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Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Estaba en casa, acomodada plácidamente en mi sillón, sin ganas de hacer nada productivo en aquella tarde festiva. Por fin la ciudad se había vaciado de habitantes que corrían abocados a una caravana de coches cruel pero agradecida porque “había que desconectar” y emigrar a la playa donde, a buen seguro, muchos de ellos se reencontrarían. Imperaba un grato silencio en la casa, apenas se percibía un ruido de coches y, dada mi natural tendencia a los pensamientos negativos y la posterior tristeza que los acompañaba, decidí encender el televisor y distraerme un rato.
Una película insulsa, predecible y manida me entretuvo un rato hasta que la cadena rompió bruscamente el incipiente diálogo de una frase que iba a pronunciar uno de los protagonistas, y empezaron los anuncios publicitarios; era una costumbre ya conocida y por lo general durante el tiempo de la publicidad solía aprovechar para recoger la mesa, preparar la ropa para el día siguiente o hacer algunas tareas que terminaban cuando se reanudaba el programa que estaba viendo. Sin embargo, en aquella ocasión, me dejé llevar por la inercia y, sin quitar el sonido como solía hacer en tales circunstancias, me obligué a visionar la publicidad.
Decía Benedetti: “No te rindas”: sabia lección, sin embargo complicada de llevar a cabo cuando nos ahogan con reclamos, propagandas y proclamas de todo tipo. Nos enseñan los artículos que hemos de comprar para que nuestra vida siga los dictados impuestos por quienes tienen en su mano el poder económico, y así dicen que utilicemos determinados productos que nos embellecen, nos rejuvenecen, evitan el deterioro, favorecen el tránsito intestinal, las relaciones sexuales, nos ayudan a adelgazar, a bajar el colesterol y, en definitiva, a vivir mejor.
Nos dicen como alimentarnos, como vestir, como relacionarnos con los demás, como evitar la tristeza, y hasta nos enseñan donde vivir, qué coche comprar y como limpiar a fondo la casa para dejarla libre de gérmenes. En unas pocas palabras calibradas perfectamente en un espacio breve de tiempo se dirigen a nosotros, los consumidores, para marcar las pautas de la vida y fomentar un consumismo guiado por las grandes marcas. Los medios de comunicación se convierten en cómplices y aliados de este mercadeo que a veces nos impide ser libres, porque ¡ay de aquél que no se pliegue a las convenciones sociales predeterminadas! Si compras un vehículo que no sea de la marca que anuncian no llegarás muy lejos, ni se sentará nunca a tu lado una espléndida mujer que solo en sueños podrías conseguir; a nadie se le ocurriría tomar una bebida sin acompañarse de un baile con música desenfrenada que fomente diversión total y una persona mayor ya sabemos que puede bailar o brincar incluso, si se aplica una pomada anti varices que lo dejará como nuevo, y ya si toma los consabidos bífidus por la mañana será imparable.
Ahora no es un inconveniente que los niños mayores mojen la cama; solo hay que vestirlos con pañales especiales que no solucionarán su problema, pero al menos los demás no van a notar que existe; y si manchan deliberadamente la ropa jugando, no hay que educarles para que tengan cuidado porque existen unos detergentes milagrosos que las dejará, de nuevo, relucientes para la siguiente gamberrada que celebrarán satisfechas. Y qué decir de las madres consejeras anticuadas que ignoran los beneficios de los fosfatos en una simple salchicha, o van de casa de casa olisqueando por si sus hijos han utilizado un detergente con lejía o suavizante para tener su hogar impoluto; de las jóvenes mamás que compran lo mejor “para los suyos”, o de las jovencitas veinteañeras con cuerpos perfectos que, paradójica e increíblemente, anuncian productos anti edad o contra la celulitis. Así, en una cadena de despropósitos, fueron pasando los minutos. Ya casi había perdido el hilo de la película que estaba viendo, porque mi mente absorbía con desmesura todos los productos que tan sabiamente recomendaban, permaneciendo en mi memoria la música o el eslogan que los acompañaba.
Pensé en tiempo atrás, cuando las sábanas blanquísimas se trataban únicamente con jabón hecho en casa a base de grasa y sosa y lucían con una limpieza impoluta, o cuando los niños se alimentaban con productos naturales, cuando desconocíamos el efecto benéfico del bífidus o el omega 3, o cuando las mujeres utilizaban Bella Aurora como único producto de belleza o los polvos para el cutis Maderas de Oriente y se perfumaban los días de fiesta con Joya y los de diario con Agua de Lavanda. ¡Cómo ha cambiado la sociedad y cómo estamos inmersos todos en esa marea de consumismo a la que nos vemos abocados por seguir los dictados de la manada…! ¡Qué difícil resulta desmarcarse y no seguir las pautas establecidas para salir del cauce prescrito!
Reanudaron la programación, y con ella la película insulsa que con abatimiento e indolencia continué visionando hasta que de pronto entré en un estado mucho más apacible, de relajación completa, de absoluto silencio donde permanecí alejada de la frivolidad de un consumismo absurdo: ¡me había dormido!
Una película insulsa, predecible y manida me entretuvo un rato hasta que la cadena rompió bruscamente el incipiente diálogo de una frase que iba a pronunciar uno de los protagonistas, y empezaron los anuncios publicitarios; era una costumbre ya conocida y por lo general durante el tiempo de la publicidad solía aprovechar para recoger la mesa, preparar la ropa para el día siguiente o hacer algunas tareas que terminaban cuando se reanudaba el programa que estaba viendo. Sin embargo, en aquella ocasión, me dejé llevar por la inercia y, sin quitar el sonido como solía hacer en tales circunstancias, me obligué a visionar la publicidad.
Decía Benedetti: “No te rindas”: sabia lección, sin embargo complicada de llevar a cabo cuando nos ahogan con reclamos, propagandas y proclamas de todo tipo. Nos enseñan los artículos que hemos de comprar para que nuestra vida siga los dictados impuestos por quienes tienen en su mano el poder económico, y así dicen que utilicemos determinados productos que nos embellecen, nos rejuvenecen, evitan el deterioro, favorecen el tránsito intestinal, las relaciones sexuales, nos ayudan a adelgazar, a bajar el colesterol y, en definitiva, a vivir mejor.
Nos dicen como alimentarnos, como vestir, como relacionarnos con los demás, como evitar la tristeza, y hasta nos enseñan donde vivir, qué coche comprar y como limpiar a fondo la casa para dejarla libre de gérmenes. En unas pocas palabras calibradas perfectamente en un espacio breve de tiempo se dirigen a nosotros, los consumidores, para marcar las pautas de la vida y fomentar un consumismo guiado por las grandes marcas. Los medios de comunicación se convierten en cómplices y aliados de este mercadeo que a veces nos impide ser libres, porque ¡ay de aquél que no se pliegue a las convenciones sociales predeterminadas! Si compras un vehículo que no sea de la marca que anuncian no llegarás muy lejos, ni se sentará nunca a tu lado una espléndida mujer que solo en sueños podrías conseguir; a nadie se le ocurriría tomar una bebida sin acompañarse de un baile con música desenfrenada que fomente diversión total y una persona mayor ya sabemos que puede bailar o brincar incluso, si se aplica una pomada anti varices que lo dejará como nuevo, y ya si toma los consabidos bífidus por la mañana será imparable.
Ahora no es un inconveniente que los niños mayores mojen la cama; solo hay que vestirlos con pañales especiales que no solucionarán su problema, pero al menos los demás no van a notar que existe; y si manchan deliberadamente la ropa jugando, no hay que educarles para que tengan cuidado porque existen unos detergentes milagrosos que las dejará, de nuevo, relucientes para la siguiente gamberrada que celebrarán satisfechas. Y qué decir de las madres consejeras anticuadas que ignoran los beneficios de los fosfatos en una simple salchicha, o van de casa de casa olisqueando por si sus hijos han utilizado un detergente con lejía o suavizante para tener su hogar impoluto; de las jóvenes mamás que compran lo mejor “para los suyos”, o de las jovencitas veinteañeras con cuerpos perfectos que, paradójica e increíblemente, anuncian productos anti edad o contra la celulitis. Así, en una cadena de despropósitos, fueron pasando los minutos. Ya casi había perdido el hilo de la película que estaba viendo, porque mi mente absorbía con desmesura todos los productos que tan sabiamente recomendaban, permaneciendo en mi memoria la música o el eslogan que los acompañaba.
Pensé en tiempo atrás, cuando las sábanas blanquísimas se trataban únicamente con jabón hecho en casa a base de grasa y sosa y lucían con una limpieza impoluta, o cuando los niños se alimentaban con productos naturales, cuando desconocíamos el efecto benéfico del bífidus o el omega 3, o cuando las mujeres utilizaban Bella Aurora como único producto de belleza o los polvos para el cutis Maderas de Oriente y se perfumaban los días de fiesta con Joya y los de diario con Agua de Lavanda. ¡Cómo ha cambiado la sociedad y cómo estamos inmersos todos en esa marea de consumismo a la que nos vemos abocados por seguir los dictados de la manada…! ¡Qué difícil resulta desmarcarse y no seguir las pautas establecidas para salir del cauce prescrito!
Reanudaron la programación, y con ella la película insulsa que con abatimiento e indolencia continué visionando hasta que de pronto entré en un estado mucho más apacible, de relajación completa, de absoluto silencio donde permanecí alejada de la frivolidad de un consumismo absurdo: ¡me había dormido!
Mª Soledad Martín Turiño