INSOMNIO
(Castronuevo de los Arcos)
La luz intensa con que se estrenaba la primavera la desperezó de su sueño. Había pasado una mala noche; su mente se había confabulado con la vigilia para impedirle descansar y los recientes acontecimientos tanto personales como la fatídica noticia que anunciaban los telediarios con insistencia del accidente aéreo que había sacudido media Europa tampoco ayudaron. Su mente iba de un pensamiento a otro sin tregua alguna. En las dos últimas semanas había visitado el aeropuerto más de media docena de veces para recibir y despedir a su hijo con lo que ello suponía de alegría y tristeza y comprendía mejor que nadie el horror de un accidente sin supervivientes y la desesperación de aquellos familiares que no podrían volver a ver a sus seres queridos.
Los medios de transporte, ya fuera coche o avión que eran los que más utilizaban sus hijos, la obsesionaban hasta el punto de que solo cuando habían llegado sanos y salvos a su destino podía descansar. Se valía de pastillas para dormir desde hacía casi tres años, pero de vez en cuando no surtían efecto y era entonces cuando en la oscuridad de la noche, apoyada en la almohada y sin moverse, volvían los fantasmas para adueñarse de su mente, la torturaban con escenas que pasaban a toda velocidad y ningún recurso de relajación servía de ayuda. Al cabo de un tiempo las piernas y los brazos acababan doloridos por el peso de un cuerpo inerte que no encontraba su acomodo, daba vueltas y más vueltas en la cama sin que el sueño llegara y su desesperación iba en aumento porque las horas pasaban acercándose el momento de levantarse para ir a un trabajo que le exigía total concentración.
Utilizaba a veces la táctica de combatir el desvelo desplazándose mentalmente a lugares relajantes: playas desiertas, campos de espigas, laderas verdes… Sin embargo estaba claro que esa noche iba a pasarla en blanco y arrastraría como secuela una sensación de nausea acompañada de un intenso dolor de cabeza que duraría un par de días. Ya había pasado por eso otras veces y conocía de sobra el procedimiento; sin embargo su mayor temor era que en aquellas largas horas de nuevo aparecería el fantasma de unos interrogantes que la atormentaban cada vez con mayor frecuencia y se resumían básicamente en una cuestión: “¿qué sentido tenía llevar una vida de obligaciones, de trabajo, de rutina y sin sentido, sin motivación, sin ilusiones y sin esperanza alguna?”.
Se sentía fuera de lugar en una sociedad de la que formaba parte, pero que le era totalmente ajena y buscaba de forma casi obsesiva un escape a ese sentimiento; llenaba sus horas con tareas y propósitos que la mantenían ocupada, dominaba el impulso de encerrarse en casa y, venciendo su natural resistencia, salía a la calle únicamente para caminar y agotarse con el fin de caer rendida para poder dormir por la noche. A veces se concedía algún lujo extra para animarse y compraba alguna fruslería sin importancia que le levantaba un poco el ánimo; podía ser una prenda de vestir o una bagatela que veía en algún escaparate y frenaba si quiera momentáneamente su angustia; en otras ocasiones regresaba de su caminata con el cuerpo dolorido y el deseo de que los brazos de Morfeo la acogieran esa noche y pudiera descansar.
¡Qué difícil resulta valorar las cosas cuando las disfrutamos sin apenas darnos cuenta! El sueño nunca había constituido un problema para ella, hasta que la vida la detonó arrebatándole a su madre; entonces todos los resortes se activaron, el cuerpo somatizó el dolor y, con la ausencia, llegaron las manifestaciones físicas cuyo máximo exponente fue la pérdida de sueño. No obstante, cuando llegaban aquellas noches en blanco, decidió hacerlas productivas y reconducir la algarabía de pensamientos en cadena que sacudían su mente; de este modo conseguía centrarse un poco y pergeñar tareas para los próximos días: revisar el estado de su trabajo, incentivar el tiempo libre con nuevas ocupaciones, actualizar su agenda, telefonear a amigos y familiares con quienes no tenía contacto desde hacía tiempo, trabajar en su libro…, y esas ideas daban su fruto con la luz del día siquiera para dar sentido a tantos quebraderos de cabeza.
Tras varias horas e vigilia, veía como la mañana entraba con fuerza a través de la ventana; la luz era tan intensa que invitaba a levantarse y comenzar un nuevo día, así que se desperezaba y salía de la cama; una vez vestida, tomaba un café que la despejara un poco y se iba caminando al trabajo con el ruido de fondo de la ciudad que también despertaba, los niños iban al colegio cargados con enormes mochilas, los autobuses recorrían sin cesar las calles y empezaba una agitación incesante que sólo al llegar la noche se calmaría un poco para reanudarse de nuevo con el día siguiente.
Ella caminaba despacio, los demás transeúntes la adelantaban con paso raudo mientras poco a poco llegaba a su destino, como una autómata, sin preguntas, sin rebelarse, con la voluntad de la costumbre y la sana idea de cumplir con otra de sus múltiples obligaciones.
Mª Soledad Martín Turiño