por momentos.
En aquella habitación fraguaste tus intenciones de futuro. El trabajo solo te aportaba un considerable aumento del patrimonio que, por otra parte, no tenías ocasión de disfrutar, ya que todo tu tiempo se lo dedicabas a aquella empresa. Cuando regresabas a tu casa, encontrabas un lugar aséptico, impersonal y falto de la calidez que precisabas para sentirte en tu hogar. Entonces recordaste la vieja casa familiar, la de aquel pueblo perdido de la mano de Dios; recordaste el crepitar del fuego en la lumbre, el silencio que imperaba a la hora de la siesta cuando tu padre dormitaba en el escaño mientras tú estudiabas, observándole con el rabillo del ojo, porque desde que falleciera la madre, el auténtico pilar de la casa, padre e hijo vivían pendientes el uno del otro.
En aquella habitación del hospital donde, tanto enfermeras como médicos, entraban con cuidado, sin molestar, comprendiendo la trascendencia de los últimos momentos de una vida; allí, junto a la cama donde yacía tu padre, tomaste la decisión. No fue difícil volver al pueblo, dar el último adiós y comprobar que el padre reposaba ya en el camposanto, junto a tu madre. Entonces, por primera vez, te sentiste muy solo.
Hubo que esperar a que encontraran alguien para sustituirte porque eras un activo importante en aquella empresa puntera y habías puesto en práctica unas líneas de trabajo que no podían quedar a medias; así que aguantaste hasta que llegó el sustituto, le entrenaste debidamente, vendiste aquella esplendida casa y, entraste en el coche dispuesto a empezar una nueva vida. Durante un rato, que no fue precisamente corto, permaneciste sentado con las manos en el volante y la cabeza entre ellas, vaciando la mente, dejando atrás muchos años, toda una vida y, sobre todo… recordando. Hubo amigos, amantes ocasionales, nunca nadie fijo, en eso no tuviste suerte; hubo viajes, países, mucha gente nueva, costumbres diferentes, una profesión que te encantaba…, en general fue una buena vida.
Levantaste despacio la cabeza, sonreíste y el coche arrancó dispuesto a acabar con todo aquello y empezar de cero. La música durante todo el viaje, permitió que no pensaras en nada, solo conducías mecánicamente; primero como uno más en aquellas carreteras de salida de la ciudad, siempre saturadas, siempre atascadas; mucho después, la autopista se iba vaciando de coches hasta que el tuyo era el único que circulaba durante gran parte del trayecto. Esa soledad, aquellos campos que se asomaban a la calzada, aquellas laderas sembradas de colza que ponían el toque de color con ese amarillo rabioso que contrastaba con la austeridad de los ocres del cereal, eran como un bálsamo. Disfrutabas con gozo de esas vistas, apagaste el sonido de la música, abriste la ventanilla y aspiraste el aire puro, el viento seco y áspero de la llanura que tan bien conocías.
Empezaba a anochecer cuando llegabas a la casa familiar, ahora tuya. Al abrir la puerta, todo estaba en su lugar, como siempre, como si nunca te hubieras ido de allí; así que la entrada fue sencilla; luego empezaron a brotar los días. Cada mañana, hasta la hora de comer, y por la tarde, salías a dar largos paseos fuera del pueblo, cada vez cogías un camino diferente. Llegabas hasta una tierra, hablabas con los campesinos que trabajaban regando, cosechando o sembrando; luego seguías tu camino, que no era ninguno, puesto que tu destino era marchar sin premeditación hasta que te cansabas, reposabas un rato y dabas la vuelta.
Una mañana de lluvia, no proclive a salir, desempolvaste tu ordenador y empezaste a escribir mientras fuera se desataba la furia de una tormenta con truenos que retumbaban en la casa y relámpagos que la iluminaban sin cesar. Tecleabas según llegaban las ideas, sin un objetivo premeditado; transcurrieron largas horas que se te hicieron un suspiro y solo cuando tus miembros entumecidos necesitaban estirarse, te levantaste del sillón comprobando que el trabajo había dado sus frutos y varias páginas se habían acumulado respondiendo a la necesidad de volcar en papel gráficos, datos y cifras que habías pergeñado en tu cabeza durante años. Consciente de que tendrías que leer y corregir todo de nuevo, te preparaste una copa y mientras la degustabas mirando por el ventanal, apreciaste la maravilla de un arco iris que presagiaba una tarde maravillosa.
Sin querer, y solo cuando había llegado el momento, hiciste realidad aquel plan que te devanaba la cabeza durante las horas cercanas al sueño sin saber cómo podrías materializarlo. Ahora había surgido de un tirón y ahí estaba la propuesta, lista para enviarla al día siguiente a quien fue tu jefe y que tanto te exhortaba a ser el padre de aquella idea novedosa que serviría para darte un prestigio personal que no deseabas y un rendimiento empresarial que llegaría del cielo en aquella época en que los gastos se equilibraban peligrosamente con los ingresos.
Cesó la lluvia, el cielo tornaba a su color azul, mientras el sol quería asomar con la fuerza que le caracterizaba. Te calzaste las botas y saliste a respirar, a vivir, con la satisfacción de haber hecho algo importante.
Abandonaste la urbe, un trabajo en el que habías logrado un puesto de importancia, fruto de años de estudio; percibías una remuneración acorde a tu responsabilidad, y eras ante los demás un ejemplo de esfuerzo y tesón; sin embargo, los dejaste atónitos cuando decidiste abandonarlo todo y tornar a aquel pueblecillo minúsculo que te inoculó desde niño las ansias de regresar.
Nadie supo los motivos que te indujeron a enfrentarte a aquel cambio tan drástico; solo los amigos más cercanos comprendieron tu dolor cuando, tras años de sufrimiento, el cáncer acabó con la vida de tu padre, tu verdadero amigo, tu referente en la vida, que se convirtió en una sombra durante esa última etapa de su existencia en la que permaneciste atado a su cama para recordar cada pestañeo, cada gesto de un hombre que se agotaba por momentos.
En aquella habitación fraguaste tus intenciones de futuro. El trabajo solo te aportaba un considerable aumento del patrimonio que, por otra parte, no tenías ocasión de disfrutar, ya que todo tu tiempo se lo dedicabas a aquella empresa. Cuando regresabas a tu casa, encontrabas un lugar aséptico, impersonal y falto de la calidez que precisabas para sentirte en tu hogar. Entonces recordaste la vieja casa familiar, la de aquel pueblo perdido de la mano de Dios; recordaste el crepitar del fuego en la lumbre, el silencio que imperaba a la hora de la siesta cuando tu padre dormitaba en el escaño mientras tú estudiabas, observándole con el rabillo del ojo, porque desde que falleciera la madre, el auténtico pilar de la casa, padre e hijo vivían pendientes el uno del otro.
En aquella habitación del hospital donde, tanto enfermeras como médicos, entraban con cuidado, sin molestar, comprendiendo la trascendencia de los últimos momentos de una vida; allí, junto a la cama donde yacía tu padre, tomaste la decisión. No fue difícil volver al pueblo, dar el último adiós y comprobar que el padre reposaba ya en el camposanto, junto a tu madre. Entonces, por primera vez, te sentiste muy solo.
Hubo que esperar a que encontraran alguien para sustituirte porque eras un activo importante en aquella empresa puntera y habías puesto en práctica unas líneas de trabajo que no podían quedar a medias; así que aguantaste hasta que llegó el sustituto, le entrenaste debidamente, vendiste aquella esplendida casa y, entraste en el coche dispuesto a empezar una nueva vida. Durante un rato, que no fue precisamente corto, permaneciste sentado con las manos en el volante y la cabeza entre ellas, vaciando la mente, dejando atrás muchos años, toda una vida y, sobre todo… recordando. Hubo amigos, amantes ocasionales, nunca nadie fijo, en eso no tuviste suerte; hubo viajes, países, mucha gente nueva, costumbres diferentes, una profesión que te encantaba…, en general fue una buena vida.
Levantaste despacio la cabeza, sonreíste y el coche arrancó dispuesto a acabar con todo aquello y empezar de cero. La música durante todo el viaje, permitió que no pensaras en nada, solo conducías mecánicamente; primero como uno más en aquellas carreteras de salida de la ciudad, siempre saturadas, siempre atascadas; mucho después, la autopista se iba vaciando de coches hasta que el tuyo era el único que circulaba durante gran parte del trayecto. Esa soledad, aquellos campos que se asomaban a la calzada, aquellas laderas sembradas de colza que ponían el toque de color con ese amarillo rabioso que contrastaba con la austeridad de los ocres del cereal, eran como un bálsamo. Disfrutabas con gozo de esas vistas, apagaste el sonido de la música, abriste la ventanilla y aspiraste el aire puro, el viento seco y áspero de la llanura que tan bien conocías.
Empezaba a anochecer cuando llegabas a la casa familiar, ahora tuya. Al abrir la puerta, todo estaba en su lugar, como siempre, como si nunca te hubieras ido de allí; así que la entrada fue sencilla; luego empezaron a brotar los días. Cada mañana, hasta la hora de comer, y por la tarde, salías a dar largos paseos fuera del pueblo, cada vez cogías un camino diferente. Llegabas hasta una tierra, hablabas con los campesinos que trabajaban regando, cosechando o sembrando; luego seguías tu camino, que no era ninguno, puesto que tu destino era marchar sin premeditación hasta que te cansabas, reposabas un rato y dabas la vuelta.
Una mañana de lluvia, no proclive a salir, desempolvaste tu ordenador y empezaste a escribir mientras fuera se desataba la furia de una tormenta con truenos que retumbaban en la casa y relámpagos que la iluminaban sin cesar. Tecleabas según llegaban las ideas, sin un objetivo premeditado; transcurrieron largas horas que se te hicieron un suspiro y solo cuando tus miembros entumecidos necesitaban estirarse, te levantaste del sillón comprobando que el trabajo había dado sus frutos y varias páginas se habían acumulado respondiendo a la necesidad de volcar en papel gráficos, datos y cifras que habías pergeñado en tu cabeza durante años. Consciente de que tendrías que leer y corregir todo de nuevo, te preparaste una copa y mientras la degustabas mirando por el ventanal, apreciaste la maravilla de un arco iris que presagiaba una tarde maravillosa.
Sin querer, y solo cuando había llegado el momento, hiciste realidad aquel plan que te devanaba la cabeza durante las horas cercanas al sueño sin saber cómo podrías materializarlo. Ahora había surgido de un tirón y ahí estaba la propuesta, lista para enviarla al día siguiente a quien fue tu jefe y que tanto te exhortaba a ser el padre de aquella idea novedosa que serviría para darte un prestigio personal que no deseabas y un rendimiento empresarial que llegaría del cielo en aquella época en que los gastos se equilibraban peligrosamente con los ingresos.
Cesó la lluvia, el cielo tornaba a su color azul, mientras el sol quería asomar con la fuerza que le caracterizaba. Te calzaste las botas y saliste a respirar, a vivir, con la satisfacción de haber hecho algo importante.
Mª Soledad Martín Turiño