LA CIUDAD
(Castronuevo de los Arcos)
Casi perdida entre la multitud de gente, sirenas, ambulancias, tráfico y semáforos que no se apagan nunca, obreros que levantan otra torre interminable y cláxones que protestan, camino con aspecto asustado.
No es fácil andar en la ciudad porque deben seguirse unas reglas tácitas, no escritas, para no tropezar con la gente. En las grandes metrópolis hay que llevar un sentido cuando se camina; conviene tener un ritmo de paso sin cambios bruscos que entorpezcan a los demás peatones; todos lo que van en una dirección irán por la izquierda, y los que vienen en sentido contrario, por la derecha. Es conveniente caminar en línea recta y con una marcha constante, ya que son muchos los peatones que van detrás de nosotros y no debemos cortarles su ritmo provocando tropiezos.
Ahora se ha puesto de moda que la gente –sobre todo los jóvenes- atiendan el móvil mientras caminan, ya sea poniendo mensajes o conversando, lo que provoca irremediablemente choques y parones absurdos, al tiempo que resulta una falta de educación vial inadmisible. Los conductores tampoco se libran, parece que el cobijo de un coche confiere una cierta impunidad a la hora de acelerar en prohibido, no respetar los pasos de peatones, invadir el carril contrario o saltarse los semáforos; todas estas infracciones que son de por sí reprobables, se acentúan cuando se cometen en contra de los peatones. No es difícil que en un día de lluvia pasen coches a velocidad inusitada y salpiquen (casi con deleite) a los sufridos viandantes que esperan pacientes paraguas en mano en el semáforo; ni tampoco resulta raro comprobar la agresividad que se genera al volante debido a las prisas desde primera hora de la mañana porque se sale de casa con el tiempo justo para llegar al trabajo y todo lo que sea esperar nos provoca malestar.
La ciudad, ese enorme monstruo que nos fagocita tiene, sin embargo, demasiadas ventajas como para no parecer atractiva; nos proporciona distracciones: cines, parques, iglesias, teatros, discotecas, espectáculos musicales; podemos elegir entre un variopinto catálogo de restaurantes temáticos de casi todo el mundo, con gastronomía variada, selecta, exquisita, comida rápida; o infinidad de actividades culturales para rellenar el ocio: tertulias, coloquios, conferencias, foros, museos, salas de exposiciones… El transporte cómodo y rápido nos conecta en cuestión de minutos con cualquier parte de la ciudad e incluso de capitales colindantes: tren, autobús, metro, taxi, bicicletas e incluso algún tranvía están a nuestra disposición para impedir que la distancia sea un obstáculo.
Por otra parte la asistencia a dichos eventos de distintos tipos: son, a menudo gratuitos, por lo que no supone un problema estar al tanto de la actualidad sin gastar dinero. Este tipo de reuniones son, además, una forma de contactar con personas que acuden en solitario para llenar su tiempo, con lo que cumplen una doble función social: entretener y hacer amistades; porque en la ciudad la soledad se sufre con mayor intensidad, uno se siente aislado, sin importarle a nadie y en ocasiones para no sucumbir a su influjo es preciso salir a la calle para socializar.
Con todo, y consciente de sus muchas ventajas, el haber vivido tantos años en una ciudad cosmopolita y enorme, hace que añore la soledad y el silencio. Uno llega a acostumbrarse a las prisas, a inventarse actividades que abotargan la mente e impiden pensar con calma, y poco a poco dejamos de mirar el cielo, los pájaros y esas pequeñas cosas que nos ofrece la naturaleza cada día y que nos hace sentir vivos. Se pierde el silencio en una marea de ruidos que forman un ambiente de fondo acomodaticio para seguir robóticamente una senda guiada que no se cuestiona y un día, de pronto, tal vez cuando ya se han probado todas esas mieles y uno es consciente de haber adquirido suficiente madurez como para validar solo las cosas importantes, entonces nos damos cuenta de que la ciudad trae consigo también una soledad que nos empequeñece y nos devora. Puede que a mí me haya llegado ese momento y por eso echo en falta lo que no tengo: el silencio, la ausencia de multitudes; el tratar a unas pocas personas con quienes conversar de vez en cuando; el vivir sin prisa en un merecido abandono, el contemplar una puesta de sol en solitario, el observar con tímido arrebato la llanura de un campo desierto que me devuelva un pedacito de esa niñez que creí perdida…
Creo que la vuelta a la naturaleza es una señal inequívoca de hacer las paces con uno mismo, valorando lo más sencillo, las pequeñas cosas que son las que dan sentido a una vida de la que no nos llevamos nada sino las vivencias y la paz que hayamos conquistado.
Ciertamente la ciudad ofrece un cúmulo de posibilidades, sobre todo para formarse mientras se va forjando la personalidad y aprovechando sus múltiples atractivos pero luego, en la época final de vida, a mí dadme el reposo de un pequeño pueblo donde preparar el alma para su partida mientras se goza de ese tiempo tan largamente añorado.
Mª Soledad Martín Turiño