PÉSAME
(Castronuevo de los Arcos)
Sobran las palabras; al poco de abrir el tanatorio del pueblo, la gente comienza a llegar; hombres y mujeres con gesto contrito, abatidos, taciturnos, luciendo ropas nuevas y un mohín grave, entran para saludar a la familia formando una fila de apretones de manos, abrazos sentidos y besos aderezados con lágrimas secas que muchos se apresuran a enjugar.
Además de las frases manidas en estos casos, hay quien no dice nada; miran fijamente a la familia con los ojos llenos de palabras calladas, concitando en ellos las emociones que silencian, luego contemplan el féretro que yace tras los cristales, ornado tan solo con una corona de flores ofrecida por los más cercanos y permanecen frente a él en respetuoso silencio.
Fuera, en la calle, muchos se agolpan para fumar un cigarro y formar pequeños corros que alivien la tensión de perder a uno de los suyos: un hombre nacido y criado en aquel pueblo, conocido y querido, trabajador incansable, agricultor como la mayoría de ellos y, sobre todo, una buena persona que sus convecinos lamentan perder.
Tras el velatorio, la comitiva se dirige a la iglesia donde se oficiará una misa funeral de córpore insepulto antes de acudir al cementerio donde el finado encontrará su última morada. La iglesia está abarrotada; se diría que todo el pueblo ha asistido a esta penosa despedida; además como es sábado, hay quien aprovecha para cumplir son su obligación semanal cristiana de oír misa, ya que el domingo la iglesia está cerrada porque el sacerdote ha de desplazarse para celebrar los oficios en otros pueblos cercanos.
Al cementerio solo acuden los más allegados; al final del acto, la gente se ha ido dispersando y, al cabo de un rato, todos abandonan el lugar. El camposanto cierra sus gruesas puertas de hierro y, de nuevo, reina en aquel lugar una angustiosa soledad que me recuerda la rima LXXIII de Bécquer: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”; así, en este sepulcral silencio perturbado tan solo por el aleteo de un pájaro, o las ramas de un ciprés movidas por el viento, se concita vida y muerte, soledad y espera, en un círculo que se ha cerrado hoy para una persona buena que, sin duda y si existe ese cielo del que nos hablaron en la religión católica de nuestra niñez, hallará allí su morada.
Sobran las palabras; la emoción ha inundado el alma con un pesar que la ahoga, una inexplicable sensación de soledad que se hace patente en las lágrimas aprisionadas que ahora fluyen para desahogar un poco la pena.
Mª Soledad Martín Turiño