LOS LOPEZ SOUTO
(Castronuevo de los Arcos)
En la época franquista, cuando se observaban los comportamientos, era importante el que dirán, y la gente vivía en un estado perpetuo de cumplimiento de normas estrictas a las que, por fortuna y como con todo en la vida, solían acostumbrarse con el paso del tiempo, la familia López Souto era una de tantas en aquel lugar perdido donde lo primero y último que hacían cada día era trabajar. Sin ser pudientes, gozaban de una ganadería propia de vacas lecheras en los corrales de la casa; junto a ellos había una extensión enorme que servía para sacar a las vacas a pastar ya que la riqueza de aquellas tierras norteñas estaba garantizada por lluvias constantes que permitían aflorar la hierba casi constantemente. Era, por tanto, cómodo tener el ganado y la casa juntos, sobraba terreno y los alrededores lindaban con el campo, ya que la casa más cercana se encontraba lo suficientemente lejos como para no ser vistos ni molestados los unos a los otros.
La familia estaba compuesta por los padres, ya mayores, y sus cinco hijos: tres varones y dos mujeres. Había, por tanto, brazos suficientes para atender la casa, la ganadería e incluso un pequeño huerto que había construido el padre de familia y que les proveía de verduras y hortalizas para todo el año. El lugar de la madre era la casa; había mucha tarea porque tantos hijos daban trabajo suficiente para no estar de brazos cruzados, y eso que las chicas que contaban con 13 y 15 años ya empezaban a colaborar. Ninguno pudo estudiar más allá de la educación básica y obligatoria de la escuela, la tradición en aquellas familias humildes era que los varones ayudaran al padre en las tierras o la granja y las mujeres a su madre en casa y luego buscaran un buen partido para casarse y continuar la vida previamente establecida.
Así se había hecho siempre y no existían otros anhelos. Por otra parte, la situación económica no era muy boyante, la granja daba para vivir sin lujos y salir adelante, además, en ellos tampoco cabía otra opción ya que todos hacían lo mismo en aquel y otros muchos lugares de la España en gris que salía adelante a base de trabajo duro.
El huerto poco a poco se convirtió en el lugar de esparcimiento del padre, ya que, debido a su avanzada edad, los hijos no le dejaban entrar en la cuadra ni ocuparse del ganado. Cuando se levantaba, cogía su azadón y hasta la hora de comer se entretenía en aquel pequeño feudo que, con paciencia, fue cercando con una valla de madera para que no se mezclara con la broza de campo y allí pasaba las horas cavando, escardando, plantando y recogiendo. A veces se sentaba en una gran piedra que hacía de silla y observaba con orgullo mal disimulado las montañas que tenía ante sí, los árboles que crecían frondosos y la riqueza de la tierra. No anhelaba otra cosa, allí nació y allí esperaba morir.
La madre animaba a sus hijas para que en sus ratos libres se ocuparan de preparar su ajuar: sábanas bordadas, manteles, equipo de novia… esos preparativos para el futuro las permitía soñar con un hogar propio, marido e hijos y, a ser posible, una buena hacienda que garantizara su porvenir. La casa, con el transcurrir de los años, se fue convirtiendo en una especie de museo para las visitas que contemplaban absortas los finos bordados que aquellas manos rústicas habían cosido en sendos ajuares que luego se guardarían en sus correspondientes baúles perfumados con flores de lavanda y listos para cuando llegara el momento.
Los primeros en irse de casa fueron los dos hijos mayores; ambos tenían por costumbre bajar al pueblo los domingos y en aquellos bailes conocieron unas buenas muchachas con las que se casaron. Para ahorrar gastos, decidieron hacer una boda doble y como llegaban noticias de que se precisaban brazos para los astilleros y la siderurgia, uno de ellos decidió probar suerte y se marchó a las Vascongadas. Allí trabajó duro y cada fin de mes recibía un sueldo en billetes que no había visto nunca juntos durante todos los años dedicados a la granja. Su mujer se empleó trabajando en la limpieza de unas oficinas y con el sueldo de ambos compraron un piso que pagaron religiosamente, letra a letra, año tras año. Con esas perspectivas un día llamó a su hermano que vivía con su mujer, los padres y las hermanas en la misma casa para sugerirle que siguiera sus pasos ya que, podía construirse una vida independiente y tener mejor futuro para sus futuros hijos si se establecían, como ellos, en aquellas tierras vascongadas. El llamamiento tuvo pronta respuesta, ya que eran muchos viviendo juntos y habían surgido algunos problemas entre las cuñadas. Además, eso de que el casado casa quiere era una realidad patente; así que decidieron seguir el ejemplo del hermano mayor y se marcharon tras él; así los dos jóvenes matrimonios estaban cerca y con un sólido futuro.
En la granja permanecieron las dos hermanas, el único varón que quedaba y los padres. Las chicas ya eran casaderas y era el momento de que también ellas probaran suerte. La mayor detestaba el campo, le molestaba el olor de las vacas, no disfrutaba del labrantío, anhelaba tratar con gentes y no morirse de melancolía en aquel lugar solitario donde se pasaban los días sin ver a nadie. Al no disponer de medios propios tampoco podía bajar al pueblo si no era porque la llevara el hermano en la camioneta y eso la consumía. En una ocasión que fue a la ciudad para comprar provisiones se detuvo en un escaparate donde había vestidos de novia, se pegó literalmente al cristal, le parecían hermosos, dignos de una princesa y soñaba con ponerse algún día un vestido blanco como aquellos y empezar una nueva vida. Casualmente, mientras estaba en éxtasis mirando y soñando, pasó por allí un muchacho que conocía de haberlo visto con sus hermanos en alguno de los pocos bailes a los que había asistido. No sabe si fue un flechazo o la necesidad de asirse a cualquier varón con tal de cumplir su sueño, lo cierto es que a partir de entonces mantuvieron un corto noviazgo que desembocó en boda. Fueron a vivir con la madre de él que vivía en la ciudad, llevaba viuda muchos años y solo tenía a ese hijo, lo que le vino muy bien porque así cumplía su sueño de alejarse de la granja.
La casa familiar cada vez más vacía se reducía ahora a solo cuatro personas: los padres, la hija y el hijo. Este era el que seguía llevando el peso de la granja y disfrutaba con ello ya que su padre, acérrimo fumador y aquejado de un fuerte dolor de pecho, apenas se movía ya de casa; de ese modo él atendía a la ganadería y su hermana las tareas domésticas. Ella, aunque había tenido algún pretendiente, ya no era tan joven, los años iban pasando y encerrada allí no tenía muchas oportunidades de conocer a ningún hombre, con lo cual sus sueños de casarse se fueron desvaneciendo poco a poco.
Al cabo de no mucho tiempo falleció el padre a causa de un cáncer de pulmón que no quiso que le trataran, no estaba acostumbrado a salir de aquel lugar y lo último que deseaba era morir en un frio hospital de la ciudad sin nadie a quien asirle la mano; así que falleció en su cama rodeada por toda su familia un frio día de enero, a las puertas de un nuevo año que ya no pudo disfrutar. Si para todos fue un momento duro, la madre fue quien más se resintió de aquella pérdida ya que no concebía la vida sin él a su lado; se conocían desde la escuela y habían estado juntos tantos años que casi formaban parte ya el uno del otro. Tan solo la llegada de los nietos fue un aliciente para aquella casa triste; la abuela disfrutaba de cada visita, los malcriaba, les hacía dulces y preparaba meriendas, cualquier cosa con tal de verlos felices, y ellos cada vez que la llamaban “bela” la hacían rejuvenecer.
Transcurrió el tiempo y también la abuela falleció, había alcanzado la respetable edad de noventa y un años, pero apenas podía moverse, tenía la vista perdida y no logró soportar aquel otoño intensamente frío que presagiaba un invierno aún peor.
Se quedaron solos hermano y hermana y fueron envejeciendo el uno al lado del otro, hablando poco, sin apenas distracciones, sin apenas bajar a la ciudad porque no la echaban en falta. Ella se encerró en casa y la convirtió en su mundo y él con la granja sentía lo mismo; se entendían bien y eran felices. De vez en cuando recibían la visita de los otros hermanos con sus respectivas familias, les contaban su vida en aquella otra ciudad a la que se acomodaban cada vez más; de hecho, los hijos habían nacido allí y poco a poco se fueron desligando del viejo terruño de sus ancestros. Se notaba ya la diferencia entre los hermanos: estaban ellos, los de la granja, más avejentados, más tristes, y luego los de la capital: más aparentes, más vividos y la brecha era cada vez mayor.
Todos los hermanos sabían que se irían distanciando poco a poco ahora que ya los padres faltaban y habían sido el nexo que los unía a todos; los nietos se harían mayores y no tenían ninguna inquietud por volver a un pueblo perdido donde no conocían a nadie de su edad, ni tenía para el ellos el menor aliciente y, además, olía a vacas. En definitiva, el tiempo había dispuesto la vida de los cuatro y todos estaban acomodados y, en cierto modo, felices porque ¿acaso se puede pedir más, cuando las circunstancias permiten que se cumplan los sueños o, al menos, que se tenga una vida acomodaticia de acuerdo a lo que el destino ha trazado para cada uno?
Mª Soledad Martín Turiño