IDA Y VUELTA
(Castronuevo de los Arcos)
Llegué al pueblo sin saberlo; fue una visita corta que apenas duró media hora. Aparcamos el coche, como siempre, donde había estado la casa de mi abuela. Enfrente, la villa mostraba un aspecto maravilloso, la primavera se había asentado en ella y lucía vestida de fresca hierba verde en todo su esplendor.
No pude contener mi primer impulso y la escalé como tantas veces había hecho. El suelo se hundía muellemente con las pisadas, protegiendo la carga de mi cuerpo en cada paso; sin embargo me costó llegar a la cima –supongo que los años empiezan a pasar factura-.
Una vez arriba casi se podía tocar ese azul perfecto del cielo de mi tierra castellana que tantas veces añoro en la capital. Caminé cuesta abajo hasta llegar a la pendiente desde donde se divisa toda la vega y la cuenca del río Valderaduey. Hacía un frío que atería el rostro. Sin saber el motivo me quedé allí inmóvil y las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Volvía al pueblo por primera vez desde la pérdida de mi madre, sentía una enorme añoranza de aquella tierra que solo disfrutaba en momentos esporádicos en los que intentaba atesorar lo vivido en cada segundo que estaba allí para reproducirlo posteriormente y seguir viviendo de esos recuerdos, necesitaba como el aire estar allí y no podía, ya que me asfixiaba una vida de ataduras y acatamientos.
De pronto, clavada en el suelo, tuve la clara percepción de que volvería allí, pero después de haber pagado un alto precio: el de mi propia soledad. Fui consciente de que un día regresaría y volvería a pisar aquella tierra, pero en el aislamiento más absoluto. Deambularía en largos paseos río arriba o pueblo abajo, pero sola; viviría en un remanso de paz, habiendo hecho las paces conmigo misma, con mi pasado reciente, y con todas las personas que me habían dañado, pero ya sola para siempre, y mi precio era el acostumbrarme a vivir con esa soledad que me había perseguido eternamente, aún en compañía.
No podía desligarme de ese sentimiento de intranquilidad que me perturbaba el alma pero, al igual que había hecho siempre, cesé el llanto, enjugué las lágrimas, di una última mirada al paisaje que se extendía ante mí y le di la espalda regresando con la mansedumbre habitual a la vida real que me conducía de nuevo a casa, lejos de allí.
De nuevo en la rutina de cada día, me parece un sueño haber estado tan solo unas horas en el pueblo. Soy consciente de las responsabilidades que me he de afrontar y de lo que se espera de mí, a pesar de que deje a un lado mi propia vida para vivir por otros, pero aún no es el momento. Me necesitan, confían en mí y soy necesaria aquí todavía; así que solo me resta seguir tachando los días en el calendario como hago desde hace años, según se van resolviendo situaciones, hasta que un día ya no me importe si es verano o invierno, lunes o miércoles, porque disponga por entero de todo el tiempo para mí, lujo que no he podido permitirme hasta el momento.
Mª Soledad Martín Turiño