RECUERDOS DE MI INFANCIA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Lumbre de invierno crepitando en el hogar helado, aroma a café negro y denso que mi abuelo prepara temprano y perfuma la casa para despertar a sus madrugadores moradores. Mi abuela, con andar cansino, se acerca a la cocina y, casi sin hablar, coge una taza de la alhacena verde y se sirve el brebaje humeante; luego se sienta en una silla baja de anea y se hacen las preguntas rutinarias de cada mañana:
• ¿Has descansado?
• Bien, gracias, ¿y tú?
• Bien
Estas ocho palabras repetidas a través de los años casi han perdido su significado, pero cada día constituye la manera de saludarse los abuelos. Luego, ambos permanecerán un rato en silencio mirando el fuego hasta que uno de ellos se levante y comience la jornada de trabajo.
La abuela irá a la habitación para hacer las camas, con esfuerzo porque es mayor y le cuesta trabajo remeter las sábanas a ambos lados de los altos tálamos. Después barrerá la casa y comenzará a preparar la comida porque aquí, en el pueblo, se almuerza temprano. Quizá venga alguna camioneta ambulante vendiendo productos: pan, verduras, carne o pescado y eso le servirá de entretenimiento porque las vecinas se juntan para hacer sus compras y hay ocasión de charlar un rato.
Sin embargo, el abuelo apurará el café con calma, encenderá un cigarro, se calará la gorra y la pelliza para salir casi huyendo de casa camino a las tierras que son su vida; cada día visita una dependiendo de las necesidades que requiera y, aunque ya no trabaja por su avanzada edad, sí dirige con mano firme a mi tío para que haga lo que él dicta. Nunca utilizó otro medio de transporte que no fueran sus pies; hacía largas caminatas y solo en contadas ocasiones subía al tractor o al remolque. En las tierras sus ojos cambiaban; como buen castellano era un hombre parco, afable pero callado, incapaz de manifestar sus sentimientos; no obstante, con sus ojos lo decía todo y, al contemplar aquellos terrones secos, la fructífera remolacha, los campos de maíz o de cereal que se extendían ante él, a veces esbozaba una sonrisa de satisfacción que resumía su bienestar y el orgullo de pertenencia a aquel lugar para él casi sagrado.
En verano, cuando era niña solía acompañarle. Me agarraba de su mano y caminábamos en silencio por los campos; de vez en cuando cogía un puñado de mies, la frotaba y soplaba para descubrir el cereal y, dependiendo de la fuerza con la que creciera, adivinaba como sería la cosecha. Mi abuelo y yo teníamos largas conversaciones sin despegar los labios; yo traducía cada gesto suyo y, a veces, como no dejaba de observarle, me miraba con el rabillo del ojo y me frotaba el pelo; ese era su gesto más cariñoso, sobrio para algunos, pero para mí significaba todo. No recibí de él ninguna profusión de besos, abrazos o caricias, pero cuando me despeinaba de aquel modo, sabía que expresaba todo su cariño hacia mí, su nieta preferida al decir de todos.
Cuando regresábamos a casa el olor a cocido o a guiso de pollo si era domingo o festivo lo impregnaba todo. Mi abuela se interesaba por lo que habíamos hecho, por donde habíamos caminado y yo le contaba cada detalle para satisfacción de mi abuelo. Después de comer él se echaba para reposar un rato en el escaño, sin quitarse la gorra y nosotras dormitábamos en los sillones de paja mientras veíamos la televisión. Al levantarse de la siesta mi abuelo se marchaba casi a hurtadillas al bar del pueblo a tomar otro café y echar la partida con sus amigos de siempre y volvía para cuidar del ganado en el corral y en las pocilgas.
A la hora de la merienda mi abuela sacaba de la alhacena un plato lleno de chorizo, torreznos y tortilla para los mayores, mientras los niños preferíamos pan con chocolate y mantequilla dulce que era lo que más nos gustaba. Muchas tardes teníamos visita, ya que mi abuela solo salía de casa para ir a misa rezada los domingos debido a que sus piernas no la sostenían. Solía venir alguna vecina o familiares que pasaban la tarde sentadas a la mesa camilla, hablando poco, haciendo algún comentario de vez en cuando y suspirando mucho. Mirábamos todas al ventanuco que dejaba ver un trozo de carretera, las eras y las casas de enfrente; se comentaba quien pasaba o la velocidad de los coches, temas manidos y simples con los que romper un silencio que, a veces, duraba demasiado.
Yo permanecía con aquellas mujeres haciendo acopio de paciencia hasta que ya, aburrida, cogía una novela del cuarto de mi tío y me sentaba a leer en el escalón de la puerta dejando filtrar un poco de luz en aquellos calurosos veranos. De atardecida, el monótono canto de las chicharras impedía mi concentración en la lectura, cerraba el libro y me perdía por el camino del rio para estar a solas con mis pensamientos. Me gustaba caminar hasta que el pueblo se convertía en un puntito del que sobresalía el pico de la torre de la iglesia; entonces me sentaba en una piedra y contemplaba la corriente, los juncos y las laderas de aquel Valderaduey que llevaba en el alma. A solas con la naturaleza sentía que formaba parte de algo muy importante, y aunque yo era solo una minúscula pieza del engranaje, todo funcionaba a la perfección.
Al oscurecer retomaba el camino a casa porque la abuela ya tenía preparada la cena y no quería llegar tarde. A ese día le sucedían otros prácticamente iguales que constituían un remanso para mi alma inocente a la que esperaban muchas y grandes sorpresas.
• ¿Has descansado?
• Bien, gracias, ¿y tú?
• Bien
Estas ocho palabras repetidas a través de los años casi han perdido su significado, pero cada día constituye la manera de saludarse los abuelos. Luego, ambos permanecerán un rato en silencio mirando el fuego hasta que uno de ellos se levante y comience la jornada de trabajo.
La abuela irá a la habitación para hacer las camas, con esfuerzo porque es mayor y le cuesta trabajo remeter las sábanas a ambos lados de los altos tálamos. Después barrerá la casa y comenzará a preparar la comida porque aquí, en el pueblo, se almuerza temprano. Quizá venga alguna camioneta ambulante vendiendo productos: pan, verduras, carne o pescado y eso le servirá de entretenimiento porque las vecinas se juntan para hacer sus compras y hay ocasión de charlar un rato.
Sin embargo, el abuelo apurará el café con calma, encenderá un cigarro, se calará la gorra y la pelliza para salir casi huyendo de casa camino a las tierras que son su vida; cada día visita una dependiendo de las necesidades que requiera y, aunque ya no trabaja por su avanzada edad, sí dirige con mano firme a mi tío para que haga lo que él dicta. Nunca utilizó otro medio de transporte que no fueran sus pies; hacía largas caminatas y solo en contadas ocasiones subía al tractor o al remolque. En las tierras sus ojos cambiaban; como buen castellano era un hombre parco, afable pero callado, incapaz de manifestar sus sentimientos; no obstante, con sus ojos lo decía todo y, al contemplar aquellos terrones secos, la fructífera remolacha, los campos de maíz o de cereal que se extendían ante él, a veces esbozaba una sonrisa de satisfacción que resumía su bienestar y el orgullo de pertenencia a aquel lugar para él casi sagrado.
En verano, cuando era niña solía acompañarle. Me agarraba de su mano y caminábamos en silencio por los campos; de vez en cuando cogía un puñado de mies, la frotaba y soplaba para descubrir el cereal y, dependiendo de la fuerza con la que creciera, adivinaba como sería la cosecha. Mi abuelo y yo teníamos largas conversaciones sin despegar los labios; yo traducía cada gesto suyo y, a veces, como no dejaba de observarle, me miraba con el rabillo del ojo y me frotaba el pelo; ese era su gesto más cariñoso, sobrio para algunos, pero para mí significaba todo. No recibí de él ninguna profusión de besos, abrazos o caricias, pero cuando me despeinaba de aquel modo, sabía que expresaba todo su cariño hacia mí, su nieta preferida al decir de todos.
Cuando regresábamos a casa el olor a cocido o a guiso de pollo si era domingo o festivo lo impregnaba todo. Mi abuela se interesaba por lo que habíamos hecho, por donde habíamos caminado y yo le contaba cada detalle para satisfacción de mi abuelo. Después de comer él se echaba para reposar un rato en el escaño, sin quitarse la gorra y nosotras dormitábamos en los sillones de paja mientras veíamos la televisión. Al levantarse de la siesta mi abuelo se marchaba casi a hurtadillas al bar del pueblo a tomar otro café y echar la partida con sus amigos de siempre y volvía para cuidar del ganado en el corral y en las pocilgas.
A la hora de la merienda mi abuela sacaba de la alhacena un plato lleno de chorizo, torreznos y tortilla para los mayores, mientras los niños preferíamos pan con chocolate y mantequilla dulce que era lo que más nos gustaba. Muchas tardes teníamos visita, ya que mi abuela solo salía de casa para ir a misa rezada los domingos debido a que sus piernas no la sostenían. Solía venir alguna vecina o familiares que pasaban la tarde sentadas a la mesa camilla, hablando poco, haciendo algún comentario de vez en cuando y suspirando mucho. Mirábamos todas al ventanuco que dejaba ver un trozo de carretera, las eras y las casas de enfrente; se comentaba quien pasaba o la velocidad de los coches, temas manidos y simples con los que romper un silencio que, a veces, duraba demasiado.
Yo permanecía con aquellas mujeres haciendo acopio de paciencia hasta que ya, aburrida, cogía una novela del cuarto de mi tío y me sentaba a leer en el escalón de la puerta dejando filtrar un poco de luz en aquellos calurosos veranos. De atardecida, el monótono canto de las chicharras impedía mi concentración en la lectura, cerraba el libro y me perdía por el camino del rio para estar a solas con mis pensamientos. Me gustaba caminar hasta que el pueblo se convertía en un puntito del que sobresalía el pico de la torre de la iglesia; entonces me sentaba en una piedra y contemplaba la corriente, los juncos y las laderas de aquel Valderaduey que llevaba en el alma. A solas con la naturaleza sentía que formaba parte de algo muy importante, y aunque yo era solo una minúscula pieza del engranaje, todo funcionaba a la perfección.
Al oscurecer retomaba el camino a casa porque la abuela ya tenía preparada la cena y no quería llegar tarde. A ese día le sucedían otros prácticamente iguales que constituían un remanso para mi alma inocente a la que esperaban muchas y grandes sorpresas.
Mª Soledad Martín Turiño