NIEBLA
(Castronuevo de los Arcos)
La tierra está helada y al campesino le cuesta hundir el arado para resquebrajar la escarcha; la noche ha sido intensamente fría y la mañana amaneció con una niebla persistente que apenas deja ver más allá de un par de metros. Resulta indescriptible estar en el campo esta mañana rodeado de sombras albinas, pero solo el agricultor sabe dónde se halla cada linde aunque no la vea, cada piedra en el campo que arranca con determinación y la arroja a un montoncito donde las acumula hasta que llega el tractor para cargarlas en el remolque que las llevará a otro campo donde no constituyan un estorbo.
Solo al labrador avezado en las faenas del campo no le asusta ni le inquieta esta falta de visión cuyo manto parece protegerle del exterior y centrarse en la labor que está haciendo y en sus propios pensamientos. Pero ¿qué piensa ese hombre mientras trabaja arduamente, mientras la piel de sus manos heladas se rasga despacio por la acción del frío y el esfuerzo? Le imagino llevando una vida sencilla en un pueblo de rutinas donde cada día es igual al anterior y al siguiente, donde cualquier desconocido que llega es causa de elucubraciones hasta enterarse de quién es o por qué va al pueblo y esas indagaciones son las que dan un poco de color en el monocromo espacio de la cotidianidad.
Me gusta esa calma apacible que no se encuentra en las ciudades y solo permanece inalterable en los pueblos; me gusta la forma de vida de las personas mayores que se siguen aferrando a sus costumbres y sobreviven con escasos medios: ordeñando una cabra para el consumo doméstico de leche, criando unas pocas gallinas para no carecer de huevos, o cultivando un pequeño huerto con patatas, cebollas y poco más en una parte del corral que suelen vallar para evitar que los pollos, gallinas o patos que circulan libremente puedan picotear el sembrado y, una vez más, la vida se hace de puertas para adentro de las casas. No resulta infrecuente que muchas mujeres (sobre todo si viven solas), no salgan a la calle durante varios días, ya que lo poco que necesitan lo tienen a mano; eso le pasó a mi abuela cuando enviudó y se quedó sola en el enorme caserón del pueblo y, como cualquier variación en la rutina diaria es tentadora, cuando pasaba alguna vecina y veía que la puerta estaba cerrada, llamaba para interesarse por si le ocurría algo; era una señal tácita y muy útil de comunicación ya que el mero hecho de dejar abierta una de las jambas de la puerta indicaba que todo estaba en orden.
Hoy, en este día apenas visible por el efecto de una niebla pertinaz, pienso en los crudos inviernos de Castilla, en los pueblos pequeños que parecen desiertos, en el río Valderaduey que circunvala mi pueblo y permanece quieto, sin el menor movimiento en sus aguas heladas, bordeado por juncos macilentos que solo con la llegada de la primavera volverán a vestirse con penachos blancos y delicadamente aterciopelados que danzarán al viento; pienso también en el velo de bruma que se extiende por los campos, en los pastores vigilando el rebaño acurrucados junto a la improvisada caseta mientras soportan las inclemencias del tiempo, a los animales que se agrupan en torno a la cerca para darse un poco de calor y allí permaneces sin apenas moverse; e imagino también a los vendedores ambulantes que suministran productos alimenticios de la capital y van de barrio en barrio estacionando su camioneta hasta que un grupo de mujeres salen de sus casas arrebujadas en espesas toquillas con una bolsa para comprar lo que necesitan, animándose unas a otras y regresando a casa con rapidez para no pasar frío.
Hoy, esta niebla me lleva a las escuelas de niños con rostros tímidos y caritas de hambre, que esperan al recreo para recibir una escudilla de leche caliente y se mueven saltando y palmoteando para combatir el frío; los niños llevan pantaloncitos cortos que dejan al aire sus piernas ateridas, mientras que las niñas visten gruesos leotardos oscuros y todos se arremolinan cerca de la puerta de la escuela protegiéndose de la temperatura reinante hasta que se reanudan las clases.
Esa es mi Castilla, la tierra por la que suspiro, con sus luces, sus sombras y un embrujo que atrae poderosamente a quienes hemos nacido en ella. Mi tierra de hombres fuertes ahora está cubierta por un velo de niebla, pero cuando se disipe y llegue el buen tiempo aparecerá un sol espléndido y, sobre todo, un cielo espectacular de un color azul turquesa indescriptible durante el día y con un manto estrellado por la noche que invita a mirar hacia arriba y deleitarse con la creación. Los fenómenos atmosféricos son todos importantes y cada uno tiene un encanto especial; los inviernos son para las matanzas, para el descanso de los labradores, para acurrucarse junto al brasero y algunos, los más osados, acercarse un rato al café a echar la partida; la primavera es para la siembra, para empezar a salir de casa y caminar por la orilla de la carretera, para ir a misa y prolongar la mañana charlando en corrillos a la salida de la iglesia; con el verano llegan los forasteros y las calles se animan, los jóvenes van en bici alborotando al pueblo que, tras una tregua de obligada hibernación, los mira sonriendo.
Mª Soledad Martín Turiño