NI SIQUIERA HAY RUINAS
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Cuando llego a Castronuevo, en una de esas visitas rápidas en las que recorro el pueblo, casi siempre en coche y de puro incógnito, suelo hacer dos paradas que constituyen una obligación: una, ante un solar yermo, lleno de cardos o broza que, al estar un poco inclinado, subo y bajo recorriendo cada centímetro de tierra mientras pienso que antaño cobijaba la casa de mis abuelos donde gocé de una infancia y adolescencia feliz, disfrutando de las pequeñas cosas que constituyen la esencia de la vida: un atardecer, el silencio de la noche, el cielo estrellado, el canto de las chicharras, el ir y venir de tractores y remolques dirigiéndose a los graneros tras recoger la cosecha… una vida confeccionada a base de pequeñas puntadas de realidad, cosidas con la alegría de carecer de responsabilidades, libre de ocupaciones y con la sensación de sentirme rodeada de amor.
La casa de la que ahora tan solo queda un solar, en las tardes que otros aprovechaban para sestear, a mí me gustaba explorarla: abría puertas y me adentraba en estancias desconocidas, como la panera llena de baúles, muebles antiguos llenos de ropa de épocas pasadas y descubría un objeto polvoriento en el quicio de un ventanuco, una tornadera que blandía como la mejor espada, sacos de grano, palas de horno, objetos de matanza… Si subía al sobrao, aquello constituía todo un mundo para investigar; allí descansaban las cunas que mecieron a mis padres, sillas labradas a las que faltaba una pata y dormían el sueño de los justos abandonadas en aquel lugar; también había zonas secretas a las que se accedía a través de las gruesas vigas de madera que sustentaban el peso de la casa y allá, en un rincón podía aparecer cualquier cachivache que para mí constituía un tesoro: un montón de viejas novelas cuyas hojas se habían transformado en sepia debido al transcurrir del tiempo, lámparas de aceite que me empeñaba en restaurar ante la oposición de mi familia que me conminaba a dejarlas donde estaban porque no lo consideraban una idea afortunada ya que para ellos eran un trasto más, cestos de mimbre, viejos juguetes… todo un mundo pasado, restos de una época que me empeñaba en reconstruir sin conseguirlo.
Ahora pienso en aquellos días y se me encoge el alma, porque todo se convirtió en polvo, la casa se vino abajo cobijando en sus entrañas los pocos enseres que quedaban. Puede que sea una metáfora de la propia vida que hace buena la conocida sentencia: “carpe diem” conminándonos a vivir intensamente el ahora, ante un futuro incierto; así que atesoro en mi memoria aquellos años cuando el sol era más brillante y el cielo intensamente azul o, tal vez, es tan solo fruto de un recuerdo apacible que no desea arruinarse también como esta casa tan querida que ya, ahora ni siquiera tiene unas ruinas que recuerden lo que fue un día.
La casa de la que ahora tan solo queda un solar, en las tardes que otros aprovechaban para sestear, a mí me gustaba explorarla: abría puertas y me adentraba en estancias desconocidas, como la panera llena de baúles, muebles antiguos llenos de ropa de épocas pasadas y descubría un objeto polvoriento en el quicio de un ventanuco, una tornadera que blandía como la mejor espada, sacos de grano, palas de horno, objetos de matanza… Si subía al sobrao, aquello constituía todo un mundo para investigar; allí descansaban las cunas que mecieron a mis padres, sillas labradas a las que faltaba una pata y dormían el sueño de los justos abandonadas en aquel lugar; también había zonas secretas a las que se accedía a través de las gruesas vigas de madera que sustentaban el peso de la casa y allá, en un rincón podía aparecer cualquier cachivache que para mí constituía un tesoro: un montón de viejas novelas cuyas hojas se habían transformado en sepia debido al transcurrir del tiempo, lámparas de aceite que me empeñaba en restaurar ante la oposición de mi familia que me conminaba a dejarlas donde estaban porque no lo consideraban una idea afortunada ya que para ellos eran un trasto más, cestos de mimbre, viejos juguetes… todo un mundo pasado, restos de una época que me empeñaba en reconstruir sin conseguirlo.
Ahora pienso en aquellos días y se me encoge el alma, porque todo se convirtió en polvo, la casa se vino abajo cobijando en sus entrañas los pocos enseres que quedaban. Puede que sea una metáfora de la propia vida que hace buena la conocida sentencia: “carpe diem” conminándonos a vivir intensamente el ahora, ante un futuro incierto; así que atesoro en mi memoria aquellos años cuando el sol era más brillante y el cielo intensamente azul o, tal vez, es tan solo fruto de un recuerdo apacible que no desea arruinarse también como esta casa tan querida que ya, ahora ni siquiera tiene unas ruinas que recuerden lo que fue un día.
Mª Soledad Martín Turiño