LA VIDA DE ELOY
(Castronuevo de los Arcos)
Camina hacia el silencio, la introspección, la soledad… recordando historias, viejas anécdotas y evocaciones de esta tierra singular que le otorgó una infancia feliz, una juventud rota y una senectud acogedora para la última etapa de su vida. Recala en la vieja casa, junto a los tres enormes pinos que la circundan y protegen, que han sido testigos mudos de las vicisitudes por las que pasó aquella villa tras la guerra civil, cuando se dividieron las familias y España entera en dos bandos infames que destruyeron la convivencia y tiñeron de sangre todo el país.
Él perdió a dos hermanos, cada uno a un lado de la cerca, uno por rojo y el otro por azul, desconociendo ambos lo que significaban aquellos colores por los que murieron antes de empezar a vivir. Durante muchos años, Eloy tuvo que irse de España, porque eran demasiados los recuerdos y su sed de venganza se reflejaba en aquellas obras que escribía y el régimen consideraba poco menos que una traición.
Se fue para sobrevivir, dejando atrás la poca familia que le quedaba; la mayor pena fue despedirse de su madre porque con él, había perdido ya a todos sus hijos. Sabía que no volvería a verla ya que tenía decidido que solo regresaría a España cuando la dictadura hubiera terminado.
Se marchó clandestinamente, de noche; entró a hurtadillas en aquel furgón cuyo destino desconocía y pasó dos días con sus noches entre las cuatro paredes infestadas de piojos de aquel vagón de tren destinado al transporte de ganado. Cuando, al fin, disminuyó la marcha, a punto de llegar a su destino, saltó fuera y rodó unos metros hasta esconderse entre aquel verdor que le trajo un poco de esperanza. Comprobó que la tierra era buena; ante su vista se extendían grandes campos de cultivo y allá, a lo lejos una granja donde se dirigió con cautela. Cuando llamó a la puerta para pedir un vaso de agua, le abrió una muchacha que apenas tendría quince años; le hizo pasar y le dio un poco de comida que calmó su estómago exangüe. Luego hablaron un rato, Eloy sabía un poco de francés y ella chapurreaba el español, así que no fue difícil entablar conversación. La muchacha era hija de René, un campesino bonachón que mantenía aquella granja heredada de sus padres y ellos, a su vez, de sus abuelos; necesitaba ayuda, así que Eloy empezó a trabajar codo a codo desde el día siguiente.
Permaneció sin salir de aquel lugar semanas enteras; su máxima preocupación era cultivar los campos recordando los que había dejado atrás. Ni René ni su hija se extrañaron de aquel comportamiento eremita; eran malos tiempos, había una guerra civil en el país vecino y las circunstancias movían a la gente a salvarse haciendo cualquier cosa.
Cuando habían transcurrido cerca de seis meses, Eloy decidió continuar su viaje y alejarse aún más para no correr riesgos. Tenía algo de dinero y dejaba dos personas que le hospedaron con cariño y sin preguntas; en la despedida, le habían hecho un hatillo con ropa y comida que le serían muy útiles en los inciertos días que le esperaban.
Huyó a pie, en autobús, en tren… cualquier medio era válido para satisfacer su fin, y así, tras varios días, llegó a un pueblecito perdido en la frontera de Francia con Suiza. Huía de las ciudades, así que se instaló en aquel lugar donde se hablaba francés y, poco a poco, tras un errático transcurrir de días, consiguió trabajo en una fábrica de embutidos. Tenía que hacer de todo: descargar la mercancía, llevarla al almacén, despiezar la carne, orear los fiambres, coger los que ya estaban curados para que un grupo de mujeres los embucharan y, una vez terminado el proceso, al final de la cadena de producción, las trabajadoras, cada una de ellas con su rol asignado, iban cogiendo de la cinta transportadora los diferentes elementos, hasta que el embutido salía en cajas precintadas dispuesto para los camiones de reparto.
Eloy era un buen trabajador, lo que no pasó desapercibido para su jefe, un hombre adusto que observaba sin hablar y pronto se fijó en él, porque no escatimaba tiempo, se quedaba más allá del toque de sirena que anunciaba el fin de la jornada, era buen compañero y no se metía con nadie; así que en poco tiempo su trabajo se especializó y pasó de tener una tarea manual y de carga, a ser el supervisor del proceso de producción. Tenía a su cargo varias personas y puso en marcha proyectos sencillos que repercutieron en sus compañeros para trabajar con más eficacia y menor esfuerzo.
El tiempo pasaba, él estaba contento, ganaba dinero, pulió su francés y casi se olvidó del español, ya que no lo practicaba con nadie. Conoció a Mía de manera casual, en el supermercado donde se abastecía; ella trabajaba en las oficinas de una multinacional cuya sede estaba en la capital suiza, pero sus padres tenían una casa en aquel lugar donde solía pasar los fines de semana. Poco a poco empezaron a salir, se hicieron novios y en menos de un año ya se habían casado.
Ambos continuaron con sus respectivos trabajos, eran felices y su mayor ilusión era tener un hijo. Lo intentaban sin lograrlo hasta que consultaron a un especialista y, al hacerles las consabidas pruebas médicas, descubrieron a Mía un tumor que no presentaba buen pronóstico. A partir de entonces la vida les cambió radicalmente y se sucedieron las consultas, pruebas, y tratamientos. Ella estaba cada vez más débil, sumida en una pena indescriptible; a veces Eloy la llevaba en coche hasta un lago cercano para sentarse a disfrutar del panorama; otras, pasaba días enteros sin levantarse de la cama, tal era su estado.
Aquella situación duró poco, apenas unos meses desde el fatal diagnostico hasta que Mía se fue para siempre dejando a Eloy más solo y triste que nunca. Llevaba en aquel país varios años, y echaba de menos su casa en aquella pequeña aldea española donde tampoco le quedaba nadie. Su madre había fallecido mucho tiempo atrás y empezó a pensar en regresar. La democracia se estrenaba en aquel país donde la dictadura había impuesto su férrea mano y ahora los españoles gozaban de una libertad desacostumbrada, insólita para muchos.
Al conocer la vuelta de muchos exiliados, Eloy emprendió el regreso. Al llegar a España se encontró un pueblo anclado en el pasado en relación con el lugar donde había vivido en Suiza, costumbres enraizadas en la religión, mujeres de luto, niños sin escolarizar, calles sin asfaltar, hombres prematuramente envejecidos… ¡había tanto trabajo por hacer!
Se instaló en la que fue un día su casa, aunque había resistido al tiempo y a las circunstancias rodeada por aquellos pinos enormes que la protegieron e invisibilizaron de muchos ataques, su situación era lamentable y necesitaba de un buen arreglo; así que tuvo que contratar al albañil del pueblo quien, con una cuadrilla de peones, se presentaron al día siguiente de llamarlos: reforzaron el tejado, tiraron muros medio derruidos, levantaron otros, robustecieron las partes más endebles y, mezclado con el adobe antiguo, utilizaron ladrillos para dar mayor fortaleza a la vivienda. Cuando terminaron de pintar, pulir y arreglar tuberías, la casa parecía otra.
Para sorpresa de Eloy, todo aquel trabajo le había costado muy poco. Traía una suma considerable de dinero ahorrado que, al cambio con la moneda española, le daba para vivir una existencia cómoda, pero sin lujos; suficiente para él. Fue a la ciudad y compró unos cuantos enseres, ya que carecía de lo básico: cama, sillas, mesa, frigorífico, televisión, libros…. Cuando aquellos muebles y electrodomésticos estuvieron colocados en su sitio, la casa se convirtió en su hogar; aquel hogar del que había carecido durante tantos años, exceptuando el escaso tiempo de su matrimonio con Mía.
Una vez instalado, hizo la visita que tanto había anhelado y temido al mismo tiempo: se dirigió al cementerio. Iba despacio, pensando en la forma tan brutal en que la vida le había despojado de sus seres queridos. Al llegar, la vieja aldaba seguía en su lugar; la forzó un poco, la puerta de hierro chirrió y se adentró en el recinto en busca de su madre y sus hermanos. Caminaba despacio, contemplando los nombres de amigos y vecinos que descansaban allí hasta que, al final, encontró las sepulturas de su familia: todos yacían en el suelo, con una simple cruz en la que figuraban los nombres: la más antigua: la de su padre, luego sus hermanos y la última la de su madre. Resultaba penoso ver cómo la maleza se había adueñado de la tierra de las tumbas; así que se afanó liberando con sus propias manos la broza que crecía asilvestrada, limpió las sepulturas y decidió encargar un panteón para los cuatro. Cuando terminó, se sentó al lado de los suyos; no rezó ni fue capaz de derramar una sola lágrima, porque la vida le enseñó a ser duro, tan solo acariciaba aquella tierra que perfumaba sus manos y allí permaneció largo rato, a veces con la mente en blanco; otras, comprobando los estragos de la guerra que habían llevado al camposanto a tantos jóvenes que empezaban a vivir. Medio pueblo yacía en aquel lugar; la mayoría fallecidos en la guerra.
Se encaminó a casa paseando despacio, veía a la gente sin conocer a nadie; de vez en cuando, intuía la curiosidad de unos ojos asomados tras los visillos; en otras ocasiones algún anciano se le acercaba preguntando si era el hijo de Teresa, alegrándose de su regreso y sin escatimar elogios hacia aquella buena mujer que fue su madre. Él sonreía satisfecho y, tras darle las gracias, continuaba su camino. A nadie más recordaba pese a buscar en los ojos de hombres y mujeres las huellas de quien conoció tiempo atrás.
Eloy disfrutó de una corta vida que llenó de ideas viables para el pueblo que seguía anclado en el pasado. El alcalde, que era un buen hombre, pero no tenía instrucción ni emprendimiento alguno, le propuso que le ayudara a materializar las nuevas ideas que tenía Eloy; se trataba de proyectos sencillos, con coste escaso para las depauperadas arcas de aquella alcaldía, pero que redundarían de manera directa en el beneficio de los habitantes. Gracias a él se cementó el pavimento evitando que el suelo se enfangara cada vez que llovía, propuso iluminar las calles para evitar que la gente tuviera que valerse de linternas cuando caminaban de noche. A la vista de cómo había quedado su casa, los vecinos encalaron sus fachadas para que el blanco diera vida y luz a aquellos muros oscuros.
El pueblo empezó a renacer y todos miraban a Eloy con agradecimiento porque sabían que las ideas para mejorar al pueblo habían salido de él. Los hombres le integraron en las partidas de cartas de media tarde; él ayudaba a cualquiera que precisaba de su ayuda, bien en los campos, en la construcción o ayudando en la fragua. Siempre estaba dispuesto para los demás y ellos lo agradecían. Un día, propusieron nombrarle alcalde del pueblo; él declinó amablemente la oferta porque era amigo del anonimato, aunque siempre echaría una mano para todo aquello que le demandaran.
Los años transcurrieron deprisa y Eloy vivió aquella época como la mejor de su vida. Un día se encontró indispuesto por aquella tos que le ahogaba a menudo y a la que no quiso otorgar importancia, pese a que sospechaba que nada bueno le traería. Falleció una semana después y hoy descansa en el panteón junto a su familia porque, por fin, había llegado a casa.
Mª Soledad Martín Turiño