IDA Y VUELTA
(Castronuevo de los Arcos)
Me dejo caer en el coche que transporta mis pensamientos mientras el paisaje me acuna suavemente y recuerda mis orígenes, me evoca el sufrimiento de los labradores que trabajaron los terrones con tanto esfuerzo, sacando de la nada el valioso cereal (trigo y cebada) que luego llevaban al silo y por el que siempre recibían mucho menos de lo que merecían; agricultores sufridos, conformistas, resignados, poco amigos de alborotos ni siquiera para defender lo suyo.
Volver despacio, contemplando el paisaje tan querido poblado de laderas aradas que se desperezan en colores diversos y matizados: marrones, ocres, pardos, ligeramente verdosos, amarillentos o dorados, dependiendo de la época del año. Volver imaginando, reviviendo, añorando una vida pasada que vaga en lo más recóndito de la mente o del corazón, pero se hace dolorosamente presente cuando retorno a casa. A veces, sin darme cuenta, las lágrimas resbalan furtivamente por mis mejillas y no lo entiendo, casi no controlo las emociones; son ellas las que me pueden y se apoderan de mi voluntad solo con pisar tierra castellana.
Entro en la provincia de Zamora: continúan las tierras llanas, modestas, con tímidos brotes verdes preparadas para dar fruto, kilómetros de llanura donde se pierde la vista en una magnitud desconocida y deseada. Volver a casa, regresar y toparme otra vez con el viejo pueblo, solitario, silencioso, inalterable, con sus casas cerradas y las calles vacías de gente; si acaso de vez en cuando aparece una figura solitaria que camina silencioso, se para un momento y curiosea mirándome de arriba a abajo sin la menor prudencia; intuyo sus preguntas: ¿quién será?, ¿qué hará aquí?... y luego continúa su marcha y desaparece de mi vista.
Añoro tanto este silencio, esta paz que persigo tenazmente como una necesidad vital en esta época de mi vida que he sufrido las pérdidas más queridas y me siento apostada en una soledad extraña, que volver a mi tierra durante un tiempo tan limitado me daña; es como poner un caramelo a un niño en la boca y quitárselo cuando va a tomarle el gusto; por eso me reitero en regresar y permanecer aquí, a lamerme las heridas, a renacer de tanto dolor, a volver a llenarme de vida y retomar la ilusión que tuve un día y me hizo tan feliz.
Fue una visita corta que apenas duró media hora. Aparcamos el coche, como siempre, donde había estado la casa de mi abuela. Enfrente, la villa mostraba un aspecto maravilloso, la primavera se había asentado en ella y lucía vestida de fresca hierba verde en todo su esplendor. No pude contener mi primer impulso y la escalé como tantas veces había hecho. El suelo se hundía muellemente con las pisadas, protegiendo la carga de mi cuerpo en cada paso; sin embargo me costó llegar a la cima ¡supongo que los años empiezan a pasar factura!
Una vez arriba casi se podía tocar ese azul perfecto del cielo de mi tierra castellana que tantas veces añoro en la capital. Caminé cuesta abajo hasta llegar a la pendiente desde donde se divisa toda la vega y la cuenca del río Valderaduey. Hacía un frío que atería el rostro. Sin saber el motivo me quedé allí inmóvil y las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Volvía al pueblo por primera vez desde la pérdida de mi madre, sentía una enorme añoranza de aquel lugar que solo disfrutaba en momentos esporádicos en los que intentaba atesorar lo vivido en cada segundo que permanecía allí para reproducirlo posteriormente y seguir viviendo de esos recuerdos, necesitaba como el aire estar en el pueblo y no podía, ya que me asfixiaba una vida de ataduras y acatamientos.
De pronto, clavada en el suelo, tuve la clara percepción de que volvería, pero después de haber pagado un alto precio: el de mi propia soledad. Fui consciente de que un día regresaría y volvería a pisar aquella tierra, pero en el aislamiento más absoluto. Deambularía en largos paseos río arriba o pueblo abajo, pero sola; viviría en un remanso de paz, habiendo hecho las paces conmigo misma, con mi pasado reciente, y con todas las personas que me habían dañado, pero ya sola para siempre, y mi precio era el acostumbrarme a vivir con esa soledad a la que nunca me habitué, pero que me había perseguido eternamente, aún en compañía.
No podía desligarme de ese sentimiento de intranquilidad que me perturbaba el alma pero, al igual que había hecho siempre, cesé el llanto, enjugué las lágrimas, eché una última mirada al paisaje que se extendía ante mí y le di la espalda regresando con la mansedumbre habitual a la vida real que me conducía a casa, lejos de allí.
Debíamos volver. Me alejo con la mansedumbre de quien no tiene alternativa, sin resistencia, sin arrebato; con un dolor mayor si cabe, porque soy consciente de que la próxima vez que regrese será muy tarde, pasados otros tantos años; me alejo con un nudo en la garganta mientras miro de nuevo los campos llanos, esperándome para brindarme el cobijo que me volverá a la vida.
De nuevo en la rutina de cada día, me parece un sueño haber estado tan solo unas horas en el pueblo. Soy consciente de las responsabilidades que he de afrontar y de lo que se espera de mí, a pesar de que deje a un lado mi propia vida para vivir por otros, pero aún no es el momento. Me necesitan, confían en mí y soy necesaria aquí todavía; así que solo me resta seguir tachando los días en el calendario como hago desde hace años, según se van resolviendo situaciones, hasta que un día ya no me importe si es verano o invierno, lunes o miércoles, porque disponga por entero de todo el tiempo para mí, lujo que no he podido permitirme hasta el momento.
A veces creo que soy un espíritu libre encerrado en la cárcel de un cuerpo y unos condicionamientos que me aprisionan. En ocasiones intento seguir volando, pero noto mis alas pesadas, casi paralizadas. Caigo en picado hacia un vacío lento y doloroso, a punto de chocar contra el suelo y luego me elevo unos metros porque sé que he de retomar mi vuelo hacia la libertad.
Me duele este cansancio y este hastío que no encuentra momento para desvanecerse en el inmenso cosmos. La sonrisa se ha encallecido en el rostro y engaña sin comedimiento a cuantos mirar quieran. La felicidad está dormida y no despierta; solo el dolor se va prendiendo, aguijoneándose con furia en lo más hondo y ganando terreno; sin embargo el poder de la esperanza sigue intacto, se renueva constantemente incluso ante lo imposible, o quizás se agranda más por ello, y en la absoluta paz de la noche, entre las sombras a medio desvanecer, con el sombrío instinto de la supervivencia a flor de piel, nos vamos mintiendo otro día, hasta el siguiente, mientras quede un soplo de vida.
Cada uno sueña con su paraíso particular, un espacio único e intransferible, real o imaginario, donde refugiarse para sentir un poco de bienestar, lejos de los agobios que impone lo cotidiano. En ese lugar uno puede perderse a su antojo, porque no hay reglas; se puede estar solo o rodeado de gente, en el mar o la montaña; da igual porque ese paraíso lo dibuja cada uno a su antojo, siguiendo sus propias conveniencias
Quiero creer que el aire nuevo no estará viciado de prejuicios ni dolor, que habrá un lugar para la esperanza de aquellos que sobrevivimos entre una multitud (a veces demasiado cercana), que nos agobia y atrapa con sus miedos, sus insatisfacciones y sus inseguridades. Entre tanto continúo viviendo mientras espero el día en que pueda soltar el lastre de mis alas y elevar el vuelo hacia un infinito lleno de paz que me espera.
Mª Soledad Martín Turiño