PAQUITO, EL MOZO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
En todos los pueblos hay leyendas, relatos que se contaban en torno a la lumbre o la mesa camilla, fábulas que iban creciendo dependiendo de quien las narrara, y si eran de miedo, todavía mejor porque, con cada relato, los senderos se tornaban cada vez más tortuosos y las ánimas salían por todos los caminos, para provocar tensión en el argumento y mantener atenta a la concurrencia.
Era yo una adolescente cuando, en una noche de invierno, estaba toda la familia reunida charlando de cosas cotidianas. De pronto, uno de los primos más pequeños, que no paraba de molestar porque se aburría, llamó la atención de los demás con una pataleta caprichosa y sin motivo. El padre, lo cogió en brazos y le dijo que, si no se callaba, le iba a pasar lo mismo que a Paquito, el mozo. Se despertó la curiosidad entre todos, produciéndose un silencio para que contara la historia.
Entonces, el padre, un labrador curtido, amigo de pocas palabras, se explayó narrando un hecho acaecido años atrás, referente a Paquito, a quien llamaban el mozo porque, cuando le preguntaban su edad, se estiraba para parecer más mayor y más alto. Paquito tenía seis o siete años, y fue secuestrado por un coche que se le acercó ofreciéndole caramelos; una vez ganada la confianza del muchacho, lo metieron dentro del vehículo y se lo llevaron. Desde entonces, la madre enloqueció y nunca se supo más de él hasta que, años después, llegó un hombre al pueblo contando la historia de niños desaparecidos que secuestraban en pueblos pequeños y les quitaban los órganos para gente pudiente que los necesitaba para sus hijos enfermos. El rumor circuló, sin verificar su autenticidad, de tal manera que el pueblo entero blindó a sus hijos para que no estuvieran solos en ningún momento.
Yo creía que el relato terminaría aquí, pero mi tío continuó narrando una historia que conocía perfectamente por haberla protagonizado en mi infancia. Esta es la historia, contada en primera persona:
Una mañana mi madre me mandó a casa de una tía para darle un recado. Me observaba durante todo el camino, ya que iba por una calle recta y, al acercarme a la casa de mi tía, ésta ya estaba advertida y salía a mi encuentro. Sin embargo, tan solo unos pasos antes de llegar, se acercó un coche para preguntarme algo. Fue tal mi desesperación, porque todos los niños estábamos advertidos del caso de Paquito el mozo, que chillé desaforadamente y salieron alertadas las vecinas, además de mi tía. Me acogieron entre ellas, ante la estupefacción del conductor del vehículo que también se detuvo para averiguar lo que había ocurrido; y que no era otro que el pobre barbero del pueblo cuyo error había sido dirigirse a la niña para preguntarle por su abuelo.
Se dieron las oportunas explicaciones al barbero, mi madre corrió a mi lado y me abrazaba diciendo que había hecho muy bien, mientras yo no dejaba de hipar y mis ojos no paraban de llorar.
Al terminar el relato, todas las miradas recayeron en mi persona que sonreía por haber recordado aquel incidente que casi había borrado de mi memoria. Mi primo, que había estado callado escuchando, igual que todos los demás, bajó de las rodillas de su padre, se acercó a mí y me dijo:
• “No tengas miedo, que nunca te va a pasar nada malo. Yo te cuidaré”.
Todos sonrieron por la ocurrencia del muchacho, pero yo sentí algo especial, una sensación inenarrable de seguridad porque, de algún modo, presentía que aquellas palabras me ayudarían a estar salvo.
Con el transcurrir del tiempo, ahora que ya todos somos adultos, puedo decir que es mi primo especial. Nos vemos poco, pero existe un lazo de unión que no tengo con el resto, y él siente por mí una vinculación que raya en la admiración. Nos queremos mucho.
Esa fue la historia, una de tantas, posiblemente un hecho desgraciado que dio lugar a una repetida fábula, porque nunca se supo más de aquel niño llamado Paquito, el mozo; aunque sí sirvió como excusa para acallar la pataleta de un niño travieso.
Era yo una adolescente cuando, en una noche de invierno, estaba toda la familia reunida charlando de cosas cotidianas. De pronto, uno de los primos más pequeños, que no paraba de molestar porque se aburría, llamó la atención de los demás con una pataleta caprichosa y sin motivo. El padre, lo cogió en brazos y le dijo que, si no se callaba, le iba a pasar lo mismo que a Paquito, el mozo. Se despertó la curiosidad entre todos, produciéndose un silencio para que contara la historia.
Entonces, el padre, un labrador curtido, amigo de pocas palabras, se explayó narrando un hecho acaecido años atrás, referente a Paquito, a quien llamaban el mozo porque, cuando le preguntaban su edad, se estiraba para parecer más mayor y más alto. Paquito tenía seis o siete años, y fue secuestrado por un coche que se le acercó ofreciéndole caramelos; una vez ganada la confianza del muchacho, lo metieron dentro del vehículo y se lo llevaron. Desde entonces, la madre enloqueció y nunca se supo más de él hasta que, años después, llegó un hombre al pueblo contando la historia de niños desaparecidos que secuestraban en pueblos pequeños y les quitaban los órganos para gente pudiente que los necesitaba para sus hijos enfermos. El rumor circuló, sin verificar su autenticidad, de tal manera que el pueblo entero blindó a sus hijos para que no estuvieran solos en ningún momento.
Yo creía que el relato terminaría aquí, pero mi tío continuó narrando una historia que conocía perfectamente por haberla protagonizado en mi infancia. Esta es la historia, contada en primera persona:
Una mañana mi madre me mandó a casa de una tía para darle un recado. Me observaba durante todo el camino, ya que iba por una calle recta y, al acercarme a la casa de mi tía, ésta ya estaba advertida y salía a mi encuentro. Sin embargo, tan solo unos pasos antes de llegar, se acercó un coche para preguntarme algo. Fue tal mi desesperación, porque todos los niños estábamos advertidos del caso de Paquito el mozo, que chillé desaforadamente y salieron alertadas las vecinas, además de mi tía. Me acogieron entre ellas, ante la estupefacción del conductor del vehículo que también se detuvo para averiguar lo que había ocurrido; y que no era otro que el pobre barbero del pueblo cuyo error había sido dirigirse a la niña para preguntarle por su abuelo.
Se dieron las oportunas explicaciones al barbero, mi madre corrió a mi lado y me abrazaba diciendo que había hecho muy bien, mientras yo no dejaba de hipar y mis ojos no paraban de llorar.
Al terminar el relato, todas las miradas recayeron en mi persona que sonreía por haber recordado aquel incidente que casi había borrado de mi memoria. Mi primo, que había estado callado escuchando, igual que todos los demás, bajó de las rodillas de su padre, se acercó a mí y me dijo:
• “No tengas miedo, que nunca te va a pasar nada malo. Yo te cuidaré”.
Todos sonrieron por la ocurrencia del muchacho, pero yo sentí algo especial, una sensación inenarrable de seguridad porque, de algún modo, presentía que aquellas palabras me ayudarían a estar salvo.
Con el transcurrir del tiempo, ahora que ya todos somos adultos, puedo decir que es mi primo especial. Nos vemos poco, pero existe un lazo de unión que no tengo con el resto, y él siente por mí una vinculación que raya en la admiración. Nos queremos mucho.
Esa fue la historia, una de tantas, posiblemente un hecho desgraciado que dio lugar a una repetida fábula, porque nunca se supo más de aquel niño llamado Paquito, el mozo; aunque sí sirvió como excusa para acallar la pataleta de un niño travieso.
Mª Soledad Martín Turiño