LA ESCUELA DE CASTRONUEVO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Las escuelas en Castronuevo tuvieron dos ubicaciones que recuerde: la del terraplén, a la entrada del pueblo viniendo por la carretera de Zamora, y en el propio pueblo: la de los niños casi enfrente de la casa del cura, y la de las niñas un poco más abajo, donde se ubica hoy en día el consultorio Médico.
La enseñanza estaba dividida: los niños tenían maestro y las niñas maestra. En una época donde no existía una cultura de integración, se separaba a los dos sexos escrupulosamente desde la infancia y niños y niñas convivían juntos únicamente en el seno de familia, si se daba la circunstancia de que hubiera varios hermanos.
La educación era muy básica y el libro de texto obligado: la Enciclopedia con sus pastas duras ilustradas con figuras sencillas que observábamos uno y otro día, era un manual completo que contenía todas las disciplinas necesarias para una formación general: Aritmética, Geometría, Lengua, Geografía, unas Matemáticas básicas y unas someras nociones de temas generales.
La religión católica fue el soporte en el que se centró durante años la enseñanza. Se observaban reglas indiscutibles para una buena educación, como eran: el respeto a los mayores por el mero hecho de serlo, sin cuestionamientos, los buenos modales, las reglas de urbanidad, la disciplina... en una palabra, todo lo que, en términos generales, configuraba "una buena educación" centrada sobre todo en las manifestaciones externas. Recoordar mi escuela es volver a sentir el olor a polvo de pizarrines, gomas de nata de Milán y tinta de los tinteros mezclado en invierno con un fuerte efluvio de goma quemada, procedente de las latas con brasas que llevábamos los niños a la escuela y poníamos bajo los zapatos para protegernos del frío, ya que constituía nuestra forma particular de calefacción en aquellos duros inviernos, como ya expresé al principio de este relato.
Recuerdo esa época pasada con nostalgia, porque muchas de sus manifestaciones se han perdido: el globo terráqueo, el crucifijo presidiendo el aula, los viejos mapas, el acto de entonar el "Cara al sol", el ponerse de pie como acto de respeto y saludo cuando alguien entraba, el rezo diario, aquella gimnasia elemental que se realizaba al aire libre, el tentempié de media mañana consistente en un vaso de leche caliente que se nos proporcionaba desde la escuela a cada niño y que todos recibíamos guardando una fila, el improvisado recreo en las calles aledañas a la escuela, la simplicidad de los juegos infantiles: el pilla-pilla, el escondite, el corro, los cromos o el castro en las niñas y el aro, el "hinque", la pelota, la peonza o las canicas en los niños...
La maestra que mejor recuerdo en mi niñez en el pueblo fue Doña Agapita, una mujer enjuta y seria que, debido a la escasez de recursos didácticos, debía adoptar un sistema plural y multidisciplinar. Sin embargo eran suficientes una pizarra, un pizarrín y las enciclopedias Álvarez; todo lo que hacía falta era sólo inteligencia e ilusión.
Aquella mujer me enseñó todo lo que sabía, y cuando lo habíamos aprendido, éramos nosotras, algunas de las niñas mayores, quienes la ayudábamos con las pequeñas. Entonces en una misma clase se concentraban varios grupos de edades diferentes, por lo que no debía ser sencillo enseñar las distintas materias para que fueran entendidas por todas a la vez.
Pese a que Doña Agapita fue la maestra de mi generación, también creo de justicia recordar en estas páginas a don Vitorio, el maestro de los niños de la misma época, y a otros de la generación anterior como fueron: Dña. Dolores, Doña Isabel, Doña Clotilde (que pegaba con una regla en la cabeza), Filito (en suplencias) Doña María o doña Delfina de las Heras, esta última madre de diez hijos. Todas ellas fueron maestras de niñas, y a: D. Basilio (padre de D. Felipe y D. Benjamín, ambos curas), y Don Paulino, maestros de niños.
A todos ellos mi emocionado recuerdo y gratitud, porque fueron más que maestros; marcaron la vida de muchos de nosotros con sus gestos y supieron transmitirnos, a través de manuales básicos e ideas simples, los conceptos más importantes de la vida, algunos de ellos no escritos precisamente en los libros de texto. Nos estamparon la vida a través de valores como el respeto, la disciplina, la obediencia o el compañerismo y con sus gestos parcos e indispensables transfirieron enseñanzas que iban más allá del propio libro de texto. Hoy, pasados más años de los que puedo recordar, siguen vivos en mi memoria aquellas imágenes de rectitud y seriedad que grabaron el carácter de mis primeros años.
La enseñanza estaba dividida: los niños tenían maestro y las niñas maestra. En una época donde no existía una cultura de integración, se separaba a los dos sexos escrupulosamente desde la infancia y niños y niñas convivían juntos únicamente en el seno de familia, si se daba la circunstancia de que hubiera varios hermanos.
La educación era muy básica y el libro de texto obligado: la Enciclopedia con sus pastas duras ilustradas con figuras sencillas que observábamos uno y otro día, era un manual completo que contenía todas las disciplinas necesarias para una formación general: Aritmética, Geometría, Lengua, Geografía, unas Matemáticas básicas y unas someras nociones de temas generales.
La religión católica fue el soporte en el que se centró durante años la enseñanza. Se observaban reglas indiscutibles para una buena educación, como eran: el respeto a los mayores por el mero hecho de serlo, sin cuestionamientos, los buenos modales, las reglas de urbanidad, la disciplina... en una palabra, todo lo que, en términos generales, configuraba "una buena educación" centrada sobre todo en las manifestaciones externas. Recoordar mi escuela es volver a sentir el olor a polvo de pizarrines, gomas de nata de Milán y tinta de los tinteros mezclado en invierno con un fuerte efluvio de goma quemada, procedente de las latas con brasas que llevábamos los niños a la escuela y poníamos bajo los zapatos para protegernos del frío, ya que constituía nuestra forma particular de calefacción en aquellos duros inviernos, como ya expresé al principio de este relato.
Recuerdo esa época pasada con nostalgia, porque muchas de sus manifestaciones se han perdido: el globo terráqueo, el crucifijo presidiendo el aula, los viejos mapas, el acto de entonar el "Cara al sol", el ponerse de pie como acto de respeto y saludo cuando alguien entraba, el rezo diario, aquella gimnasia elemental que se realizaba al aire libre, el tentempié de media mañana consistente en un vaso de leche caliente que se nos proporcionaba desde la escuela a cada niño y que todos recibíamos guardando una fila, el improvisado recreo en las calles aledañas a la escuela, la simplicidad de los juegos infantiles: el pilla-pilla, el escondite, el corro, los cromos o el castro en las niñas y el aro, el "hinque", la pelota, la peonza o las canicas en los niños...
La maestra que mejor recuerdo en mi niñez en el pueblo fue Doña Agapita, una mujer enjuta y seria que, debido a la escasez de recursos didácticos, debía adoptar un sistema plural y multidisciplinar. Sin embargo eran suficientes una pizarra, un pizarrín y las enciclopedias Álvarez; todo lo que hacía falta era sólo inteligencia e ilusión.
Aquella mujer me enseñó todo lo que sabía, y cuando lo habíamos aprendido, éramos nosotras, algunas de las niñas mayores, quienes la ayudábamos con las pequeñas. Entonces en una misma clase se concentraban varios grupos de edades diferentes, por lo que no debía ser sencillo enseñar las distintas materias para que fueran entendidas por todas a la vez.
Pese a que Doña Agapita fue la maestra de mi generación, también creo de justicia recordar en estas páginas a don Vitorio, el maestro de los niños de la misma época, y a otros de la generación anterior como fueron: Dña. Dolores, Doña Isabel, Doña Clotilde (que pegaba con una regla en la cabeza), Filito (en suplencias) Doña María o doña Delfina de las Heras, esta última madre de diez hijos. Todas ellas fueron maestras de niñas, y a: D. Basilio (padre de D. Felipe y D. Benjamín, ambos curas), y Don Paulino, maestros de niños.
A todos ellos mi emocionado recuerdo y gratitud, porque fueron más que maestros; marcaron la vida de muchos de nosotros con sus gestos y supieron transmitirnos, a través de manuales básicos e ideas simples, los conceptos más importantes de la vida, algunos de ellos no escritos precisamente en los libros de texto. Nos estamparon la vida a través de valores como el respeto, la disciplina, la obediencia o el compañerismo y con sus gestos parcos e indispensables transfirieron enseñanzas que iban más allá del propio libro de texto. Hoy, pasados más años de los que puedo recordar, siguen vivos en mi memoria aquellas imágenes de rectitud y seriedad que grabaron el carácter de mis primeros años.
Mª Soledad Martín Turiño