LA MADRE
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
La encontraron con el teléfono en la mano, tumbada en el suelo, sin vida. Tras llamar en numerosas ocasiones y comprobar que no contestaba, su hija acudió a la casa familiar y, después de abrir la puerta y no responder su madre, sospechó que algo malo pasaba. La descubrió al entrar en el comedor y, a pesar del shock inicial, comprobó que el auricular comunicaba, llamó a la policía y a su hermano y a todos les contó lo ocurrido. Entre tanto, se sentó junto a su madre sin tocar nada, sin sentir ni ser capaz de derramar una sola lágrima.
Al cabo de un rato llegó Sebas, su hermano, y al verla con esa extraña serenidad la hizo sentar en el sillón y la obligó a tomar una tila; entonces sonó el timbre y la policía llegó con la ambulancia; desde ese momento todo fue un ir y venir de gente extraña que examinaba, tomaba notas y certificaba el fallecimiento. Se la llevaron al tanatorio y los hermanos quedaron solos, hundidos en un doloroso silencio.
Fue Candela quien, sin decir palabra, se levantó y tomó la iniciativa para informar a la familia, organizar el sepelio y enterarse de los trámites necesarios para la inhumación en la sepultura que tenían en su pueblo donde descansaba el padre desde hacía varios años; cumpliendo los deseos tal y como la madre les había expuesto en más de una ocasión para cuando llegara este momento.
Los hermanos, una vez finalizadas todas esas gestiones, se abrazaron en un instante infinito que daba por concluidos aquellas penosas y necesarias diligencias que conlleva la muerte; así, sin palabras, unidos y como homenaje póstumo a aquella madre que tanto había sufrido por la lejanía de sus hijos y la difícil relación que siempre habían tenido.
Antes de irse, recorrieron una a una las habitaciones de la casa; todo estaba en perfecto orden, como siempre; sin embargo, ambos advirtieron al mismo tiempo que en el dormitorio de los padres algo no cuadraba en aquella disposición: los muebles, las cortinas, los espejos… parecía que todo estaba igual, pero había algo fuera de contexto. La puerta entreabierta del baño les incitó a entrar y allí encontraron, en un desacostumbrado desorden, las pastillas que tomaba la madre, todas fuera de la cajita semanal perfectamente organizada que siempre utilizaba. Candela y Sebas se miraron sin comprender, y al abrir uno de los cajones para guardar de nuevo las medicinas, encontraron tres cartas: una para cada uno de ellos y otra para la policía. La sorpresa fue mayúscula, así que se apresuraron a abrirlas y leer su contenido. En ellas, la madre se disculpaba por haber tomado esa drástica decisión, pero lo había hecho porque los dolores habían llegado a ser insoportables, no veía futuro para ella y solo les pedía que la comprendieran. Ambas misivas eran, en lo fundamental, iguales, aunque luego se dirigía de una forma personal a cada uno de sus hijos. La carta de la policía no quisieron abrirla, pero sí la guardaron por si hubieran de necesitarla en el futuro.
Se quedaron mudos, clavados en la cama donde se habían sentado para abrir aquellos sobres que les habían desvelado una terrible y desconocida realidad. Es cierto que cuando se veían la encontraban algo forzada, aunque lo achacaban a la situación de los hermanos que la obligaba a visitarla separadamente; sin embargo, su madre llevaba ya tiempo desmejorada, no salía apenas de casa y en su rostro cada día se reflejaba más la tristeza singular de una mujer que había sido siempre risueña y que se desvivía por su familia.
Con caras de sorpresa, los hermanos se miraron sin comprender; entonces, de manera instintiva, Candela abrió el armario donde su madre guardaba los documentos médicos. Sacó su contenido y allí estaban perfectamente archivados los distintos especialistas que la atendían, sus revisiones y las citas pendientes, todo pulcramente organizado. Comenzaron a abrir con inquietud cada uno de los sobres hasta que encontraron uno que les desveló la desgarradora verdad: Neurología. Diagnóstico: tumor cerebral, sin tratamiento. Estaba fechado seis meses antes y no había programadas citas posteriores; en un sobre adjunto había unas recomendaciones de cuidados paliativos. Candela llamó al médico para darle la noticia, y no se sorprendió puesto que la situación de la madre era muy grave y, por tanto, esperada.
De este modo, los hijos se quedaron aún más perplejos, pero en cierto modo tranquilos, puesto que nadie sospechaba que la realidad había sido alterada de aquella fatídica manera. Empezaron a recordar detalles del comportamiento de su madre, a los que no concedieron importancia en un principio, pero ahora atando cabos, eran señales inequívocas de que algo no iba bien, aunque perfectamente disimulados por su madre: aquellos mareos, aquel dolor de cabeza intenso que le duraba días, la visión borrosa que siempre excusaba con una cita pendiente con el especialista…
¿¡Quién podía imaginar que todos aquellos síntomas juntos eran el resultado de tan tremendo diagnóstico? Sebas se culpabilizaba por no haber estado al tanto, por visitarla poco debido a que su trabajo le absorbía, por telefonearla menos de lo que hubiera querido, por no pasar tiempo con ella…; en un momento empezó a atribuirse error tras error. Candela le hizo callar bruscamente; ella tenía una visión más realista de la vida; le dijo que lo pasado, pasado estaba y no valía darle vueltas, que había que atender los preparativos del tanatorio, del funeral y ocuparse de la llegada de la familia y todo eso era lo que más prisa corría.
Así lo hicieron y cuatro días más tarde, una vez que todo hubo acabado volvieron a quedar los hermanos en la casa familiar para repartir los enseres y poner a la venta aquel domicilio donde habían pasado su vida. Como ambos tenían viviendas en propiedad, ninguno quiso hacerse cargo de ésta, un enorme caserón que habría que rehabilitar ya que desde que falleció el padre doce años atrás, no se había hecho ninguna mejora. Fallaba la instalación eléctrica, había que reparar el tejado, las cañerías, cambiar uno de los tres baños… en fin, era preferible encontrar un comprador y cerrar aquella etapa. Lo que sí cogieron fueron algunos muebles, ropa de cama y mesa, lámparas etc. que cada uno se llevó como recuerdo de un pasado feliz.
Candela y Sebas tardaron mucho tiempo en volver a verse. En realidad, ya no tenían un motivo que les uniera, puesto que el nexo familiar común había acabado con la muerte de su madre y, tras la venta y reparto de sus propiedades, ahora de ellos dependía que mantuvieran el contacto.
Era un martes de otoño de una mañana fría y desangelada, premonitoria del duro invierno que iba a llegar, cuando Candela fue al cementerio ya que, según su costumbre, no había podido acudir el lunes que era su día libre en el trabajo porque había cambiado su turno con el de una compañera. Para ella dar aquel largo paseo caminando la relajaba y, una vez que llegaba a la tumba de su madre, se sentaba y le contaba lo acaecido durante la semana o, simplemente, se quedaba allí un largo rato, en silencio. Luego, antes de irse, limpiaba la lápida, ponía flores frescas, quitaba las ajadas, daba un beso al aire y se iba con la satisfacción del deber realizado, de haber hecho algo que necesitaba, que la dejaba interiormente satisfecha.
Sin embargo, al acercarse aquella mañana vio que alguien estaba de pie frente a la sepultura; aunque lo sospechaba, no quiso acercarse y vio cómo su hermano se limpiaba los ojos humedecidos varias veces. Entre tanto Sebas, ajeno a ser observado, daba rienda suelta a sus sentimientos y los sollozos empezaron a ser frecuentes e imparables. Candela se acercó despacio hasta llegar a su altura, le abrazó en silencio y de ese modo permanecieron unos minutos. Cuando él se serenó, correspondió con fuerza a su abrazo y ambos se fundieron en la unión que su madre hubiese deseado disfrutar.
Quedaron en verse más a menudo, y así lo hicieron reanudando una relación de hermanos que no habían tenido, unidos por su madre y por demasiadas cosas que había que poner al día en el transcurso de varios años sin comunicación entre ellos.
Al cabo de un rato llegó Sebas, su hermano, y al verla con esa extraña serenidad la hizo sentar en el sillón y la obligó a tomar una tila; entonces sonó el timbre y la policía llegó con la ambulancia; desde ese momento todo fue un ir y venir de gente extraña que examinaba, tomaba notas y certificaba el fallecimiento. Se la llevaron al tanatorio y los hermanos quedaron solos, hundidos en un doloroso silencio.
Fue Candela quien, sin decir palabra, se levantó y tomó la iniciativa para informar a la familia, organizar el sepelio y enterarse de los trámites necesarios para la inhumación en la sepultura que tenían en su pueblo donde descansaba el padre desde hacía varios años; cumpliendo los deseos tal y como la madre les había expuesto en más de una ocasión para cuando llegara este momento.
Los hermanos, una vez finalizadas todas esas gestiones, se abrazaron en un instante infinito que daba por concluidos aquellas penosas y necesarias diligencias que conlleva la muerte; así, sin palabras, unidos y como homenaje póstumo a aquella madre que tanto había sufrido por la lejanía de sus hijos y la difícil relación que siempre habían tenido.
Antes de irse, recorrieron una a una las habitaciones de la casa; todo estaba en perfecto orden, como siempre; sin embargo, ambos advirtieron al mismo tiempo que en el dormitorio de los padres algo no cuadraba en aquella disposición: los muebles, las cortinas, los espejos… parecía que todo estaba igual, pero había algo fuera de contexto. La puerta entreabierta del baño les incitó a entrar y allí encontraron, en un desacostumbrado desorden, las pastillas que tomaba la madre, todas fuera de la cajita semanal perfectamente organizada que siempre utilizaba. Candela y Sebas se miraron sin comprender, y al abrir uno de los cajones para guardar de nuevo las medicinas, encontraron tres cartas: una para cada uno de ellos y otra para la policía. La sorpresa fue mayúscula, así que se apresuraron a abrirlas y leer su contenido. En ellas, la madre se disculpaba por haber tomado esa drástica decisión, pero lo había hecho porque los dolores habían llegado a ser insoportables, no veía futuro para ella y solo les pedía que la comprendieran. Ambas misivas eran, en lo fundamental, iguales, aunque luego se dirigía de una forma personal a cada uno de sus hijos. La carta de la policía no quisieron abrirla, pero sí la guardaron por si hubieran de necesitarla en el futuro.
Se quedaron mudos, clavados en la cama donde se habían sentado para abrir aquellos sobres que les habían desvelado una terrible y desconocida realidad. Es cierto que cuando se veían la encontraban algo forzada, aunque lo achacaban a la situación de los hermanos que la obligaba a visitarla separadamente; sin embargo, su madre llevaba ya tiempo desmejorada, no salía apenas de casa y en su rostro cada día se reflejaba más la tristeza singular de una mujer que había sido siempre risueña y que se desvivía por su familia.
Con caras de sorpresa, los hermanos se miraron sin comprender; entonces, de manera instintiva, Candela abrió el armario donde su madre guardaba los documentos médicos. Sacó su contenido y allí estaban perfectamente archivados los distintos especialistas que la atendían, sus revisiones y las citas pendientes, todo pulcramente organizado. Comenzaron a abrir con inquietud cada uno de los sobres hasta que encontraron uno que les desveló la desgarradora verdad: Neurología. Diagnóstico: tumor cerebral, sin tratamiento. Estaba fechado seis meses antes y no había programadas citas posteriores; en un sobre adjunto había unas recomendaciones de cuidados paliativos. Candela llamó al médico para darle la noticia, y no se sorprendió puesto que la situación de la madre era muy grave y, por tanto, esperada.
De este modo, los hijos se quedaron aún más perplejos, pero en cierto modo tranquilos, puesto que nadie sospechaba que la realidad había sido alterada de aquella fatídica manera. Empezaron a recordar detalles del comportamiento de su madre, a los que no concedieron importancia en un principio, pero ahora atando cabos, eran señales inequívocas de que algo no iba bien, aunque perfectamente disimulados por su madre: aquellos mareos, aquel dolor de cabeza intenso que le duraba días, la visión borrosa que siempre excusaba con una cita pendiente con el especialista…
¿¡Quién podía imaginar que todos aquellos síntomas juntos eran el resultado de tan tremendo diagnóstico? Sebas se culpabilizaba por no haber estado al tanto, por visitarla poco debido a que su trabajo le absorbía, por telefonearla menos de lo que hubiera querido, por no pasar tiempo con ella…; en un momento empezó a atribuirse error tras error. Candela le hizo callar bruscamente; ella tenía una visión más realista de la vida; le dijo que lo pasado, pasado estaba y no valía darle vueltas, que había que atender los preparativos del tanatorio, del funeral y ocuparse de la llegada de la familia y todo eso era lo que más prisa corría.
Así lo hicieron y cuatro días más tarde, una vez que todo hubo acabado volvieron a quedar los hermanos en la casa familiar para repartir los enseres y poner a la venta aquel domicilio donde habían pasado su vida. Como ambos tenían viviendas en propiedad, ninguno quiso hacerse cargo de ésta, un enorme caserón que habría que rehabilitar ya que desde que falleció el padre doce años atrás, no se había hecho ninguna mejora. Fallaba la instalación eléctrica, había que reparar el tejado, las cañerías, cambiar uno de los tres baños… en fin, era preferible encontrar un comprador y cerrar aquella etapa. Lo que sí cogieron fueron algunos muebles, ropa de cama y mesa, lámparas etc. que cada uno se llevó como recuerdo de un pasado feliz.
Candela y Sebas tardaron mucho tiempo en volver a verse. En realidad, ya no tenían un motivo que les uniera, puesto que el nexo familiar común había acabado con la muerte de su madre y, tras la venta y reparto de sus propiedades, ahora de ellos dependía que mantuvieran el contacto.
Era un martes de otoño de una mañana fría y desangelada, premonitoria del duro invierno que iba a llegar, cuando Candela fue al cementerio ya que, según su costumbre, no había podido acudir el lunes que era su día libre en el trabajo porque había cambiado su turno con el de una compañera. Para ella dar aquel largo paseo caminando la relajaba y, una vez que llegaba a la tumba de su madre, se sentaba y le contaba lo acaecido durante la semana o, simplemente, se quedaba allí un largo rato, en silencio. Luego, antes de irse, limpiaba la lápida, ponía flores frescas, quitaba las ajadas, daba un beso al aire y se iba con la satisfacción del deber realizado, de haber hecho algo que necesitaba, que la dejaba interiormente satisfecha.
Sin embargo, al acercarse aquella mañana vio que alguien estaba de pie frente a la sepultura; aunque lo sospechaba, no quiso acercarse y vio cómo su hermano se limpiaba los ojos humedecidos varias veces. Entre tanto Sebas, ajeno a ser observado, daba rienda suelta a sus sentimientos y los sollozos empezaron a ser frecuentes e imparables. Candela se acercó despacio hasta llegar a su altura, le abrazó en silencio y de ese modo permanecieron unos minutos. Cuando él se serenó, correspondió con fuerza a su abrazo y ambos se fundieron en la unión que su madre hubiese deseado disfrutar.
Quedaron en verse más a menudo, y así lo hicieron reanudando una relación de hermanos que no habían tenido, unidos por su madre y por demasiadas cosas que había que poner al día en el transcurso de varios años sin comunicación entre ellos.
Mª Soledad Martín Turiño