LA VIDA DE ANTAÑO I
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Recuerdo en mis años de niñez y juventud personajes y trabajos que se han ido perdiendo con el tiempo, pero que formaban parte de nuestra vida en pueblos como Castronuevo, y en una época donde no existían los hipermercados, los móviles, los teléfonos en las casas ni los ordenadores. Un tiempo que parece irreal, que solo sirve ya para recordarlo con nostalgia, porque se nos quedó anclado en el pasado; una época difícil, en la que escaseaban los productos más básicos, y las carencias se suplían a base de ingenio y trabajo duro.
Pese a todo, añoro los inviernos castellanos de mi niñez, el frío que calaba los huesos, y las formas que disponían las casas para paliar sus efectos: los braseros y el fuego del hogar eran la única manera de caldear las estancias. Por la noche, antes de acostarse se utilizaban los calentadores para las camas, una especie de recipiente lleno de brasas que se asía de un mango largo y se iba pasando por entre las sábanas para protegerlas del frío y hacer algo más agradable el acostarse en la gélida habitación. Durante el día, y para salir a trabajar en el campo, ya fuera para cultivar la tierra o para apacentar los ganados, los hombres se protegían con pellizas y encima de ellas se embozaban en mantas para resguardarse del relente.
Cuando íbamos a la escuela, los niños solíamos llevar en invierno una caja de lata llena de brasas para calentarnos los pies. Casi puedo sentir el olor a goma recalentada de zapatos en la escuela que formaba un ambiente casi mareante, pero no podíamos prescindir de tal artilugio que llevábamos y traíamos de casa a la escuela todos los días.
También recuerdo como si fuera ahora mismo los pinganillos de carámbano que colgaban como estalactitas de los tejados y que algunos niños arrancaban para chupar como si fuera un helado, y no olvido las manos de mi madre y de tantas otras mujeres llenas de hinchazones por causa del frío y de no protegerlas adecuadamente, o como se recogía la ropa lavada completamente tiesa después de haberla tendido en invierno, y que luego había que descongelar al amor de la lumbre.
Las casas eran grandes, y muchas de ellas estaban hechas de adobe. En ocasiones era la propia familia quien fabricaba los adobes mezclando barro con paja, materiales sencillos y baratos que abundaban en los pueblos, luego se moldeaban en forma de ladrillo y se exponían al sol. Una vez secos ya se podían utilizar para hacer tapias, paredes y la edificación completa de la casa. Como el suelo era barato, los muros se construían con solidez dejando cámaras de aire suficientemente anchas para proteger las viviendas tanto del frío como del calor.
Se edificaban las diversas estancias de la casa que, aparte de las habitaciones y la cocina la constituían también: paneras para el grano, las pocilgas para los cerdos, el gallinero, el pajar, el sobrao y la bodega para conservar alimentos, orear chorizos y jamones de la matanza o, simplemente, para utilizarlos como fresqueras.
Con el transcurrir del tiempo en muchas casas se construyeron pozos para el consumo casero que se llenaban con el agua de lluvia y facilitaban enormemente el trabajo, ya que no era necesario acarrearla desde el río.
¡Ah, lavar la ropa, el trabajo que conllevaba! Yo solo lo viví siendo muy niña, pero al principio, como no había agua corriente en las casas, las mujeres tenían que ir al río a buscarla y la cargaban en cuatro cántaros que transportaban en borriquillas hasta las casas para el consumo doméstico: asearse, cocinar...La ropa se lavaba en el río restregándola primero en la tabla de lavar con jabón la mayoría de las veces hecho en casa a base de grasa y sosa cáustica. Luego se tendía en la hierba, y la mezcla de sol y jabón la blanqueaba; si bien en muchas ocasiones, la estela de polvo que dejaban las ovejas al pasar la ensuciaba, y otra vez había que empezar la tarea.
Pese a todo, añoro los inviernos castellanos de mi niñez, el frío que calaba los huesos, y las formas que disponían las casas para paliar sus efectos: los braseros y el fuego del hogar eran la única manera de caldear las estancias. Por la noche, antes de acostarse se utilizaban los calentadores para las camas, una especie de recipiente lleno de brasas que se asía de un mango largo y se iba pasando por entre las sábanas para protegerlas del frío y hacer algo más agradable el acostarse en la gélida habitación. Durante el día, y para salir a trabajar en el campo, ya fuera para cultivar la tierra o para apacentar los ganados, los hombres se protegían con pellizas y encima de ellas se embozaban en mantas para resguardarse del relente.
Cuando íbamos a la escuela, los niños solíamos llevar en invierno una caja de lata llena de brasas para calentarnos los pies. Casi puedo sentir el olor a goma recalentada de zapatos en la escuela que formaba un ambiente casi mareante, pero no podíamos prescindir de tal artilugio que llevábamos y traíamos de casa a la escuela todos los días.
También recuerdo como si fuera ahora mismo los pinganillos de carámbano que colgaban como estalactitas de los tejados y que algunos niños arrancaban para chupar como si fuera un helado, y no olvido las manos de mi madre y de tantas otras mujeres llenas de hinchazones por causa del frío y de no protegerlas adecuadamente, o como se recogía la ropa lavada completamente tiesa después de haberla tendido en invierno, y que luego había que descongelar al amor de la lumbre.
Las casas eran grandes, y muchas de ellas estaban hechas de adobe. En ocasiones era la propia familia quien fabricaba los adobes mezclando barro con paja, materiales sencillos y baratos que abundaban en los pueblos, luego se moldeaban en forma de ladrillo y se exponían al sol. Una vez secos ya se podían utilizar para hacer tapias, paredes y la edificación completa de la casa. Como el suelo era barato, los muros se construían con solidez dejando cámaras de aire suficientemente anchas para proteger las viviendas tanto del frío como del calor.
Se edificaban las diversas estancias de la casa que, aparte de las habitaciones y la cocina la constituían también: paneras para el grano, las pocilgas para los cerdos, el gallinero, el pajar, el sobrao y la bodega para conservar alimentos, orear chorizos y jamones de la matanza o, simplemente, para utilizarlos como fresqueras.
Con el transcurrir del tiempo en muchas casas se construyeron pozos para el consumo casero que se llenaban con el agua de lluvia y facilitaban enormemente el trabajo, ya que no era necesario acarrearla desde el río.
¡Ah, lavar la ropa, el trabajo que conllevaba! Yo solo lo viví siendo muy niña, pero al principio, como no había agua corriente en las casas, las mujeres tenían que ir al río a buscarla y la cargaban en cuatro cántaros que transportaban en borriquillas hasta las casas para el consumo doméstico: asearse, cocinar...La ropa se lavaba en el río restregándola primero en la tabla de lavar con jabón la mayoría de las veces hecho en casa a base de grasa y sosa cáustica. Luego se tendía en la hierba, y la mezcla de sol y jabón la blanqueaba; si bien en muchas ocasiones, la estela de polvo que dejaban las ovejas al pasar la ensuciaba, y otra vez había que empezar la tarea.
Mª Soledad Martín Turiño