MI AMIGO MARCOS
(Castronuevo de los Arcos)
Llamé a su puerta cerrada, golpeé una y otra vez el aldabón y empecé a preocuparme. Había estado muy atareado y llevaba sin verle varios días, pero no se me ocurrió pasar por su casa porque, al no disponer de teléfono, el ir a su encuentro me suponía un tiempo precioso en aquellos momentos, inmerso como estaba en un proyecto con posibilidades de éxito, que me ocupaba todas las horas.
Solíamos jugar la partida dos días a la semana, una vieja costumbre que adquirimos cuando mi amigo enviudó y que, al principio fue una excusa para que saliera de casa y animarle un poco, y después se convirtió en una rutina que ninguno de los dos estaba dispuesto a cambiar. Durante aquellas famosas partidas de cartas sazonadas por cafés y copas, que se alargaban durante toda la tarde, tuve la fortuna de conocer a fondo a Marcos. Habíamos ido juntos a la universidad y allí fraguamos una buena amistad que se consolidó con el tiempo, a pesar de la distancia que nos separó durante casi una década debido a mi trabajo fuera de España.
Cuando ya, a mi vuelta y decidido a quedarme, me instalé en aquella urbanización cercana a la capital, reanudamos nuestros encuentros ya que Marcos vivía en una casa cercana a la mía con su mujer y sus dos hijos. El hecho de vivir solo hizo que Patricia, su esposa, me acogiera en su casa a cualquier hora porque siempre era bien recibido; era una mujer encantadora, diligente, aún bella, pendiente de su familia y feliz de tenerlos juntos. Me consideraban uno más y estábamos todos muy unidos. En su casa celebrábamos casi todos los acontecimientos: cumpleaños, Navidad, fiestas, barbacoas… Podría decirse que durante muchos años pasaba más tiempo en su casa que en la mía. Mi trabajo ya no incluía aquellos extenuantes viajes en los que recorrí medio mundo y ahora desde la oficina de mi casa podía seguir el curso de la empresa mucho más tranquilo. Nunca me casé, aunque tuve varias relaciones que no acabaron de complacerme; supongo que mi exigencia espantaba a las mujeres y el estilo de vida que llevaba, siempre ausente, no era propicio para crear una familia; así que, transcurridos los años, frisaba ya los cincuenta, pero me había resignado a la soledad por compañera.
Marcos y yo solíamos ir a pescar los fines de semana y aquel rio fue testigo de confidencias, dudas, risas y lágrimas; éramos como dos hermanos, siempre juntos y siempre dispuestos a ayudarnos.
Cuando Patricia falleció dos años después de que aquel maldito cáncer debilitara su cuerpo y lo deformara hasta ser apenas reconocible, Marcos se hundió y llegué a temer por su vida; se enclaustró en casa, no tenía ganas de nada, permanecía en un sillón frente a la fotografía de su esposa que no dejaba de mirar y más de una vez le sorprendí con el rostro anegado en lágrimas; mi mejor amigo se había derrumbado y, a pesar de mi compañía, uno a lado del otro aunque fuera en silencio, estaba inconsolable.
Fue solo el tiempo el que lo sacó de aquella postración, el tiempo y un regalo inesperado que llenó su casa de luz cuando su hijo mayor anunció que iba a ser abuelo. El nacimiento de Juan supuso un consuelo para Marcos y así, con la alegría renovada porque la vida le llevó a un ser querido y, a cambio, le trajo otro, volvió a ser el mismo de antes.
Decidimos reunirnos en mi casa donde se interesaba por mi trabajo y ahora que estábamos los dos solos, aquí no tenía recuerdos que le entristecieran. Marcos fue, entre otras muchas cosas, pintor en sus años mozos y decidió adecentar las fachadas de nuestras casas que, debido a muchos años sin cuidados, denotaban el paso del tiempo; de este modo estuvo entretenido durante un par de meses; pero luego se motivó tanto que se propuso hacer con el interior lo mismo que había hecho con la parte externa, así que empezó por su casa y continuó con la mía, pese a mis reticencias, ya que no me apetecían las interferencias de muebles abigarrados, desorden y anarquía hasta que todo estuvo pintado. Tuve que reconocer que dio una vida nueva a las dos residencias que renovó con colores suaves y las estancias parecían más grandes y mucho más luminosas.
Un día, sin previo aviso, Marcos se sintió mal, se cansaba mucho y volvía a estar tan apático como cuando perdió a Patricia. Tuvo que ceder a mi insistencia y acudió al hospital donde le diagnosticaron una afección cardiaca que le obligó a reducir su ritmo de vida y frenar aquellas actividades lúdicas que tanto le agradaban. Con el transcurrir de los días se convirtió en un ser huraño, que suplía con cinismo su obligado descanso y, sin saber cómo ocurrió, empezamos a distanciarnos. Nuestras reuniones eran pura amargura, no había ningún tema de conversación que le interesara, se descuidó físicamente e incluso las visitas de sus hijos y nieto las consideraba una molestia. Una tarde apareció en mi casa, sin previo aviso, llegaba en pijama, con un aspecto desaliñado, demacrado y pude observar que había perdido bastante peso. Se sentó sin pronunciar una palabra y me dijo que había algo importante que tenía que saber.
• “Esto ya no tiene remedio, amigo mío. La afección cardiaca ha sido uno de los síntomas de una enfermedad que me llevará a la tumba en poco tiempo. No soporto vivir así y acabar como Patricia, siendo una sombra de lo que fui; así que he decidido irme antes de que las parcas vengan a buscarme, pero antes quería despedirme de ti. Hemos sido buenos amigos y no te mereces lo que te estoy haciendo; considera mi comportamiento como fruto de la enfermedad; sabes lo mucho que te quiero, como el hermano que nunca tuve, y por eso me duele más que debido a mi situación nos estemos distanciando”.
Quise intervenir, pero con un gesto me indicó que me callara; luego se acercó a mí, me abrazó y se dirigió a la puerta. No supe reaccionar, debí haberle frenado en su intento, pude haber salido tras él y hacerle desistir en su peregrina idea, pero sabía que era un hombre testarudo y nada iba a variar una decisión tan grave y tan meditada.
Transcurrieron un par de horas y fui corriendo a su casa. Llamé a su puerta cerrada, golpeé una y otra vez el aldabón y entonces supe que se había ido para siempre, que aquella puerta no volvería a abrirla nunca más. Marcos fue un hombre cabal, orgulloso y dueño de sus actos hasta el final; siempre me sentiré orgulloso del tiempo que disfrutamos juntos y de haber contado con su amistad.
Mª Soledad Martín Turiño