RECUERDOS DE CASTRONUEVO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Castronuevo es un pueblo pequeño, de esos que se engloban en el territorio denominado “España vaciada”, un lugar que, sin embargo, aún palpita. Sus gentes son, en su mayoría personas mayores, existe un escaso relevo generacional y los jóvenes que aún permanecen allí continúan las tradiciones agrícolas –en menor grado ganaderas- de sus antepasados.
Para mí Castronuevo constituye todo un símbolo; puedo decir con orgullo que allí viví mis primeros años resumidos en una infancia feliz, en el seno de una familia de agricultores de los que aprendí a amar la tierra. Recuerdo a mi padre tirando del arado detrás de la mula y abriendo los surcos para plantar posteriormente la remolacha en la tierra de El Salinar, junto al rio; y evoco a menudo las mañanas en las que le llevaba el almuerzo bajo la atenta mirada de mi madre desde la villa.
Aquella tierra de cereal va ligada, asimismo, a la presencia de mi abuelo, a quien solía acompañar de niña a visitar los campos, comprobar las espigas y adivinar si sería o no un buen año. Él y yo teníamos largas conversaciones sin despegar los labios; yo le observaba cada gesto: un orgullo mal disimulado al contemplar aquellos terrones secos, la amplitud de su mirada, la sonrisa que apuntaban sus labios cuando se encontraba en medio de las tierras, ya estuvieran sembrados o en barbecho… ¡ese era su mejor estímulo!
Castronuevo fue también testigo de mi adolescencia en aquellos veranos agosteños plenos de actividad: subía al remolque con los primos y nos sentábamos sobre costales de cereal para dirigirnos a alguna tierra, jugaba en el corral a descubrir los escondites donde habían puesto los huevos las gallinas, me recreaba en la lectura en las tardes de siesta, o trepaba por la villa para bajar hasta el río por la ladera del final del barrio de Triana. Aquella escapada era mi favorita, porque una vez cerca del Valderaduey, seguía su curso hasta perder de vista al pueblo y luego me sentaba en una piedra gozando de un silencio interrumpido tan solo por el discurrir del agua y el sonido de los insectos; ¡aquella era la más perfecta sinfonía nunca escuchada!
Tras la adolescencia llegó la juventud, y con ella, la fiesta de agosto, las amigas de la escuela que nos reencontrábamos, la misa, los juegos y el baile donde se gestaron algunos compromisos. Después, transcurrió mucho tiempo en el que el pueblo quedó lejos, porque mis ocupaciones de adulta eran otras: trabajar, formar una familia, establecerme en otro lugar… sin embargo, en los momentos en que me dominaba la nostalgia, la imagen de Castronuevo y las experiencias vividas allí eran como un bálsamo para seguir adelante. El pueblo era mi abrigo y recuerdo, un recuerdo feliz.
Hace ya bastante tiempo que no lo visito; gente muy querida ha fallecido y a muchas de las personas que habitan allí ya no las conozco; no obstante, en los viajes que hago, siempre de incógnito, sigo visitando todo aquello que siempre perdurará y haciendo las mismas cosas que antaño: contemplo el solar, ahora yermo, de la casa que albergó mi infancia; subo a la villa, bajo hasta el rio, recorro las calles desiertas, me adentro en alguna carretera solitaria para contemplar los terrenos que la rodean… y todo dentro del mismo ritual, una suerte de liturgia que me conecta con un pasado único y con unas gentes que fueron mi modelo y el bastión de mi vida. Antes de abandonar el pueblo, dedico unos minutos a meditar frente a la puerta del cementerio donde descansan mis antepasados, y luego subo al coche que me llevará lejos de nuevo mientras brotan de mis ojos unas inevitables lágrimas de nostalgia.
Para mí Castronuevo constituye todo un símbolo; puedo decir con orgullo que allí viví mis primeros años resumidos en una infancia feliz, en el seno de una familia de agricultores de los que aprendí a amar la tierra. Recuerdo a mi padre tirando del arado detrás de la mula y abriendo los surcos para plantar posteriormente la remolacha en la tierra de El Salinar, junto al rio; y evoco a menudo las mañanas en las que le llevaba el almuerzo bajo la atenta mirada de mi madre desde la villa.
Aquella tierra de cereal va ligada, asimismo, a la presencia de mi abuelo, a quien solía acompañar de niña a visitar los campos, comprobar las espigas y adivinar si sería o no un buen año. Él y yo teníamos largas conversaciones sin despegar los labios; yo le observaba cada gesto: un orgullo mal disimulado al contemplar aquellos terrones secos, la amplitud de su mirada, la sonrisa que apuntaban sus labios cuando se encontraba en medio de las tierras, ya estuvieran sembrados o en barbecho… ¡ese era su mejor estímulo!
Castronuevo fue también testigo de mi adolescencia en aquellos veranos agosteños plenos de actividad: subía al remolque con los primos y nos sentábamos sobre costales de cereal para dirigirnos a alguna tierra, jugaba en el corral a descubrir los escondites donde habían puesto los huevos las gallinas, me recreaba en la lectura en las tardes de siesta, o trepaba por la villa para bajar hasta el río por la ladera del final del barrio de Triana. Aquella escapada era mi favorita, porque una vez cerca del Valderaduey, seguía su curso hasta perder de vista al pueblo y luego me sentaba en una piedra gozando de un silencio interrumpido tan solo por el discurrir del agua y el sonido de los insectos; ¡aquella era la más perfecta sinfonía nunca escuchada!
Tras la adolescencia llegó la juventud, y con ella, la fiesta de agosto, las amigas de la escuela que nos reencontrábamos, la misa, los juegos y el baile donde se gestaron algunos compromisos. Después, transcurrió mucho tiempo en el que el pueblo quedó lejos, porque mis ocupaciones de adulta eran otras: trabajar, formar una familia, establecerme en otro lugar… sin embargo, en los momentos en que me dominaba la nostalgia, la imagen de Castronuevo y las experiencias vividas allí eran como un bálsamo para seguir adelante. El pueblo era mi abrigo y recuerdo, un recuerdo feliz.
Hace ya bastante tiempo que no lo visito; gente muy querida ha fallecido y a muchas de las personas que habitan allí ya no las conozco; no obstante, en los viajes que hago, siempre de incógnito, sigo visitando todo aquello que siempre perdurará y haciendo las mismas cosas que antaño: contemplo el solar, ahora yermo, de la casa que albergó mi infancia; subo a la villa, bajo hasta el rio, recorro las calles desiertas, me adentro en alguna carretera solitaria para contemplar los terrenos que la rodean… y todo dentro del mismo ritual, una suerte de liturgia que me conecta con un pasado único y con unas gentes que fueron mi modelo y el bastión de mi vida. Antes de abandonar el pueblo, dedico unos minutos a meditar frente a la puerta del cementerio donde descansan mis antepasados, y luego subo al coche que me llevará lejos de nuevo mientras brotan de mis ojos unas inevitables lágrimas de nostalgia.
Mª Soledad Martín Turiño